Plaza Pública

Reformas estructurales y poder económico

Fernando Luengo

Cuando el Fondo Monetario Internacional, las instituciones de la Unión Europea (UE) y la mayor parte de los gobiernos y los medios de comunicación hablan de “reformas estructurales” se refieren, obstinada y obsesivamente, a las que tienen que ver con las relaciones laborales, como si esa fuera la piedra filosofal de las políticas de cambio estructural que España y Europa necesitan. Con contadas excepciones, las reformas de los mercados de trabajo están presentes de manera muy destacada en los documentos comunitarios que pretenden dar cuenta de los desafíos que enfrenta la UE y también en las propuestas de los think-tanks y los economistas conservadores que defienden la necesidad de un nuevo diseño institucional de la misma.

A primera vista, puede resultar paradójico que, con tono enérgico, se siga exigiendo su aplicación cuando lo cierto es que esas reformas ya se han llevado a cabo en sus aspectos más sustantivos. Con resultados discretos o incluso decepcionantes, si se repara en los objetivos que, al menos en teoría, se pretendían alcanzar.

Se esperaba de ellas más y mejor empleo, la dinamización de la actividad inversora y un fortalecimiento de la posición competitiva de las empresas. Sin embargo, hemos sido testigos de una sustancial destrucción de puestos de trabajo, de la generalización del empleo precario, de una actividad inversora que no remonta el vuelo y de unas ganancias competitivas que, en el mejor de los casos, se revelan endebles y de corto alcance.

Pero, desde otra perspectiva, en clave de economía política, las reformas laborales han sido un completo éxito. La agenda neoliberal ha cubierto ampliamente sus objetivos, los cuales el relato dominante hace todo lo posible por invisibilizar. Con el argumento –pretexto– de que las relaciones laborales contienen considerables dosis de rigidez y de que urge proceder a su flexibilización, se han puesto sobre la mesa un conjunto de medidas dirigidas a debilitar -romper, si fuera posible- la capacidad negociadora de los trabajadores, poner contra las cuerdas a las organizaciones sindicales y, como consecuencia de todo ello, bajar los salarios. Y esto es lo que ha sucedido.

Hay mucho en juego para las elites que, con esa estrategia, están consolidando un poder absoluto, sin diques de contención, un escenario en el que proseguir su política confiscatoria. Esta es la razón de fondo por la que mantienen, imperturbables, su hoja de ruta en materia laboral. (Y también de ajustes presupuestarios).

Se ha puesto, deliberadamente, todo el acento en las reformas laborales, en las que, como acabo de señalar, hay mucho en juego. Otras dimensiones del cambio estructural han quedado, sin embargo, omitidas, porque abordarlas supone limitar los privilegios de los poderosos. Se trata de reformas que, indudablemente, contribuirían a cambiar, para mejor, aspectos fundamentales del engranaje económico y social.

Pondré un ejemplo, en mi opinión muy relevante, referido al poder oligárquico de las grandes corporaciones; poder que ya era notable antes del estallido del crack financiero y que se ha incrementado sustancialmente durante los años de crisis. A ello han contribuido, entre otros factores, la privatización y mercantilización de empresas y servicios públicos, el trato de privilegio dispensado por el Banco Central Europeo a las grandes corporaciones industriales y financieras, los rescates concedidos a los grandes bancos con dinero público, la tolerancia con los paraísos fiscales, la regresividad tributaria y el aumento de las fusiones y adquisiciones.

El enorme poder económico y político que resulta de este acelerado proceso concentrador es utilizado en exclusivo beneficio de las grandes firmas. Para capturar recursos públicos, fijar las agendas de los gobiernos y las instituciones comunitarias, poner precios abusivos sobre los bienes y servicios que colocan en los mercados, eludir las normas que regulan la competencia y generar espacios opacos donde operan con beneficios extraordinarios. También utilizan ese poder para presionar a la baja sobre los salarios de los trabajadores, acordar retribuciones extravagantes e injustificadas para sus equipos directivos y generosos pagos en concepto de dividendos a los grandes accionistas.

Es evidente que esta estructura oligopólica –que no es una anomalía del capitalismo, sino un rasgo consustancial del mismo– tiene un efecto perturbador sobre la actividad económica; ha estado en el origen del crack financiero, ha contribuido de manera decisiva al aumento de la desigualdad, explica el sesgo de las políticas aplicadas en estos años y dificulta la superación de la crisis. De ahí, la importancia y la urgencia de adoptar medidas encaminadas a debilitar ese poder oligárquico.

Este y otros asuntos, que deberían formar parte de un ambicioso plan de reformas estructurales, han quedado fuera de la agenda política, configurada de acuerdo a los intereses de los poderosos. Tendrá que ser la presión ciudadana quien la abra y la impulse. _______Fernando Luengo es economista, miembro del círculo de Chamberí de Podemos.

Fernando Luengo 

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