Plaza Pública

Palestina: cien años de expolio

Teresa Aranguren

Hace cien años Palestina aún era simplemente Palestina, el nombre con el que a lo largo de los siglos se ha venido designando un espacio claramente delimitado desde el punto de vista geográfico, histórico, cultural. Entre el Mediterráneo y el Jordán, entre las montañas al norte de Galilea y el desierto de Sinaí al sur, el territorio que en época del imperio romano se denominaba Palestina se corresponde con el que en el siglo XIX y con el mismo nombre formaba parte de la provincia siria del Imperio Otomano. Esta tierra tan antigua como la historia de la humanidad nunca fue un espacio vacío tal como el eficaz eslogan del movimiento sionista, “ una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra”, comenzó a difundir ya  en el último tercio del siglo XIX. Hace cien años Palestina aún era la tierra en la que vivían los palestinos.

El conflicto árabe-israelí es antiguo pero no ancestral, no se hunde en la profundidad de los tiempos ni está inscrito en los genes de sus gentes; tiene fecha de nacimiento y se podría decir que padres reconocidos. El inicio se puede establecer entre 1880 cuando los primeros colonos del movimiento sionista se instalaron en Palestina, en tierras adquiridas por el barón Edmond Rothschild y 1917 cuando Sir Arthur James Balfour, ministro de exteriores de su Majestad Británica, en  carta dirigida al Barón Lionel Walter Rothschild, prometió el apoyo de Gran Bretaña al proyecto sionista. Hay una característica común en ambas fechas o mejor en lo que aconteció en ambas fechas. Ambas se gestaron fuera de Palestina y al margen de la población de Palestina. Todo se gestó en Europa, entre un movimiento estrictamente europeo, el sionismo ( los judíos de oriente no tuvieron nada que ver con el proyecto de crear un estado judío en Palestina)  y la gran potencia del momento, Gran Bretaña.

En realidad la Declaración Balfour de la que ahora se cumplen 100 años fue en principio una simple misiva entre un ministro británico y un magnate multimillonario, sin validez legal alguna. Pero la legalidad no era factor a tener en cuenta cuando se trataba de los intereses coloniales de Gran Bretaña empeñada entonces en afianzar su domino sobre los territorios árabes que habían formado parte del derrotado Imperio Otomano. Y el movimiento sionista se presentaba como un firme aliado de esos intereses, “seremos una avanzadilla de Occidente frente a la barbarie de Oriente” solía decir su máximo dirigente, Theodor Herzl, cuando buscaba el apoyo de las potencias europeas.

Un dato curioso: cuando Lord Balfour presentó su propuesta al Gobierno de su Majestad, la mayor oposición la encontró en el único ministro judío del gabinete, Sir Edwin Montagu, secretario de Estado para India, quien, preocupado por cómo el compromiso de su gobierno con el sionismo podría afectar al estatus de los judíos británicos y europeos en general, hizo una clara distinción entre judaísmo y sionismo y expresó su rechazo a que la organización sionista hablase en nombre de todos los judíos.

Los primeros enfrentamientos entre la población local y los colonos que se habían instalado en las tierras adquiridas por el barón Rothschild en la fértil región costera, al norte de Yafa, empezaron ya en la última década del XIX. La razón de estos tempranos estallidos de violencia nada tiene que ver con la religión de los recién llegados o con su condición de europeos sino con la exigencia del movimiento sionista de emplear solo trabajo judío, lo que significaba la expulsión de las familias campesinas que, en régimen de aparcería o alquiler, habían cultivado esas tierras desde generaciones.

En esa época, según datos de los propios británicos, el porcentaje de población judía en Palestina estaba en torno al 7 %. En su mayoría eran judíos de lengua y cultura árabe que formaban parte del tejido social de la región. Pero la política de la gran potencia no iba a detenerse en detalles como el anacronismo de pretender crear un estado judío en un territorio donde más del 90 % de la población no era de religión judía. El racismo inherente a la visión colonial impide ver la realidad del otro, lo cosifica hasta el punto de que su existencia “solo existe” en tanto que aliado u obstáculo de los intereses de la metrópoli. Los derechos de la población palestina iban a ser sacrificados sin el menor escrúpulo, tal como Lord Balfour explicaba en un memorando enviado a su gobierno : En Palestina ni siquiera nos proponemos pasar por la formalidad de consultar los deseos de los habitantes del país. Las cuatro grandes potencias están comprometidas con el sionismo…”

El expolio de Palestina acababa de empezar

Las tropas británicas al mando del general Allenby entraron en Jerusalén en diciembre de 1917 y de hecho fueron desde ese momento los “administradores “ del territorio, aunque su dominio no se hizo oficial hasta 1922 cuando la Sociedad de Naciones estableció el Mandato de Gran Bretaña sobre Palestina “hasta que su población pueda acceder a la independencia”. Pero el Gobierno de Londres había conseguido incluir la Declaración Balfour en los términos del Mandato y Palestina se convirtió en “El problema palestino” sin que sus habitantes tuvieran conocimiento de que sus vidas habían adquirido carácter problemático y que su historia, su destino colectivo, su mera existencia, se había convertido en un obstáculo para los planes de otros.

Al amparo de la Administración británica la colonización sionista se intensificó y adquirió carácter sistemático, al tiempo que crecía el rechazo de la población local. Con todo, los dirigentes palestinos, muchos de los cuales se habían formado en Londres y otras capitales europeas, no terminaban de creer que “los ingleses” fuesen a cometer tamaño atropello legal y confiaban ingenuamente en que podrían convencer al gobierno de Londres de la justicia de sus argumentos y del peligro que su alianza con el sionismo representaba para la estabilidad de la región. En carta enviada en 1921 al entonces Secretario para Asuntos Coloniales, Sir Winston Churchill, el comité árabe describía así la situación: El grave y creciente malestar entre la población palestina proviene de su convicción absoluta de que la actual política del gobierno británico se propone expulsarlos de su país con el fin de convertirlo en un Estado nacional para los inmigrantes judíos… La Declaración Balfour fue hecha sin consultarnos y no podemos aceptar que ella decida nuestro destino…”

En esa mismo año de 1921 y según el censo realizado por la Administración Británica, la población de Palestinaera de 762.000 habitantes, de los cuales el 76,9 % musulmanes,  el 11.6% cristianos, el 10,6 judíos  y el 0.9%  de otras confesiones. En cuando a la propiedad de la tierra, el 2,4% estaba en manos del movimiento sionista. El resto de la superficie del país era propiedad, comunal o privada, árabe. Trasformar radicalmente esos datos, sería el objetivo prioritario del movimiento sionista durante las décadas siguientes. Aunque para entonces ya era evidente que solo podrían alcanzar ese objetivo por la fuerza.

En la década de los 30, el clima entre la población palestina era de rebelión total. En mayo de 1936, el Alto Comité Árabe lanzó un llamamiento a la desobediencia civil y convocó huelga general en todo el territorio. Fue la gran revuelta palestina, la primera Intifada. La huelga que paralizó toda la actividad económica y comercial del país, duró seis meses; la revuelta, como la guerra civil española, duró tres años. La represión de los británicos fue muy dura: más de 2000 muertos, 2.500 detenidos, 54 condenados a muerte, 2000 casas destruidas…Pero en el acuerdo que puso fin a la rebelión, el gobierno británico, atendiendo algunas de las reclamaciones árabes, se comprometió a frenar la inmigración judía de modo que no alterase gravemente la demografía del país y a conceder la independencia a Palestina en un plazo de 10 años. Para el movimiento sionista, este giro de la política británica suponía el fin de su proyecto de Estado Judío. Aún estaban muy lejos de convertirse en mayoría y más lejos aún de conseguir la propiedad de la tierra. Si no era por medio de la fuerza. El director del Fondo Nacional Judío, Josef Weitz, lo expresó claramente: “Tenemos que desplazar a los árabes, a todos los árabes. Quizás con la sola excepción de Belén, Nazaret y la ciudad vieja de Jerusalén, no debemos dejar ni un solo poblado, ni una sola tribu.”

Gran Bretaña había dejado de ser la aliada y protectora del sionismo para convertirse en el obstáculo que impedía alcanzar su sueño y los grupos armados del movimiento desataron una campaña de terror contra los británicos. En julio de 1946 uno de estos grupos, el Irgun, llevó a cabo la voladura del Hotel King David, sede de la Administración Británica, 91 funcionarios murieron en el atentado. Seis meses después Gran Bretaña renunció al Mandato sobre Palestina y delegó sus responsabilidades en las recién creadas Naciones Unidas.

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En medio de un clima de violencia generalizada, el 29 de noviembre de 1947 la Asamblea General de la ONU adoptó la resolución de partición de Palestina en dos estados, uno árabe y otro judío. Gran Bretaña se abstuvo en la votación. El plan otorgaba el 57% del territorio al futuro estado judío y un 43% al estado árabe. El movimiento sionista lo acogió con júbilo, los palestinos con desolación.

Según las actas de Naciones Unidas, la población de Palestina en ese momento era de 1.972.000 habitantes de los cuales algo menos de una tercera parte, eran judíos. El 47´7% de las tierras eran propiedad árabe, un 6´6 % propiedad judía, el 46% restante eran tierras comunales y públicas. En el territorio adjudicado al Estado Judío había 272 pueblos árabes, 183 pueblos judíos y una población casi equivalente de 509.780 palestinos y 499.000 judíos. Por mucho que la resolución de la ONU adjudicase al movimiento sionista más de la mitad del territorio de Palestina, era evidente que, sin la propiedad de la tierra y la mayoría demográfica, el estado judío no sería posible.

La limpieza étnica comenzó apenas una semana después, en diciembre de 1947, y se prolongó a lo largo de todo 1948. En esos meses previos y posteriores a la proclamación, el 15 de mayo de 1948, del estado de Israel, más de cuatrocientas localidades palestinas fueron destruidas y cerca de un millón de personas fueron expulsadas de sus hogares. Todas sus posesiones, desde la modesta vivienda de un labriego hasta las grandes mansiones de la aristocracia palestina, naranjales, tierras de cultivo, fábricas, colecciones de arte, bibliotecas –más de 70.000 libros– quedaron en manos del recién creado estado de Israel. En la memoria palestina 1948 es el año de la Nakba, el año del desastre. Ese desastre que comenzó a gestarse en despachos de Londres hace ahora un siglo aún no ha concluido. En palabras del intelectual palestino, Bichara Jader, la Nakba del 48 se ha convertido en Nakba permanente. ________________Teresa Aranguren  es periodista especializada en Oriente Próximo

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