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Un acto de amor nunca es violento

José Antonio Martín Pallín

A los que estudiamos la carrera de Derecho, Santo Tomás de Aquino nos enseñó que la ley es la ordenación de la razón encaminada al bien común y promulgada por el que tiene a su cargo el cuidado de la comunidad. En aquellos tiempos, el bien común y el cuidado de la comunidad lo encarnaba la potestad exclusiva del soberano. Eso ya es historia y el poder de legislar, en las sociedades democráticas, ha pasado a los Parlamentos elegidos por los ciudadanos que encarnan la primacía de la soberanía popular. Han pasado varios siglos, pero los legisladores nunca deben olvidar su obligación de buscar el bien común, regulando de forma abierta y comprensiva las relaciones que constituyen la base de una convivencia ordenada y civilizada, procurando que los ciudadanos puedan ejercitar libremente su autonomía, reconociéndoles la dignidad y la libertad que les otorga su condición de seres humanos libres e iguales en derechos.

Por muy complejas que sean las relaciones que pretende regular, el legislador no puede evadirse de la realidad, negándose a facilitar el libre desarrollo de la personalidad y de las decisiones de los ciudadanos que se enfrentan ante el complejo tema de prolongar el sufrimiento personal más allá de lo que debe tolerar la dignidad y  el respeto a las decisiones intimas e intransferibles de las personas.

La tragedia de María José, enferma de esclerosis múltiple desde hacía 30 años, necesitaba una respuesta racional y humanitaria del legislador español. Por mero y frio cálculo electoral, las sucesivas mayorías gobernantes, salidas de las urnas, han demorado la promulgación de una ley de eutanasia que ya tiene antecedentes y referentes en países que han dado una paso adelante y nos ofrecen modelos legislativos que se ajustan perfectamente a nuestros valores constitucionales.  Ha tenido que ser su compañero del alma el que ha tomado la decisión, serenamente sopesada y consciente de sus consecuencias, ante la petición reiterada de su compañera de sufrimientos de que le prestase sus manos para ayudarla a cumplir su voluntad de bien morir o según la prosa legislativa a suicidarse.

Ante su confesión grabada y puesta en conocimiento de las autoridades, el protocolo policial y judicial se puso en marcha, de una manera mecánica y a primera vista absurda e innecesaria. Los policías que le detuvieron pudieron ahorrarse el ritual irracional de llevarlo esposado a las dependencias policiales. También podían prescindir, dadas las circunstancias, de encerrarlo en un calabozo, llevándolo directamente al Juzgado de Guardia. No se trataba de un privilegio sino de una medida racional y acomodada a las circunstancias que concurrían en los hechos.

El caso pasó a un Juzgado de Instrucción ordinario, encargado de conocer de la mayoría de los delitos, excepto de aquellos que son competencia, según la ley, de otros órganos jurisdiccionales. Es cierto que se ajustaron a lo establecido, pero no podemos evadirnos del drama que todos hemos vivido de manera lacerante al ver las imágenes y escuchar las palabras que habían grabado en un diálogo pleno de amor, de generosidad y de respeto. Comprendo la estupefacción y la lógica indignación de la mayoría de los ciudadanos cuando han conocido que el drama que vivieron sus protagonistas se ha elevado a la categoría de violencia de género o contra la mujer.

Quiero apresurarme a sostener que la culpa no ha sido de los jueces sino del legislador. La llamada Ley Integral de violencia de género tiene por objeto, según su texto, actuar contra las agresiones físicas e incluso psicológicas, que suponen manifestaciones de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres, cuando se ejercen sobre éstas por parte de quienes sean o hayan sido sus cónyuges o de quienes estén o hayan estado ligados a ellas por relaciones similares de afectividad, aun sin convivencia.

En su texto se dice clara y terminantemente que los Juzgados de Violencia sobre la Mujer conocerán, en el orden penal, de la instrucción de los procesos para exigir responsabilidad penal por los delitos recogidos en el título del Código Penal relativo al homicidio. En él se encuentra precisamente el artículo 143 del Código Penal que castiga, en diferentes facetas, el auxilio al suicidio. Es cierto que la ley abre un camino para evitar contradicciones e incongruencias incomprensibles, como las que estamos viviendo. Permite que, cuando el Juez o la Jueza aprecien, de forma notoria, que los actos puestos en su conocimiento no constituyen expresión de violencia de género, podrá desestimar la denuncia, remitiéndola al órgano judicial competente. Pero solo el Juzgado de Violencia contra la Mujer puede adoptar esta decisión.

Espero y deseo que la mecánica judicial no nos proporcione motivos para más estupefacción. La solución es sencilla. Cuando el Juzgado de Violencia sobre la Mujer reciba el caso, deberá aplicar inmediatamente la cláusula de excepción que he mencionado y devolverlo al Juzgado de Instrucción para que siga con los trámites necesarios que ineludiblemente, salvo imprevistos, nos llevaran a un juicio oral y público que afortunadamente, despertará la expectación y el debate sobre la necesidad o imposibilidad de regular y despenalizar la eutanasia. Espero que los políticos no aprovechen estos agujeros negros legales para sacar rédito político de una cuestión que está por encima de las ideologías. Su obligación es ponerse a legislar y dar una salida civilizada al ineludible reto de regular la eutanasia.

El ser humano tiene la maravillosa capacidad de reflexionar sobre su vida y su muerte. No se le pide permiso para nacer y no se le puede negar el derecho a decidir su muerte, de forma voluntaria. Muchas personas llegan al ocaso de su vida sin capacidad para poder ejercitar una decisión que debe tener una cobertura legal, cuando la ciencia médica establece de forma concluyente que la persona que solicita acabar con su vida sufre una enfermedad que la conduce necesariamente a su muerte o que le produce graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar.

Ángel, al facilitar a María José la sustancia que ella tomó voluntariamente, se enfrenta a una pena que oscila entre los dos y los diez años de prisión, según que su conducta se califique como inducción, cooperación o ejecución de un suicidio. El Código permite disminuir la pena, en uno o dos grados, en los casos de petición expresa, seria e inequívoca de la victima que sufra unos graves padecimientos incurables y difíciles de soportar. Para los no expertos en derecho, en el caso de cooperación necesaria como la que realizó Ángel, la pena puede reducirse hasta los seis meses de prisión. Si el tribunal que ha de juzgarle llega a la conclusión más grave –ejecutar directamente la muerte–,  la pena mínima sería de un año y seis meses de prisión.

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La historia que hemos conocido y que ninguna acusación podrá negar nos ofrece también la posibilidad de absolución, por concurrir una causa que justifica la actuación del acusado. Toda la doctrina penal admite que, en determinados supuestos, a la persona que actúa movida por una situación emocional de tal intensidad no se le puede exigir otra conducta, sometiéndola a una tensión insoportable. La pasividad le llevaría a un comportamiento inhumano y contrario a los sentimientos de solidaridad y compasión, éticamente era inevitable e ineludible, actuar como lo hizo Ángel. No se le puede imputar una conducta culpable y exigirle responsabilidad penal.

Sería deseable que antes de llegar a un debate judicial polarizado por opiniones encontradas y argumentos basados en el esoterismo de los dogmas religiosos, los legisladores culminasen sus tareas, dando a luz una ley que regulase de forma civilizada y respetuosa con la dignidad humana la forma de ayudar, desde la legitimidad que proporciona la legalidad democrática, a recibir la ayuda de las instituciones del Estado para alcanzar una muerte digna que le reconoce nuestro texto constitucional.

A los pastores de nuestra Iglesia católica que tanto les gusta interferir en las cuestiones terrenales les recordaría la primera carta del Apóstol San Pablo a los Corintios: “Aunque yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como una campana que resuena o un platillo que retiñe. Aunque tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada”. ________________José Antonio Martin Pallin es magistrado emérito del Tribunal Supremo, comisionado de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra) y abogado de Lifeabogados.

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