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Ecos del pasado

En las décadas de 1920 y 1930, una parte importante de la derecha agraria e industrial europea, ante la amenaza (imaginaria y real) del socialismo revolucionario, decidió pactar con el fascismo. Pensaron que podrían manejarlos, que serían capaces de controlarlos. Se equivocaban.

Todo comenzó en Italia. Allí, desde principios de los años 20, los escuadristas de Mussolini asaltaron a sangre y fuego ayuntamientos, cooperativas de consumo y producción, imprentas, asociaciones culturales y escuelas; sus objetivos eran todos aquellos organismos solidarios y de ayuda mutua que estuvieran controlados por católicos y socialistas. A sus representantes se les apaleaba o asesinaba; sus sedes se incendiaban. Esas “expediciones de castigo” contaron con la aquiescencia (cuando no con la colaboración) del ejército y la policía, del gobierno italiano del liberal Giovanni Giolitti y del monarca Vittorio Emanuele III. Todos ellos pensaron que podrían utilizar a los fascistas para asustar al socialismo, para rebajar sus pretensiones. Lo que no sabían era que el fascismo los estaba utilizando a ellos.

En diciembre de 1919 había 32 secciones locales de fascistas que iban sembrando el caos y la violencia por el centro y el norte de Italia, menos de 1.000 personas. Unos meses después, en 1921, el fascismo contaba con 834 secciones locales y más de 250.000 militantes. Consecuencia de todo este proceso de permisividad y colaboración fue que el Partido Nacional Fascista entró en el parlamento italiano con 35 diputados. Para cuando quisieron darse cuenta, Mussolini tenía la sartén por el mango.

Sucedió en Italia, aunque pasó algo similar en numerosos países de Europa. En un período de veinte años, distintos movimientos autoritarios, pero también "proto" o "parafascistas", fueron haciéndose fuertes en todos y cada uno de los Estados del continente. Si bien en algunos lugares como en Francia, Bélgica, Holanda o Gran Bretaña su amenaza fue contenida, en otros muchos el autoritarismo reaccionario o “fascistizado” se hizo con el poder. Fue el caso de Hungría, Bulgaria, Lituania, Yugoslavia, Albania, Grecia, Austria, Estonia, Letonia, Rumanía y Portugal; fue el caso de la dictadura de Miguel Primo de Rivera en España y, por supuesto, fue el caso de Italia y Alemania, donde el fascismo y el nazismo camparon a sus anchas. Gracias, principalmente, a su alianza con las élites locales, a sus acuerdos con empresarios y terratenientes, asustados por el auge del socialismo y del comunismo.

El resultado de esos pactos entre élites y fascistas causó 55 millones de muertos, aunque el número de víctimas varía en función de las investigaciones (algunos estudiosos elevan la cifra a 80 millones). Piensen durante unos segundos en uno sólo de esos muertos. En sus padres, en sus hijos, en sus familias. Multiplíquenlo ahora por 55 millones.

Tras la Segunda Guerra Mundial, la respuesta a la amenaza comunista fue otra muy distinta. Europa estaba en ruinas, literalmente. Y los horrores que salieron a la luz tras la contienda, inimaginables hasta entonces, quedaron grabados a fuego en la conciencia de los líderes políticos, de los combatientes, de todos aquellos millones de ciudadanos que sufrieron la magnitud de la tragedia y sobrevivieron para contarlo. Daba comienzo una nueva época, la de la Guerra Fría, con sus propios éxitos y miserias.

Pese a todas las vicisitudes del periodo, al parecer algo aprendieron los europeos: lo sucedido entre 1914 y 1945 no podía volver a repetirse. Bajo ninguna circunstancia. De esa conciencia nació la idea de crear una unión de Estados, con Francia y Alemania a la cabeza, precisamente para evitar un nuevo enfrentamiento. Es lo que actualmente conocemos como Unión Europea. Por eso resulta fundamental preservar la Unión, pese a lo imperfecto o desvirtuado que haya quedado el proyecto europeo, pese a lo mucho que nos avergüencen algunas de sus medidas. Hay que preservarla y criticarla, y esforzarse por modificarla, pero también hay que entender el peligro que entraña su disolución, la amenaza que representan quienes quieren acabar con ella. Haríamos bien en reflexionar sobre el asunto. Tan sólo piensen en ese muerto.

Reflexión, empatía y capacidad crítica, he aquí algunas de las claves. Por desgracia, y a diferencia del saber tecnológico, el conocimiento de lo humano, de lo social (así como de los principios morales), no es un proceso acumulativo. No pasa automáticamente de padres y madres a hijos. Frente al impersonal avance técnico, cada generación debe ser educada en unos valores, debe conocer y comprender por sí misma, y extraer de ese conocimiento sus propias conclusiones.

El futuro de la extrema derecha

Aquí entran en juego, entre otros, la filosofía, la literatura y la historia, unos saberes que muchos creen inútiles, y que desde luego no poseen carácter predictivo. Nunca lo han tenido y nunca lo tendrán pero, bien empleadas, estas disciplinas pueden servir para orientar, o al menos para no confundirse en exceso, para no confiarse y aprender a pensar. Pueden ser herramientas provechosas a la hora de reflexionar sobre nuestro presente, sobre las posibilidades que se le abren al futuro, múltiples e inciertas, afortunadamente. La extrema derecha de 2018 no es como la de los años 30. La sociedad del siglo XXI también ha cambiado mucho con respecto a la del período de entreguerras. Aunque el contexto de hoy sea muy distinto, analizar la actualidad considerando los tiempos pretéritos permite, a quien permanezca atento, adquirir un bagaje, acumular una cierta experiencia, aunque dicha experiencia no pueda trasladarse mecánicamente al nuevo milenio. La historia, la filosofía y la literatura ayudan, en definitiva, a captar los ecos del pasado. Quizá no sepamos muy bien de dónde vienen, pero resuenan en nuestro interior y nos advierten.

Nos advierten, sí. Por eso haríamos bien en escuchar las voces de los muertos: no otra cosa nos legan los documentos del pasado. Ignoramos lo que nos deparará el porvenir, pero lo que sí estamos en condiciones de afirmar es que en el siglo XX el autoritarismo, la intolerancia y el ultranacionalismo sólo conducen al desastre. Ahora no hay ninguna amenaza comunista (real o imaginaria) que desactivar. La responsabilidad, como en los años 30, habrá que repartirla. Pero no entre todos, que es la mejor forma de diluirla, sino entre quienes teniendo la posibilidad de elegir, optaron por el fascismo. ________________________Alejandro Lillo es doctor en Historia Contemporánea.

Alejandro Lillo

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