Plaza Pública

Derecho a una derecha que no incendie

Pepe Reig

Al PP le va bien la radicalidad. Cada vez que incendia el mundo obtiene algo. Siempre que pierde el poder, la derecha eleva varios puntos su gestualidad y esa sobreactuación adquirida se instala ya para siempre en su discurso. O sea que la cosa empeora con el tiempo. Cuando ganó Zapatero una elección que los sondeos anunciaban empatada, a causa de la manipulación masiva de los atentados de Atocha por el dúo Aznar-Acebes, el PP, con ayuda de la flota mediática de la caverna, se lanzó a acusar al presidente y a Rubalcaba de ilegítimos, insinuando su participación en aquellos hechos. Nadie les castigó por ello. Cuando la política antiterrorista de Zapatero y Rubalcaba acorraló a ETA hasta llevarla a renunciar a las armas, el PP se dio prisa en acusar al gobierno de traicionar a las víctimas y entregarse a ETA, tanto si había atentados como si no los había. No solo nadie les castigó por semejante deslealtad sino que siguieron contando con el coro favorable del peor periodismo, precursor de las fake news de hoy. ¿Por qué iban a abandonar una deslealtad tan productiva?

El historial de inflamaciones artificiales y extremismo verbal de Aznar, Rajoy o Casado funciona, porque sus votantes valoran, con algún cinismo, la claridad del discurso simplón y gesticulante. A otros también les funciona y por eso Ciudadanos nada en ese charco desde que el anticatalanismo militante les convirtió en fuerza política nacional. Al soberanismo catalán también le va de perlas la inflamación y la trinchera, para mantener calladitos a los moderados, en el caso de que aún existan. ¿Por qué se habían de bajar del púlpito tronante con lo fácil que se acusa desde ahí?

En tiempos de redes todo se vuelve rápidamente electoral, si es lo bastante simple y falso. Casado lo sabe y tiene decidido que no basta con acusar a Sánchez de flojo. Eso ya lo hacía Rajoy antes de gobernar, para pasar luego a tampoco gobernar, pero desde el gobierno. No, joven e impetuoso, a Casado no le basta la flojera y le acusa de “complicidad” con el secesionismo. Aunque ahora que lo pienso, eso también lo hacía Rajoy cuando culpaba a Zapatero de que hubiera y de que no hubiera atentados. En el nuevo patriotismo de Casado, si hay presupuestos, prueba irrefutable de complicidad golpista, y si no los hay, también. De ahí que Sánchez sea culpable incluso de las cargas de los mossos contra exaltados y también de la tolerancia de los mossos con aquellos exaltados.

Todo este pandemónium verbal le funciona a la derecha, como se acaba de ver en Andalucía, donde ha ganado habiendo perdido. ¿Por qué iba, pues, a rectificar?

Pactará con Vox y con quien se ponga a tiro y su electorado aplaudirá con las orejas, porque para eso ha sido entrenado durante decenios. La derecha europea está en el dilema de cerrar el paso al populismo ultra o aliarse con él, pero la española no tiene dudas, porque lleva decenios pactando con el franquismo en su interior sin que su votante parpadee. Cuando asoma un neo-franquismo externo, sus líderes se apresuran a incendiar el mundo, para mantenerlos en el redil. Esto ya lo hacía Fraga, pero el maestro fue siempre Aznar.

Así que la derecha tiene pocos incentivos para dejar la piromanía. Otro día hablamos de la otra derecha, Cs, que no debería tener ese lastre de franquismo sociológico y patriotismo de cartón, pero lo tiene, vaya usted a saber por qué. ¿Qué hará el electorado de Rivera, teóricamente más inclinado a renovar la política conservadora? ¿Le premiará como a Casado por abrir la puerta a Vox o se lo afeará como acaba de hacer Manuel Valls? Este aseado renovador ya decepcionó una vez cuando, de aspirante a refundador de la derecha pasó sin dolor a muleta del peor Rajoy y se le pusieron los ojos redondos cuando se le cruzó una moción de censura por delante. Si gobierna con el PP y Vox en Andalucía ya no podrá exhibir centralidad alguna, ni siquiera por aquello de apoyar a unos aquí y a otros allá.

Y los medios… también

En ese viaje a la inflamación de las emociones para descabalgar al adversario de sus razones, la derecha cuenta siempre con un amplio y casi unánime coro mediático. Los medios tienen sus propias razones para preferir la exaltación a la calma. Y una de ellas es la audiencia y los clicks digitales. Bueno, eso y la pérdida de periodismo, claro.

La democracia era el sistema en el que la ciudadanía le indicaba por diversos medios a los políticos en qué límites podían moverse. Lo hacía con votos y con opiniones estadísticamente distribuidas entre la población, con manifiestos y manifestaciones y con toda clase de movilizaciones y protestas cívicas. En fin, la gente se expresa y los políticos intentan interpretar lo que dice y, por supuesto, “performar” desde arriba la opinión. En ese sistema imperfecto pero viable, a los medios les cabía el deber de proporcionar sustento fáctico y veracidad a la circulación de opiniones. A cambio teníamos derecho a esperar un grado de responsabilidad y también de atrevimiento en la elaboración de políticas y proyectos de ingeniería social y en la forma de informar sobre ellos al común de los mortales.

En estos tiempos “líquidos” parece que la ciudadanía es sustituida por una vociferante amalgama de redes y medios, que reducen su raciocinio al tamaño de un twitt. Así que los límites que podemos ponerle a la clase política resultan caprichosamente ambiguos y disparatados.

La corrección lingüística, por ejemplo, era un intento de establecer reglas para un mundo sin reglas. Esa corrección es siempre la primera víctima en cualquier viaje hacia la ultraderecha. Lo vemos todos los días en la Cope o Libertad Digital, en las soflamas de Losantos, Reverte, Sostres y tutti quanti. Primero se ataca la corrección del lenguaje, como si fuera un impedimento para la libertad de expresión y no un requisito del respeto y el diálogo, y luego ya podemos incendiar el mundo a nuestro gusto, aunque con eso destruyamos el derecho ciudadano a tener una derecha que no incendie.

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