Plaza Pública

Uri Avnery y el legado del padre del pacifismo israelí

Lola Bañón Castellón

Pidió que el lugar de cremación no fuese hecho público para evitar sabotajes. Bien lo supo él, que sobrevivió a atentados cometidos por quienes le consideraban un traidor. Alrededor de su féretro le velaron israelíes y  palestinos. Uri Avnery dejó todas las instrucciones para su partida antes de fallecer a los 94 años dejando el legado de un debate existencial para su pueblo.

Su último artículo, escrito este mismo mes de agosto es un epílogo testamento de quien era muy posiblemente la última gran figura de la historia reciente de Oriente Medio. Apenas quedan personalidades poderosas, aquellas que redactaron los épicos y dolorosos episodios de las últimas guerras. Su muerte deja huérfanas las agendas de los periodistas que estudiamos y amamos la zona.

Nunca le vi vestido de otro color que no fuera negro. Uri Avnery fue sin embargo un optimista; para muchos, el padre del campo de la paz israelí; un espacio contraído hasta el infinito y ahora mucho más magro tras su desaparición. Su visión del pacifismo tuvo divergencias con la de muchos palestinos, pero la diferencia de perspectiva ha sido aún mucho más kilométrica con la de otros israelíes.

Fue considerado en los años cincuenta como el enemigo público número uno por el gobierno israelí y osó escribir un libro que levantó ampollas por su escandaloso título: el terrorismo, la enfermedad infantil de la revolución hebrea. Golda Meir, la primera ministra israelí no le soportaba. Nació en Alemania y emigró a Israel. Pasó penurias económicas y fue miembro del Irgún. Supo lo que era la vida en las armas pero después de la muerte de su hermano las abandonó y se dedicó al periodismo y a la política.

Tuvo coraje. Avnery expresó siempre de manera muy clara lo que fue: era sionista y desde su perspectiva, esto era tener presente sobre todo los límites y condicionamientos del proyecto de Israel. Defender la idea de los dos estados para él era fundamental. Pensaba que el gran desastre de Israel fue la prolongación infinita de la ocupación total que siguió a la guerra del 67.

En este punto, Avnery se distancia de aquellos otros que consideran que no habrá jamás reconciliación si no se reconoce que el año 1948 cuando se creó el estado de Israel  se produjo lo que hoy se tipifica como una limpieza étnica. Fue valiente, sin duda ninguna. El 3 de julio de 1982, en plena batalla de Beirut cruzó las líneas convirtiéndose en el primer israelí que mantenía un encuentro de forma visible con Yaser Arafat. Le llamaron vendido. Con el tiempo, los dos recibieron este insulto por parte de algunos de los suyos.

Fue parlamentario en la Knesset. Avnery es uno de los ejemplos históricos de cómo el periodismo y la política se maridan; en unos casos por intereses tórridos y crematísticos, en otros por un deseo sincero y limpio de mejorar las cosas. Avnery fue de este segundo grupo, compuesto por esos periodistas que muestran sin rodeos las siglas de sus compromisos y que dicen claramente en qué posiciones militan asumiendo los evidentes riesgos.

Pensaba que el periodista era un ser político, un personaje social con un ideal en su cabeza. Y ponía su oficio al servicio de esa perspectiva. Su temperamento incómodo le llevo a cuestionar por ejemplo la disciplina de voto en el seno de los partidos sugiriendo que si eso iba a ser así siempre, mejor reducir la Knesset a un grupo de funcionarios que gestionasen intenciones y delegaciones de voto. Esto lo decía sobre todo cuando veía escaños vacíos en las sesiones.

Era muy trabajador. Tuvo iniciativa y fundó varias publicaciones, entre ellas la revista, Haolam Hazem,  en donde defendió ardientemente la idea de la separación entre estado y religión. La sede fue objeto de atentados y Avnery se salvó de varios intentos de asesinato.

Conocí a Uri Avnery y también a Rachel su mujer. Y ambos tuvieron la generosidad de acompañarme en una de las presentaciones de mi libro sobre los palestinos en el festival cultural de Elx. Sus conversaciones siempre fueron un aprendizaje.

Ella también vestía de negro y como él, procedía de una familia judía alemana. Fue una maestra que se convirtió en una maravillosa fotógrafa para poder acompañar al inquieto Uri periodista-político. Lo hizo después de la visita a Arafat en Beirut. Con Uri viajaron dos colaboradoras y ella sintió que para no volver a perderse experiencias similares iba a formarse con una cámara en la mano. Hizo los cursos de fotografía en secreto.

Siempre me parecieron una pareja de una complicidad discreta; de contención emocional exterior pero de gran confluencia ideológica. Rachel acompañó a Uri cuando un año después Rabin deportó a decenas de islamistas a la frontera del Líbano. Ambos junto a otros activistas acamparon durante 45 días y sus noches frente a las oficinas del primer ministro soportando intensas nevadas de aquel final de 1992. En aquellas tiendas de campaña se fundó el movimiento pacifista Gush Shalom. También, en aquella otra parte, la de los deportados, iría creciendo también buena parte de la estructura organizativa del islamismo palestino.

Rachel murió también en verano; en junio de 2011. Compartieron 58 años juntos. Arafat la apreciaba y siempre que ambos iban a la Muqata, en Ramallah, en los tiempos difíciles del encierro de la Segunda Intifada, el líder palestino la llevaba de la mano con afecto. A ella le caía muy bien Arafat pero Uri contaba que no podía con Sharon a quien ella retiró alguna vez el saludo.

Uri intentó sobrellevar su difícil viudedad con su sempiterna arma de resistencia, que era la escritura. En su último artículo, publicado este mismo mes de agosto, teje un epílogo premonitorio, un resumen de lo que fue su decálogo de lucha política, basado en la crítica a la expansión de los asentamientos; una inflamación territorial que él sabía que podría hacer imposible con el tiempo su ideal de los dos estados, poniendo así en peligro el propio futuro del estado de Israel. En este texto recuerda un diálogo con Sharon en el que decía que primero de todo era un israelí y después un judío; afirmaciones a las que el entonces primer ministro respondió en sentido opuesto: que él en cambio era primero judío y después israelí.

Estas son las palabras que sintetizan el debate que Avnery ha dejado nuevamente sobre la mesa en sus últimos días de vida. Su postrero artículo es una crítica acerada contra la Ley básica que subraya que Israel es la nación de pueblo judío. Para Avnery, en un Israel que aún hoy no tiene constitución ello significa la no inclusión de los árabes israelíes y de los drusos, ello supone en sus palabras, falta de democracia y de igualdad; un estado de los judíos y solo para los judíos.

En sus últimas líneas Avnery arremete contra esa ley y pide que el país afronte urgentemente el debate sobre quiénes son los israelíes y a dónde pertenecen. Invita a este trabajo intelectual con el último interrogante que plasmó textualmente en su escrito final: ¿nos damos cuenta de que conseguir la paz con los árabes y con los palestinos en especial es el principal cometido de esta generación?

Las cenizas de Uri, disueltas ya con las de Rachel, cerca del Mediterráneo donde no nacieron pero en el que vivieron juntos 58 años, cierran una vida pero no un legado: el sueño de una paz que a pesar de las evidencias no puede pensarse como imposible.

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Lola Bañón Castellón es periodista y profesora de Periodismo en la Facultad de Filología y Comunicación de la Universidad de Valencia.

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