Plaza Pública

La penalización de la democracia

Montserrat Muñoz | Gaspar Llamazares

Decía el clásico estratega C.V. Clausewitch que la guerra no es otra cosa que la continuación de la política por otros medios. ¿Qué fue primero? A nuestro juicio, la política ha significado un avance en la evolución humana, donde la palabra sustituye a las armas en la solución de los conflictos. Entendida la política como espacio de discusión, deliberación y acuerdo.

Porque el deber de la política es afrontar los problemas, establecer alternativas y acordar las normas del juego que no son otras que las del marco legal existente o futuro. De esta forma, la política ha permitido resolver problemas sociales muy complejos.

Hoy, sin embargo, parece que la justicia y su deriva penal han tomado el relevo al vacío y a la inacción deliberada, en un momento de crisis profunda de la política económica neoliberal y de muchos principios democráticos que parecían inalterables hasta hace poco tiempo.

Al margen de nuestra experiencia cercana con el terrorismo de ETA y ahora con el independentismo catalán, la deriva penal y justiciera surge, en España y en el contexto internacional, como involución autoritaria frente a la crisis del estado social y del consenso político. Así, hoy en el conflicto catalán se pretende suplir el vacío político dejado por el Gobierno de Rajoy y por su contraparte independentista, de Puigdemont, con la acción judicial. Ambos (PP y PDeCAT) comparten sus orígenes conservadores y, con sus apelaciones al independentismo unilateral y el nacionalismo reactivo, el recurso al reclamo populista ante la crisis de malestar y desconfianza que vivimos.

Destaca en estos momentos de la crisis catalana la lógica de la justicia, que tiende a seguir la línea recta e inexorable de la ley impermeable al principio de oportunidad, cuando la política está abierta al matiz, a la consideración del contexto y a la búsqueda del pacto para la solución de conflictos. El poder político es representativo, pluralista y sujeto a control; el judicial es meritocrático, debe ser independiente de otros poderes y tiende a ser conservador. Sin embargo, es clamorosa hoy en el problema catalán la ausencia de la política y la preeminencia de la lógica constitucional primero y ahora la judicial y penal.

El PP ha demostrado su absoluta incapacidad para encarar desde la política una crisis del modelo territorial del Estado y optó por trasladar a los jueces (primero al Tribunal Constitucional y después al Tribunal Supremo y a la Audiencia nacional) un problema que, a nuestro juicio, no tiene solución en el ámbito penal. No es solo que se haya puesto en conocimiento de los Tribunales la supuesta comisión de delitos, es que el Gobierno del PP ha permanecido paralizado y expectante a lo que ocurre en los tribunales sin tomar ninguna iniciativa para abrir un nuevo espacio y tiempo en el debate territorial del Estado. Ha reducido el tema catalán a un problema delincuencial, obviando el problema social en Cataluña y la demanda de una parte de la población (no mayoritaria) de revisar el modelo territorial.

Por otro lado, el espacio independentista ha actuado exactamente igual. Antes de abordar una salida a la situación actual de aplicación del artículo 155 y, por tanto, tener limitada su capacidad de autogobierno, eligiendo a un presidente y un gobierno que encabece esta nueva etapa, sigue enmarañado en una serie de decisiones determinadas por la respuesta judicial y no por el debate político.

Parece que este escenario en el que la Justicia ha asumido el papel de directora de “el conflicto” les resulta cómodo a ambas partes. Unos para dejar en manos de la legalidad y su aplicación judicial la situación; otros utilizando la situación judicial como un elemento de presión-reacción que finalmente paraliza a todos.

Aunque no es la primera vez que esto ocurre en la crisis territorial. El precedente más cercano es la sustitución del desacuerdo político en torno al Estatut por el recurso del PP al TC y la posterior sentencia interpretativa que revisó y alteró el acuerdo político, pactado entre los parlamentos catalán y español y ratificado en referéndum por una mayoría de los catalanes. Entonces el TC se convirtió, en manos del PP y de sectores jacobinos del PSOE, en una suerte de tercera cámara que enmendó la plana con argumentos de dogmática constitucional, las razones políticas pactadas y refrendadas por los catalanes.

Pero por mucho que el objetivo sea noble o deseable, la Justicia no debería usarse como una especie de “arma de combate”, a riesgo de reducir las imprescindibles garantías de la ciudadanía, incluidas las de aquellos que piensan como o simpatizan con los autores del delito. El fin, por muy noble que sea, no justifica todos los medios.

Nos preocupa extraordinariamente que esta situación de preeminencia judicial ante el conflicto catalán pone en evidencia algo que pasa desapercibido en la mayor parte de los análisis: la dialéctica entre estos poderes del Estado, particularmente el de la judicatura y el gobierno, en defensa del Estado en momentos críticos, y mucho más sus consecuencias para la cultura política y la democracia española actual y en el futuro.

Quienes hemos mostrado nuestro desacuerdo con la deriva independentista, con sus decisiones, con su huida hacia delante, hoy vemos con asombro y preocupación la sobreactuación del juez Llarena con la construcción de un nuevo tipo delictivo como la preparación de la rebelión y su consiguiente extensión a las movilizaciones de los Comités de Defensa de la República. Ante esta situación no podemos evitar –es verdad que salvando las distancias– una sensación de dejá vu.

No se trata en absoluto de cuestionar el papel de la Justicia cuando los conflictos traspasan el límite de la violencia o de la legalidad. Al contrario, defendemos su papel fundamental, basado en la ley, la proporcionalidad y las garantías, pero nos preocupan la sobreactuación y la razón de Estado impuestas o antepuestas a la razón democrática.

Es lamentable que la situación actual de Cataluña, su presente y su futuro se haya convertido en una crónica de Tribunales, en la que están completamente ausentes la política y los representantes de los ciudadanos votados en las urnas.

La conclusión podría ser la lógica defensa de un Estado democrático fuerte donde la razón de Estado garantiza la coordinación y la sinergia de sus poderes en momentos de riesgo sistémico. Sería un peligro a conjurar, sin embargo, si esto se prolongase en el tiempo, en términos del vacío del derecho, o se extendiese afectando, con su mirada securitaria, otros ámbitos de los derechos y las libertades democráticas como los de huelga, movilización o a la libertad de expresión.

Podemos hacer otra lectura aún más preocupante: la de unas democracias desequilibradas donde la Justicia suple las flaquezas de la ausencia de la política y debilidad de sus gobiernos. Algo que podríamos caracterizar como la deriva autoritaria y penal de las democracias ante la crisis neoliberal. En estas democracias, cada vez menos compasivas, las redes de derechos sociales y participación política se están viendo desmanteladas y sustituidas por el sucedáneo de la seguridad frente a todo tipo de desorden, sea este público, social, político o territorial.

Se dice, como tópico, que el Código Penal es el reflejo en negativo de la Constitución. Negativo porque sustituye derechos por faltas, delitos y sus respectivas penas.

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Nosotros defendemos un modelo democrático en el que el poder judicial aplica las leyes existentes de las que se dota un país a través de la política expresada por su poder legislativo, con un poder ejecutivo capaz de afrontar los problemas, ofrecer alternativas, dar respuesta a la sociedad. Es decir, GOBERNAR.

La cultura democrática española no debería ser, ni siquiera en los momentos de crisis, y mucho menos de forma estructural, la de la justicia penal como única ni principal solución a los conflictos sociales o políticos. Sería, por contra, la forma de enquistarlos. El nudo gordiano tampoco se suelta cortándolo al estilo del clásico, sino viendo las formas de aflojar las tensiones y resolver los conflictos. En definitiva, con la política, más lenta y tortuosa, pero menos cruenta y, sobre todo, reversible. ______________

Montserrat Muñoz y Gaspar Llamazares son promotores de Actúa y coportavoces de IzAb.

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