La noche del 20 de noviembre de 1975 el presidente del gobierno, Carlos Arias Navarro, apareció en la televisión para anunciar la muerte del dictador:
"Españoles… Franco ha muerto". Recuerdo su cara lagrimosa en las pantallas de los televisores. Ha pasado mucho tiempo desde entonces. De casi todo ha pasado ya mucho tiempo, tal vez demasiado tiempo. Luego llegarían los años que, si no fueron los del plomo, poco les faltó.
La calma chicha de la transición fue desmentida por una realidad que se llenó de muertes a destajo. Los años de violencia policial y de la extrema derecha -con los atentados de ETA en su etapa más sangrienta- fueron el pan de cada día en un país que sólo quería mirar adelante, sin pensar que el pasado es una piedra más que necesaria para construir la arquitectura -si la queremos recia- del presente.
El error de entonces. O al menos uno de los errores principales de aquella incipiente democracia:
el dictador se había muerto en la cama después de cuarenta años de asesinar con saña a sus enemigos y -no lo olvidemos- de vaciar las conciencias, con todas las armas a su favor, de quienes sobrevivieron a sus crímenes. No de todos los supervivientes, claro que no, pero sí ese vaciado fue lo suficientemente eficaz para que hasta ahora mismo se asentara eso que Manuel Vázquez Montalbán -con su inmensa y hoy tan necesaria lucidez adivinatoria- llamó "franquismo sociológico". Me viene a la cabeza, para ilustrar sus palabras sabias, el chiste -seguro que injusto- al que acudo con frecuencia:
"toda España es de derechas. Lo que pasa es que media España lo sabe y la otra media no lo sabe".
En ese chiste radica buena parte de lo que nos ha pasado desde la muerte de Franco sin que nos diéramos cuenta -o sí, pero no nos importaba- de que el huevo de la serpiente -como contaba Ingmar Bergman en una de sus películas sobre el nazismo- seguía incubándose a la sombra de una democracia cada vez más frágil, más insuficiente, más conforme con
la desigualdad social, la precariedad laboral y la pobreza.
Los
nuevos fascismos se metían en los gobiernos de la Europa del brillante porvenir (vaya gracia, ¿no?) y aquí seguíamos considerándonos una isla feliz y autosatisfecha en medio de la devastación política y moral que provocaban con su incursión planetaria esos nuevos fascismos. Aquí teníamos bastante con pensar que
la extrema derecha se encerraba en el PP y que
Ciudadanos tenía poco más que decir fuera de sus soflamas españolistas frente al independentismo catalán. El huevo de la serpiente no existía y mucho menos quienes lo incubaran, con fuerza suficiente, desde la calentura fanática de sus patriotismos anacrónicos de himnos y banderas. Flojos eran los mimbres con que las derechas construían su discurso, pero
la España única y la "invasión" migratoria les eran suficientes para galopar por los andurriales de una democracia que poco a poco se abría sin pereza a ese discurso xenófobo y patriota hasta las cachas. Cierto es que no se trata, en general, de un embrión de serpiente ungido por
el falangismo pistolero de los viejos tiempos, aunque el líder de Vox, Santiago Abascal, presuma públicamente de que lleva su pistola Smith&Wesson al cinto, dice él que porque antes quería defenderse de ETA y ahora a sus hijos, no sé si de un peligro extraño que sólo puede aliviarse a tiro limpio. En las casas, mientras tanto, el huevo se incubaba en la depresión provocada por la precariedad, en la fiera complacencia con el cinismo de algunas televisiones y tertulianos apocalípticos, en la seguridad de que la salvación estaba fuera de las posibles salvaciones conocidas hasta ahora. El hundimiento moral -claro, también el económico- necesita quien lo salve. Y es ahí donde se cuelan sin contemplaciones
las estrategias del fascismo.
La noche de las elecciones andaluzas fue
una noche triste. Los análisis posteriores coincidían en los motivos principales de esa tristeza. La realidad es una construcción, como lo es la política que la afirma o la desmiente. Y aquí nunca se desmintió -y hablo no sólo de las derechas-
la realidad de un franquismo que seguía vivo en la sociedad, por más que el optimismo de la voluntad o el oportunismo político lo negara con la energía incansable del conejito
duracel en los anuncios de la televisión. Ahora hablamos de Vox como el protagonista principal del fascismo emergente. ¿Pero el embrión de la serpiente no estaba ya -por no irnos muy lejos en el tiempo- en
el huevo que han ido calentando, al hilo de la actualidad más última, Pablo Casado y Albert Rivera? Sin descartar, faltaría más y cada cosa en su sitio y responsabilidad, la tibieza y el cainismo del PSOE, el viraje de Podemos a la no mejor versión del clasicismo partidista, las improvisaciones del independentismo catalán y otras versiones a la baja de una sociedad que concebía la democracia como un domingo cada cuatro años dedicado a depositar una papeleta en las urnas.
El desencanto, las traiciones ideológicas, la corrupción que ha desprestigiado no sólo a muchísimos políticos sino a la misma política, el
cansancio ante las promesas incumplidas y otras seguro que numerosas razones han convertido el voto andaluz en la mitad de su valor.
El voto de las derechas no faltó a la cita electoral. No así el de las izquierdas. La desolación de esas izquierdas -no sólo las andaluzas- es un aviso para navegantes en las próximas citas electorales. El tiempo pasado no puede ser un tiempo inútil. La tristeza de la noche andaluza me llevó a los versos de Cernuda: "Uno tras otro iban cayendo mis pobres paraísos". Y eso que nunca confié demasiado en ningún paraíso, porque desde John Milton sabemos que todos los paraísos se inventan para ser perdidos.
Lo que no se me va de la cabeza es que buena parte de la devastación que hoy nos llena de congoja viene de muy atrás. Y que cuando bastante gente hablamos -desde hace muchísimo tiempo- de que el franquismo sigue demasiado vivo en
una democracia que no ha sido capaz de construir su propia cultura igualitaria, no sé si tenemos toda la razón pero al menos sí una parte -y creo que grande- a la hora de encontrar una explicación a lo que nos pasa. Por eso -aunque peque de exagerado y sobre todo de simplista-, cuando se vieron los resultados electorales andaluces la noche del domingo, y se supo que
la extrema derecha rompía la cáscara del huevo y asomaba la cabeza en la forma de trío triunfador, me acordé de aquella lejana noche del 20 de noviembre de 1975. Las palabras de Arias Navarro me llegaban en una nueva versión con la risa en vez de lágrimas llenando su rostro:
"Españoles… Franco no ha muerto". En fin.
Señor Cervera, no intente engañarnos. La noche de las elecciones andaluzas no fue para usted una noche triste. Todo lo contrario, porque fue una moche en la que se vio confirmado y reforzado en su visión de España, que viene de muy lejos y que es algo así como: veis, este país no tiene remedio, es y siempre será franquista, ya lo deciamos yo y Montalban. A usted Andalucía y España y los que tratamos de vivir en este país le somos indiferentes, lo importante es dejar claro que somos unos franquistas y, la mitad, además unos ignorantes que ni tan siquiera nos damos cuenta. Claro, usted está al margen y nos contempla desde esa atalaya de superioridad, regodeandose, pero sin aportar nada. Hay una cosa que, de un tiempo a esta parte me asquea más que la extrema derecha, a la que, en mi infinita ignorancia, seguramente pertenezco sin darme cuenta, y es esa izquierda exquisita que se llena de gozo machacando con el mensaje simplón de que los españoles tienen lo que se merecen porque siguen siendo unos franquistas. Con todo el respeto que puedo permitirme.
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Querido Antonio: es la primera vez que contesto a un comentario. Sencillamente porque hasta ahora no sabía cómo hacerlo. Me quedé muchas veces con las ganas de agradecer las opiniones favorables. Que sirva éste de ahora como ese agradecimiento. Sobre el suyo acerca de mi artículo último. Dos o tres reflexiones: no siempre quien escribe lo hace para congregar afirmaciones a lo que escribe; la única atalaya que conozco es la que nos sitúa a mucha gente a pie de calle (quiero pensar que ahí está también la suya); desprecio profundamente las torres de marfil desde las que el mundo se ve como una cagadita de mosca; respeto profundamente las opiniones diferentes, contrarias a las mías. Y sobre todo, querido Antonio: nunca intento engañar a nadie cuando escribo. Ni cuando vivo. Nunca. Gracias, de verdad, por su comentario.
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El inicio de mi comentario fue sin duda desafortunado, no quería decir que usted quisiera engañarnos a los lectores. Mis disculpas sinceras. Gracias por su respuesta.
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