Plaza Pública

'Long live' Johnny

Miguel Ríos

Un funeral de Estado en el país de la grandeur no puede ser otra cosa que la madre de todos los funerales. Solo a la altura del de los faraones en el antiguo Egipto o de las super producciones de Cecil B. DeMille. En este caso, me refiero a la impresionante retransmisión televisiva del sepelio popular de Johnny Hallyday, el proto rocker francés que abrazó la fe del rock and roll, lo tradujo e impulsó en la patria de la lengua de Victor Hugo y en su espacio de influencia.

En la neoclásica Iglesia de la Magdalena, repleta de personalidades, presidentes y expresidentes de la nación y personalidades de todos los órdenes en la vida de la República, estrellas de la cultura, la música y el cine, lamentan la pérdida del Elvis francés, cuyo ataúd reposa a los pies de la talla de Marochetti de La Madeleine. En el exterior, en la fría mañana parisina, una muchedumbre llena la gran explanada frente al templo y sigue la suntuosa ceremonia por pantallas gigantes. El ambiente de recogimiento y dolor se manifiesta en cada rostro enfocado por las cámaras. Hay gente que llora y escucha las palabras de amor y reconocimiento que se leen al pie de la escalinata que sube al altar, ante el blanco féretro del padre del rock galo. Todo es recogimiento, silencio, dolor y buena educación.

Mientras observo la multitudinaria despedida de mi correligionario en el rock, pienso en las canciones que versioné de sus primeros discos, sobre todo en Detén la noche. Un tema que le compuso un armenio llamado Charles Aznavour, y que yo intenté clavar desde mi evidente bisoñez. También recuerdo la anécdota de la responsabilidad tangencial que su nombre tuvo para que yo me llamara Mike Ríos. La cara que se me quedó el día en que vi mi nombre en inglés en la portada de mi primer disco, y la del director artístico de Discos Philips cuando me espetó: "¿Pero tú te crees que Johnny Hallyday se llama así? No. Se llama Jean-Philippe Smet. A ti, Miguelito, al menos te queda el apellido". Desde entonces hemos llevado una vida creativa paralela, salvando enormes distancias. Quiero decir que, como casi todos los aspirantes a rockero, bailamos Twist, Madison, Mashed potato, Bugaloo y las mil y una danzas que la industria del disco lanzó, mientras creyó que el rock and roll era solo una moda pasajera.

Yo admiraba a Johnny Hallyday y siempre lo consideré un grande. Aunque, para mi gusto, no era el mejor cantante sí era uno de los tipos con mejor presencia escénica del rock internacional. O como él mismo cantaba, tenía Rock’n’roll Attitude. Había tocado con los mejores músicos del planeta rock, grabó en los mejores estudios del mundo, y se codeó con las grandes estrellas del género. Si os dais una vuelta por su inmensa discografía veréis al camaleón rubio versionando la mejor música escrita en el siglo pasado. Y cual Mick Jagger prodigioso, mejorando en la vejez.

La única vez que lo vi actuar fue en el verano del 63 en Alicante. En El Gallo Rojo, una famosa y enorme sala de fiestas al aire libre, en la playa de San Juan, donde me había salido un curro alimenticio poco rockero durante quince días. El Gallo ofrecía cada noche un espectáculo de variedades donde yo actuaba como El Rey del Twist, y alucinaba con las largas y bellas piernas de las bailarinas. El día que actuó el astro francés el local se convirtió en un anfiteatro de 6.000 localidades, donde demostró que, verdaderamente, era un performer excepcional. Durante dos horas recibí una clase magistral de lo que algún día tendría que hacer en un escenario. Aturdido por la perfección del sonido, el juego de unas luces nunca vistas, y envidiando el delirio beatles que despertaba Johnny en las veraneantes francesas que se lo comían, y en las más modositas fans locales, yo no salía de mi asombro de cómo sudaba el tío bajo el resplandor de los focos. Alguien de la orquesta del local que estaba conmigo me dijo: "dicen que se toma dos aspirinas antes de salir a cantar y así rompe más fácil".

Aquel tipo de 1’85 era la estampa del rocker. Rubio de ojos azules, nacido en el París ocupado por los alemanes, fue abandonado por su padre colaboracionista y borrachín. Lo mandaron en acogida con una tía bailarina que vivía en Londres. Crece en el movedizo mundo del espectáculo y construye una de las biografías más arrastradas y rockeras de la que, sin duda, saldrían unos cuantos biopics. Triunfa sin paliativos y vende millones de discos siendo un adolescente. Se casa con la más bella del baile y se monta en el agitado tobogán de la década. Para mí tiene el enorme mérito de hacer asimilable la lengua de Albert Camus al rock and roll. Cuando terminó el show, me sentía tan acojonado que ni intenté saludarlo.

En el tránsito de las décadas que partieron el siglo XX, el rock and roll se va estableciendo como la música de la juventud en más de medio planeta. Elvis Presley, su icónico tupé, su pelvis pecaminosa, convertido en el Rey del Rock, era el tipo a imitar. Un fenómeno hormonal, con guitarra en ristre, que se convirtió en la imagen de un cambio de costumbres que transformó el papel de la juventud, históricamente secundario, en objeto de deseo. Al margen de que fuera el blanco que mejor fagocitó el invento de los chicos negros que cambiaron el godspel de las iglesias por el rhythm and blues de los tugurios suburbiales, Elvis fue la mejor garganta de su generación.

La explosión mundial del rock and roll, muy contestado por la carcundia y las asociaciones para la defensa de la moral, provoca la primera globalización cultural y tiene que ver con la situación política de Estados Unidos y su necesidad de combatir en todos los frentes al comunismo expansivo que provocó la Guerra Fría. Por afinidad cultural, Inglaterra fue el primer eslabón hasta que llegaron The Beatles y produjeron el primer cambio de paradigma. Pero esa es otra historia. En los países receptores del Plan Marshall, los trasuntos de elvispresley surgieron como setas. En Inglaterra Cliff Richard (1940) daba el perfil más blandito del héroe de Tupelo. En Italia il capo di tutti fue Adriano Celentano (1938), que unió a la ductilidad de los músicos italianos su inmensa magia de fagocitar lo aprendido para devolverlo como original. De todos ellos fue el francés Johnny Hallyday (1943-2017) el que más se acercó a la perfección del molde. En castellano, el mexicano Enrique Guzmán (1943), el líder de Los Teen Tops, fue el adelantado que nos tradujo los mensajes de la Metrópoli.

Los cuatro fueron grandes en España y hubo años en que se podían escuchar sus canciones frecuentemente en la radio. No eran tiempos de radio fórmula, todo está empezando y la industria discográfica tenía necesidad de programar músicas de otros países. La crítica musical era prescriptiva y se hacía eco de lo que pasaba en otros lugares del mundo.

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Pero nosotros, los españoles, que no entramos en el célebre Plan Marshall, a lo más que llegamos fue a la caridad de la leche en polvo y el queso americano, que repartía Auxilio Social. Y, como tampoco éramos afines por demócratas pero nos convertimos en el bastión de la cristiandad contra el comunismo, el rock and roll entró con censura, retraso y con sordina. Tuvimos nuestra Primavera de Praga rockera en el año 1963, en las míticas Matinales de Música Moderna del Circo Price, pero como toda primavera duró un suspiro. Después el desierto. No voy a llorar por el rock and roll español, porque a otros, en ese tiempo, les fue peor. Pero sí quiero recordar a muchos émulos de Elvis, de Cliff, de Adriano, de Johnny y de Enrique, que vivimos al arbitrio de un poder que te decía qué podías cantar o qué no. Aprendiendo de discos importados por gente como Ángel Álvarez y de revistas como Salut les copains o New Musical Express, que le llegaba a algún amigo con posibles.

Vuelvo a Johnny Hallyday y su emocionante entierro que engrandece una vida. No es que los franceses entierren bien, es que conservan sus activos emocionales hasta su último suspiro. Long live Johnny. _______________

*Miguel Ríoses cantante y compositor.Miguel Ríos

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