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La formación médica en España

Gaspar Llamazares | Miguel Souto

Nuestro sistema público de salud, con su acceso universal, debería constituir un baluarte desde el punto de vista de la igualdad. En el plano de las percepciones, las valoraciones de los grupos sociales en relación con el mismo varían según sea su posición en la escala social. Los más identificados con el mismo, empleados y contribuyentes puros, le dan una buena nota. Los ricos, con querencias hacia la medicina privada (¿por su calidad hotelera?), recurren a él cuando tienen un problema importante. Los pobres no pueden ocultar su desconfianza hacia la capacidad de las élites dirigentes para controlar el escenario de incertidumbre que de cuando en cuando emite la deriva neoliberal, y temen quedarse fuera.

En todo caso, en relación con nuestro sistema de salud, la crítica suele ser equilibrada y comedida, posiblemente para no incurrir en aquello que dictaminó el diplomático francés Maurice de Talleyrand: “Todo lo que es exagerado es insignificante”. Dicho esto, también es cierto que hay un aspecto negativo siempre latente: la sensación de inaccesibilidad, particularmente a la asistencia especializada, fundamentalmente para los sectores sociales más desfavorecidos. Naturalmente, hay otras facetas en las que el sistema es manifiestamente mejorable: gasto farmacéutico elevado, salud pública, salud mental y laboral y cuidados socio-sanitarios a crónicos, Ley de Dependencia (cuya red de ayudas discurre por terreno resbaladizo); además de los efectos de los recortes en asistencia primaria, en listas de espera, en inversiones y en personal.

Uno de los aspectos que más controversia ha generado siempre entre los distintos actores, médicos, profesores y directivos, ha sido la formación médica. Su planificación es, sin lugar a dudas, un asunto de Estado, sobre todo a partir de la puesta en marcha de nuestro sistema sanitario público, en la segunda mitad del siglo XX. La formación de los profesionales de la salud procede de una situación compleja, engendrada con una anomalía de origen: la formación universitaria de los futuros médicos es responsabilidad del Ministerio de Educación, mientras que la formación de los futuros médicos especialistas en los hospitales es responsabilidad del Ministerio de Sanidad. Está claro que son dos entidades con sus propios intereses en juego. Aunque la coordinación se produce a través de las denominadas Comisiones Mixtas (universidad–servicios de salud) de las comunidades autónomas, dicha coordinación es, en muchos casos, una subordinación de las universidades a las consejerías sanitarias y, en otros, simplemente, no existe. El problema es que ni la biresponsabilidad ni la coordinación subordinada son extravagancias del sistema. Al contrario, son la característica esencial de nuestro modelo de formación de médicos. Presentarlas como si fueran una especie de peculiaridad celtibérica sin importancia y como algo que no afecta al resultado final es una deformación interesada de la realidad.

Sin embargo, el futuro de nuestra sanidad pública depende en gran medida de que seamos capaces de asegurar una buena formación, que se inicia en la universidad y se continúa en los hospitales y en el conjunto del sistema sanitario, primero en la especialización MIR y luego en una educación permanente. La disminución drástica del profesorado en las facultades de Medicina con el abuso de la figura del profesor asociado y, lo que es peor, del colaborador docente (que no cobra), no nos invita a ser optimistas. La intención de las consejerías sanitarias de las comunidades autónomas, no declarada pero implícita, de impulsar un profesorado con contratos precarios, con más vistas a controlar el encargo docente y dominar en el tablero que con la intención de ofrecer una docencia de calidad, nunca ha contado con la aprobación de los agentes sociales. Temen que si las intenciones de precarización se prolongan, la distancia con las universidades más importantes de nuestro entorno europeo se volverá inalcanzable.

Los buenos resultados de nuestro sistema de salud no hubieran sido posibles sin la formación que las universidades dieron tradicionalmente a los estudiantes de Medicina, pero las facultades, carentes de una financiación adecuada y sin profesorado, se ven estranguladas por los servicios de salud de las comunidades autónomas, que adquieren cada vez mayor protagonismo en la formación pre y postgraduada. En la formación de residentes, los tutores clínicos, que deberían ser una pieza fundamental en el proceso, desempeñan sus funciones de una manera voluntariosa, sin reconocimientos de ningún tipo, sin reducción de su actividad asistencial (tampoco cobran).

De mal café

De gran importancia es, también, la formación médica continuada. En un tiempo ha estado vinculada a los intereses de las multinacionales, pero debe ser regulada de otra manera. La ampliación del propio saber, la mejora y la estimulación continua en la profesión, o en el oficio, debería ser una inversión prioritaria. La cuestión adquiere hoy una dimensión de mayor calado porque están en juego consideraciones de otro calibre, ya que difícilmente se podrá evitar el desempleo masivo que viene con la robotización sin disponer de unos programas robustos en formación continua. En un tiempo de difícil acceso al mercado de trabajo, hay que introducir los cambios tecnológicos, con sus preocupantes interrogantes para el empleo, en la agenda de los sindicatos y las asociaciones profesionales. Ahí hay margen de mejora para la actividad sindical. La crisis del estado social pone en peligro la formación y el ascensor intergeneracional. Con el descenso de inversión pública en educación y sanidad se puede decir que las posibilidades de acceso a una buena formación y a unos buenos niveles de salud son menores. Paralelamente, se ha impuesto un modelo de creación de universidades privadas (26, la mayoría de reciente creación) que es, en su conjunto y en la práctica, la quiebra de la igualdad de oportunidades. Por eso es más importante que nunca fortalecer el Estado del bienestar. Y con él, los niveles de formación continua. Sin ella, muchos profesionales se van a quedar excluidos de las opciones de mejorar en sus empleos.

Unos últimos párrafos para referirnos a la digitalización, que es ya omnipresente. Uno de los ámbitos más colonizados por la técnica es la actual (tecno)medicina. Esto nos trae un nuevo debate, de gran importancia en la formación de los estudiantes y los residentes, y en el empleo: la medicina de máquinas frente a la medicina de palabras. ¿Estamos entrando en un mundo tecnológico y menos humano? Formamos médicos con orientación biológico-clínica en las facultades y por especialidades en el período de residencia. ¿En qué lugar quedan los conocimientos necesarios para la atención comunitaria, integral y socio-sanitaria, dentro de un sistema público? Los profesionales tendrán que seguir formándose y los programas de formación médica tendrán que adaptarse a la nuevas realidades de los determinantes sociales, y habrá que buscar puntos de equilibrio.

Por último, en cuanto a las consecuencias prácticas de las últimas aplicaciones estrella de la inteligencia artificial, dependen de las expectativas. Muchas de las novedades que se publican, incluso en revistas prestigiosas, no han completado ni siquiera los procesos más básicos de validación, por lo que la eficacia de muchos de estos métodos es dudosa. El diagnóstico por ordenador y el robot cirujano, totalmente automáticos y autónomos, todavía son ciencia ficción. Podemos estar tranquilos. ______________Gaspar Llamazares Trigo es promotor de Actúa y Miguel Souto Bayarri es profesor de la Universidad de Santiago de Compostela.

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