Plaza Pública

Banalidades sobre el Estado de derecho: desobediencia y cuestión territorial

Andrea Greppi

Lo banal, según la RAE, es lo trivial, vulgar, insustancial, común, lo sabido de todos, que carece de importancia y novedad, de sustancia o interés.

La afirmación de que no hay democracia al margen de la ley o, en otros términos, de que la democracia no puede pasar por encima de las leyes, porque fuera de la ley no hay libertad, no es más que una banalidad. Y es una banalidad tanto si quien hace la afirmación es un Rey como si es el último de los villanos. Mientras no se demuestre lo contrario, o no se aclaren las intenciones, el hecho de repetir algo que es sabido de todos no aporta nada a la discusión. En el caso que ocupa la agenda política española, en campaña y sin ella, estas solemnes declaraciones de principios no tienen u destinatario claro. Se entiende que son advertencias dirigidas a los adversarios de la democracia y el Estado de derecho, pero más bien parecen mensajes destinados al consumo de un público ansioso de verse tonificado con obviedades reconfortantes. De hecho, respecto de los presuntos adversarios, yerran el blanco completamente. Lo que ellos están pidiendo, si se les escucha con un mínimo de finura, no es democracia por encima de la ley, sino que cambien las condiciones bajo las que se aplican las reglas del juego democrático. El tópico sigue siendo verdadero, pero deja las cosas exactamente donde estaban.

Segunda banalidad: afirmar solemnemente que, en democracia, la ley tiene que ser obedecida. Exactamente lo mismo afirman también los defensores de los estados autoritarios. Si se quiere salir de la trivialidad inútil, lo que hay que hacer es dar un paso más y explicar qué es lo que distingue la legalidad democrática de una legalidad que no lo es. No menos banal es decir que, en un Estado de derecho, los jueces están obligados a aplicar escrupulosamente la ley o que sólo los jueces tienen la facultad de interpretarla. Estas son simples vulgarizaciones de venerables doctrinas, que resultan perfectamente inocuas mientras no se puntualice que todas estas son condiciones necesarias para la existencia de un Estado de derecho, pero ninguna de ellas es por sí misma condición suficiente, o garantía, de democraticidad del sistema.

Junto a estas, hay todavía muchas otras banalidades. Entre ellas algunas que se refieren a un aspecto elemental del constitucionalismo democrático que, si no me equivoco, no ha sido borrado todavía de los temarios de primer curso, aunque no goce del mismo predicamento en la agenda institucional y mediática. Si se menciona, es con la boca chica. Si no se menciona, mejor. Me refiero a la idea de la desobediencia civil, entendida como la facultad de oponer resistencia a un derecho que se considera injusto y del que se reclama su transformación. Nadie se atreverá a negar que la desobediencia y la resistencia no estuvieran inscritas en el código genético más básico del liberalismo y la democracia. No hace falta molestar a John Locke y a Henry Thoreau para demostrarlo. Sus aplicaciones prácticas no se refieren sólo a los casos de los que encontramos noticia en los libros de historia, o a lo que sucede en los lejanos despotismo orientales. Es razonable preguntarse, por ejemplo, si cabe hablar de un derecho a desafiar e incluso a resistir al derecho en situaciones de carencia extrema, no porque se desconozca el valor de la ley, sino al revés porque se considera que la pobreza constituye una violación de los derechos humanos (véase Roberto Gargarella, El derecho a resistir al derecho, 2005). O puede hablarse, incluso en las más avanzadas democracias, de resistencia constitucional resistencia constitucionalpara referirse a la posición de quien actúa, «una vez agotadas todas las opciones de oposición legal», cuando el opositor actúa buscando la defensa de los principios constitucionales cuando le parece que están seriamente amenazados o comprometidos en su realización (Ermanno Vitale, Difendersi dal potere, 2010). Cuando desde la periferia del sistema se plantea esta clase de oposición al consenso mayoritario, la respuesta no puede consistir en una simple lectura literal de los artículos sobre la reforma constitucional. Lo que está en juego son los consensos que los respaldan. En general, en esos casos, una democracia saludable no puede hacer otra cosa que mirarse al espejo y preguntarse por su capacidad para metabolizar, elaborar, poner a prueba las demandas que no encajan en la opinión mayoritaria. Es en ese punto cuando se demuestra de qué fibra están hechas las mayorías, qué capacidad tienen para tomar conciencia de su posición de fuerza y, de ese modo, para volverse tolerantes y generosas. La legalidad democrática debe ser valorada también desde esta perspectiva: desde el punto de vista de las minorías.

Se dirá que la desobediencia implica, además del carácter pacífico de la acción política, la adhesión a los contenidos fundamentales del orden político y la disposición a aceptar las sanciones correspondientes, como muestra de lealtad, hasta el límite del sacrificio. Pero estas exigencias sólo entran en juego en medida equivalente a la disposición de las mayorías a poner en duda su privilegio para trazar la frontera que separa lo que se considera fundamental de lo que, por el contrario, puede ser modificado sin alterar las claves del pacto social. Esta es una discusión que sólo puede llevarse a cabo en campo abierto. Sin exclusiones previas. Sin líneas rojas. En el caso que nos ocupa, quienes quieran afirmar el carácter innegociable de la unidad territorial tendrán que esgrimir argumento que sean algo más que el mero derecho positivo, porque es precisamente la letra de la Constitución ―y su interpretación― lo que está en disputa por parte de las minorías. La única condición a la que el partidario de la democracia y el estado de derecho no podrá renunciar es a la exigencia de respeto a los derechos humanos. Pero de esta exigencia no se sigue la tesis de que hay determinada bandera bajo la que los derechos de los individuos sí son respetados, mientras que bajo una bandera distinta esto no podrá suceder nunca, por definición.

Por estas razones, en el juicio al procés procéslos jueces deberán hacer su tarea lo mejor que crean, pero deberán saber que la legalidad de su actuación no va a zanjar nunca la pregunta por la legitimidad de las decisiones que tomen. Podrán valorar la proporcionalidad de la violencia respecto de los derechos de expresión y manifestación, pero quedará pendiente una valoración ulterior sobre los contenidos de la ley que están aplicando, esto es, sobre la congruencia de las sanciones previstas para los tipos penales de sedición y rebelión respecto de la gravedad de los hechos que tuvieron lugar, así como respecto de sus efectos sociales y políticos y del contexto histórico en el que se desarrollaron. Y esto porque las cuestiones de legitimidad no se resuelven con el Código penal en la mano. Es banal recordar que los roles institucionales ―el de los jueces, también― sólo cumplen las expectativas que se proyectan sobre ellos bajo un conjunto de estipulaciones y ficciones que las partes aceptan y reconocen. Cuando tales convenciones se debilitan, la sentencia más correcta desde el punto de vista técnico puede desembocar social y políticamente en un fracaso.

Todo esto, al final, seguiría siendo perfectamente trivial si no fuera porque, en un entorno de degradación del discurso público, las obviedades, quirúrgicamente aisladas de la complejidad que las rodea, se convierten en coartada para el maquillaje de mensajes autoritarios, basados en la demonización de las minorías, según la figura atávica del enemigo interior, del traidor, como Judas, como Caín. En Barcelona como en Madrid. Y esto ya no es banal. Poca broma con las minorías disidentes o resistentes. Pero de esto, ni palabra con quienes por convicción o interés han incorporado a su equipaje retórico el léxico del golpe de estado.

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Andrea Greppi es profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad Carlos III de Madrid y autor, entre otros ensayos, de La democracia y su contrario, editado por Trotta.

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