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El palo del pobre

Marta Ávila

Son los años cincuenta. Es la hora de comer. Un mendigo se adentra en un pueblo y llama a la primera casa que encuentra. En aquella época, todas las casas de los pueblos estaban habitadas y sus puertas abiertas: “-¿Quién tiene el palo? –Aquella casa de allí”, le indica la mujer que ha abierto la puerta. Y el mendigo se dirige a la casa indicada.

El palo del pobre representaba físicamente una suerte de testigo que iba pasando de una casa a otra. Fue una costumbre jurídica que, en algunos pueblos españoles de la provincia de León, adoptaron las familias humildes durante el franquismo para atender por turnos las necesidades de los más desfavorecidos, que bregaban en la calle con sus calambres en el estómago de puro vacío.

Al recibir al mendigo, se le miraban “las miserias”, o piojos, de haberlos se le servía de cenar aparte; de no tenerlos se le invitaba a la mesa a cenar y compartir conversación con la familia anfitriona y, posteriormente, se le ofrecía posada para esa noche. A la mañana siguiente, la familia, que ya había cumplido con su imperativo moral, entregaba el palo a la siguiente casa.

En la misma línea, la costumbre jurídica el pan de los pobres suponía que el día señalado como el santo del patrón de cada pueblo, los pobres de otras aldeas hacían cola en el camino central del pueblo en fiesta, donde les esperaba un cuenco de sopa con garbanzos servido directamente de una gran cazuela preparada al efecto.

Muchos de ustedes recordarán aquel lema del franquismo “siente a un pobre a su mesa”, título previsto en origen para Placido, la película dirigida por Luis García Berlanga que logra ridiculizar la hipocresía que supura de la caridad, y que terminó asumiendo el nombre del protagonista masculino tras el chequeo de los censores. No hubo hambre menos efectista en España que la sufrida tras 1939 y durante la dictadura; de modo que en las fiestas de guardar, siempre religiosas –no olvidemos que la dictadura en España era nacionalcatólica–, era costumbre de “buenas familias” sentar en Nochebuena a un pobre a la mesa.

A estas alturas del siglo XXI, ustedes se hacen cargo de que la caridad tiene más que ver con la doble moral que con la justa distribución de la riqueza, se sustenta en el mantenimiento de las estructuras verticales de la sociedad y sirve como coartada para no destruir un sistema basado en la corrupción que genera la propia desigualdad. Así, la caridad es la asunción conformista –incomprensible en todo sistema que se llame democrático– de un parche limpiaconciencias que legitima la desigualdad social por la que las altas rentas regalan a las bajas las migajas que les sobran. Lo contrario de la caridad es la solidaridad, ésta es la coordenada ética y política que, por su valor horizontal, pretende el reparto de riqueza en la disolución de brechas sociales: un ciudadano con derechos es lo opuesto a un desesperado a la deriva que recibe caridad de forma discrecional. “Cuando doy comida a los pobres, me llaman santo. Cuando pregunto por qué son pobres, me llaman comunista”, sentenció Hélder Pessoa Câmara, el arzobispo brasileño cuatro veces candidato al Premio Nobel de la Paz.

Observando la clara involución de las actuales políticas, es inconcebible que exigir democracia en democracia sea un reclamo al que el grueso de la ciudadanía parece renunciar por desidia, esperando que le sirvan sus derechos en bandeja. Si la democracia es el gobierno del pueblo, ¿no es el pueblo el responsable de velar por la calidad democrática y exigirla cuando la costumbre del gobernante decae en intereses espurios, o cuando los comportamientos fascistas reaparecen en las sociedades como un catarro mal curado? ¿No distingue, precisamente, la autonomía a un ciudadano de un súbdito? Las preguntas que empiezan por ‘no’ siempre tienen trampa: ¿acaso existen garantías de democracia sin la responsabilidad de una vigilancia constante por parte de los individuos?

En la palabra 'populismo' se libra una batalla determinante, si no logramos devolverle su significado original en la línea de la filosofía política (que no es otro que el de expresar el latido de las necesidades del pueblo, exigirlas en democracia y, finalmente, solventarlas desde el gobierno), cuando despertemos cada mañana, nuestra realidad social estará un poco más desfigurada. Así es como funciona, lo advertía Nietzsche: robando el significado a las palabras, se desfigura el referente social.

Cuando las élites extractivas sustraen el bien común dedicando todos sus esfuerzos a su propio bienestar y se adueñan de la palabra 'populismo', lo hacen tras el experimento demoscópico y los globos sonda para determinar hasta dónde estarían dispuestas a soportar las ciudadanías y saber, así, en qué grado actualizar la hoja de ruta que perpetúe las oligarquías: el resultado de esta estrategia son los nuevos partidos de ultraderecha hablando claro a órdago batiente: – “¡O nosotros o el caos!”, –amenaza la élite por boca de su orador. – “¡El caos, el caos!”–grita una voz anónima del pueblo. – “Es igual. También somos nosotros”, –responde impune la élite. Nada nuevo desde que lo dibujó Ramón en 1975 para Hermano Lobo.

En estos tiempos líquidos, cada noticia es una mancha de humedad que se seca y se olvida sobre el trampantojo de ese paraíso perdido –el estado de bienestar social–. Cabe escribir sin esperanza, con convencimiento, que el cerco mancha sobre mancha terminará por erosionar y sedimentar este mátrix de democracia (sin demos). En los significados de las palabras está la clave. La Fundéu BBVA (Fundación de español urgente) contribuye estos días a la pretendida confusión dislocando el significado en la traducción del anglicismo ya eufemístico “alt-right” –término que hace referencia al joven movimiento de derecha alternativa que busca reformular la extrema derecha–, para lo cual nos recomienda en su página web el término nacionalpopulismo para su traducción al español: es un pase para gol que no entrará a puerta si los ciudadanos continuamos escribiendo y hablando de “extrema derecha”. Para desoír esta “recomendación” nos sobran los motivos puesto que “los últimos cuentos con final feliz los escribió Dickens y desde entonces, lo más cerca de volar que puede estar la gente humilde es una caída”, sentencia el protagonista de Los treinta apellidos, la última novela de Benjamín Prado que desde aquí les recomiendo. Muy de acuerdo con quien es uno de mis autores de cabecera, que en 2012 ya apuntaba esta idea: “Dickens sigue estando aquí […] sus personajes continúan entre nosotros”.

La precariedad en España ha venido para instalarse como modo de vida. La nomenclatura “partido de centro” ya no maquilla el interés "neocon" desde la tramoya por perpetuar oligarquías. Las derechas se reformulan en partidos ultra sin ningún pudor y la izquierda sigue sin hablar claro. Las últimas décadas de las democracias no son más que el triunfo del capitalismo gobernando desde el poder político. El pueblo ha perdido la capacidad de hablar en nombre de un 'nosotros social' porque, desde que se acuñó el término 'clase media' para conseguir que la conciencia de clase se difuminara confundiéndose con la cuantía de la nómina individual, ya no sabemos quiénes somos nosotros y dudo que remedios ad hoc como “el palo del pobre” fueran ya posibles en una sociedad tan individualizada y digitalizada como es la del siglo XXI, donde la caridad repunta desde las profundidades del Antiguo Régimen convertida en un golpe de clic.

De "el palo del pobre" hemos retrocedido al palo al pobre: “Somos susto de los banquetes, polilla de los bodegones, cáncer de las ollas y convidados por fuerza. Sustentámonos así del aire, y andamos contentos. Somos gente que comemos un puerro, y representamos un capón”, lamentaba Quevedo por boca de su Buscón don Pablos.

Presentar al pobre como culpable de su pobreza ha demostrado ser un filón para lograr que la escandalosa mayoría acate la falacia de que se beneficiará sólo si la élite suma beneficios y los dueños de los titulares se vanaglorian porque sube el IBEX. Es decir, si ser pobre es una responsabilidad, la mayoría ciudadana no querrá reconocerse en la pobreza y votará cada cuatro años sin reconocerse a sí misma, contra sus propios intereses, mientras lo único que suma en sus cuentas es crecimiento negativo (otro jocoso eufemismo para hablar de números rojos).

En esta línea, hay que leer el mensaje de Pablo Casado que, con su gesto de torero al alza desde las Nuevas Generaciones del PP, nos anima a ser patriotas y demostrarlo profiriendo a la mínima ocasión un entusiasta “¡viva el rey” –que viene a ser la actualización del “¡vivan las caenas!” decimonónico–, o poniendo una bandera en el balcón de nuestra casa que exprese lo poco que nos importa que esos falsos patriotas nos roben el patrimonio. Yo propondría una campaña que, en honor de la libertad de expresión y recogiendo el guante de la bandera de Casado, modulara las diversas sensibilidades en un “cuélgala como la sientas”. Pero visto que nuestra libertad de expresión no goza de muy buena salud y no quiero ser culpable de posibles futuras detenciones, quizá sería interesante (la idea me la dio mi amigo Javier Valenzuela) elaborar una campaña que, bajo el lema #elPalodelPobre, recaude donativos para contratar al mejor equipo de abogados del norte de Madrid para que, como hizo la Marea Blanca, lleve a los tribunales la inconstitucionalidad de las reformas laborales aprobadas por el PSOE en 2010 y el PP en 2012; porque éstas son el gran palo al pobre. ¿Cómo lo contaría Dickens?

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Marta Ávila es licenciada en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid y socia de infoLibre

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