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25 años después de Oslo: momento para la sinceridad sobre Israel y Palestina

Lola Bañón Castellón

Tal vez sea el momento de decir más claramente que nunca que no hay posibilidad ya para dos Estados. En los discursos oficiales sobre Israel y Palestina, la posición de la comunidad internacional vive instalada en la repetición de la solución binacional como un mantra. A pesar de que saben bien que hace mucho que no se avanza en esa dirección.

Hoy, pasados 25 años de aquella ilusión que supusieron los Acuerdos de Oslo y después de miles de muertos, no tiene sentido alimentar la impostura: los asentamientos se han comido buena parte de lo que debería haber sido el estado palestino; los 200.000 colonos israelíes se han convertido hoy en 800.000. No hay dónde construir una soberanía palestina. Tristemente, Oslo contribuyó a perpetuar la ocupación.

Hay algo inquietante siempre en los momentos en que se prepara una negociación de paz tras un conflicto:  el ejercicio del periodismo enseña a que casi siempre estamos ante una narrativa fantástica que realmente encubre una operación desigual en la que una parte prácticamente acaba en genuflexión y sonríe forzada en la sesión fotográfica. Ocurrió en Washington aquel 13 de septiembre de 1993. Pero en fin, es humano aspirar a la paz e incluso algunos hombres duros justo por haber vivido los horrores de la guerra entienden que siempre vale la pena parar el derramamiento de sangre: Rabin y Arafat podrán haber sido juzgados como personas controvertidas, pero en su escepticismo interno decidieron dar un paso aun en contra de su propia gente e intentar una oportunidad histórica.

Viajé a Palestina por primera vez poco después de la firma y como periodista vi rápidamente cómo el discurso buenista de los medios occidentales proclamando el fin del conflicto se diluía ante la realidad como el azúcar del té que me tomaba con la familia del taxista con el que trabajaba en Ramallah. La gente no festejaba nada y sí en cambio se respiraba el advenimiento del desastre. En la otra parte, en Tel Aviv, tampoco había entusiasmo. Mi editor de la época esperaba de mí noticias de la gloria y se encontró con la crónica de la muerte anunciada. En Europa, en cambio, pocos se enteraban; patéticamente parecía que el amor estaba en el aire.

Veinticinco años después hablo con Ahmed Soboh en una tarde lluviosa de un otoño que no quiere llegar. Es quien me presentó a Yasser Arafat , uno de sus hombres de máxima confianza, exministro y diplomático, hoy director de la Fundación Arafat en Ramallah. Conversamos con la perspectiva histórica del tiempo pasado desde que se firmaran aquellos acuerdos negociados en secreto en Oslo y firmados en Washington en olor de multitud. Los palestinos llegaron a aquel momento en una situación muy difícil: “Hay que juzgar el contexto –dice Soboh–; la URSS estaba desarticulada, una guerra del Golfo en la que nos acusaron de ir con Sadam cuando nunca hicimos la guerra con él… Las potencias nos hicieron culpables”.

En verdad la situación de la causa palestina era muy complicada en aquel tiempo. Las ayudas que recibía Palestina de los países árabes de la zona se recortaron drásticamente y muchas instituciones palestinas hubieron de cerrar por falta de financiación.

Oslo representó en principio el establecimiento de una autonomía limitada en las áreas de la Palestina ocupada tras la guerra del 67. El plan proponía un periodo de cinco años en el que la Autoridad Palestina iría reemplazando gradualmente a los israelíes en determinadas áreas. Pero en aquella mesa noruega no se tocaron los puntos clave de la cuestión, que eran los asentamientos, la situación de los refugiados palestinos ni Jerusalén. Se estipuló que estos asuntos se irían tratando paulatinamente. Soboh explica que “la idea principal era crear confianza mutua y encarar lo difícil más tarde, con buena voluntad y buena fe”.

Rabin y Arafat nunca se quisieron. Eran muy diferentes; el primero introvertido y el segundo carismático y sonriente eterno. Pero en ese momento histórico confluyeron en ellos circunstancias muy similares: ambos hombres de armas habían vivido las guerras y por ello asumían que la solución no podía ser militar. Los dos sabían que vivían no solo en medio de mucha historia sino rodeados de muchas versiones de esa historia y muy poco territorio. Y los dos aceptaron que tras la cortina de un premio Nobel, compartido con Peres, les cayera una catarata de desprestigio entre los suyos.

El asesinato de Rabin a manos de un judío, dos años después de la firma, causó una extraordinaria conmoción. Rabin, el hombre que había conseguido con la victoria del 67 la máxima expansión territorial de Israel con la anexión de los Altos del Golán, el Sinaí, Gaza, Cisjordania y el sector oriental de Jerusalén fue considerado por muchos como un traidor. Su asesino, que cumple aún hoy cadena perpetua, recibió cartas de amor.

Soboh cuenta que cuando informaron a Arafat de la muerte de Rabín supo que el tiempo de los acuerdos había acabado. Arafat pidió asistir al funeral pero Shimon Peres dijo que no y el rais palestino envió una delegación encabezada por quien es hoy presidente, Mahmud Abbas. Arafat acudió de noche a dar el pésame a Leah, la viuda. “Y ella –dice Soboh– escribió que Arafat le pareció más sincero que muchos de los israelíes que acudieron a velarle pero que no movieron un dedo cuando sufrió una dura campaña de acoso por los acuerdos.

El tiempo pasó y los dirigentes israelíes posteriores no se sintieron vinculados con los compromisos de Rabin y la expansión de los asentamientos y las continuas detenciones de palestinos fueron diluyendo esperanzas y expectativas. Una oleada de atentados contra ciudades israelíes, asesinatos llamados selectivos contra líderes por parte de Israel, un Estados Unidos claramente decantado y una intifada con miles de muertos fueron el epílogo del intento nórdico.

Ahora, Rabin, Arafat y Peres, por este orden, están muertos. 25 años después, Oslo es un cadáver reconocido, pero del que nadie quiere firmar el acta de defunción. También hace unos días ha desaparecido Uri Avnery, el padre del pacifismo israelí, y Donald Trump ha retirado la embajada palestina de Washington y ha cortado la ayuda a UNRWA, la Agencia de Naciones Unidas para los refugiados palestinos víctimas de una desposesión no solventada en décadas.

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No habrá festejos 25 años después por razones obvias. Pero solo se equivoca quien actúa y, aunque Oslo fue el fracaso de un intento, ha sido también un experimento que ha arrojado de forma bien clara el diagnóstico de lo que no hay que volver a hacer.

Sin justicia no habrá paz y sin reconocimiento del otro –y ese otro son los palestinos– no se podrá edificar ningún futuro para ninguno de los dos pueblos. En estos momentos tal vez sea una utopía estúpida; pero después de lo que ha hecho Estados Unidos, la Europa arterioesclerosada debería empezar a poner la mesa para imaginar una negociación. Alguien debe quitar de una vez el mantel del apartheid que se vive en Palestina e invitar a sentarse a aquellos que sí, y de verdad, están dispuestos a iniciar otro ciclo de esperanza. Todo menos aceptar que la política se quede helada para siempre en este triste aniversario nórdico. _____________Lola Bañón Castellón es periodista y profesora de Periodismo en la Facultad de Filología y Comunicación de la Universidad de Valencia.

Lola Bañón Castellón

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