Plaza Pública

Así nos vieron

Nicolás Bas Martín

En un momento en que el debate sobre la llamada “leyenda negra” española inunda algunas de las librerías españolas y es objeto de discusión pública, es importante echar la vista atrás y ver algunos episodios que cuanto menos resultan especialmente significativos para comprender la misma.

Negar la realidad a veces no hace sino tergiversar la historia, que no puede ni debe ser manipulada, sino sustentarse en aquello que el bibliógrafo del siglo XVII, Nicolás Antonio, autor de la célebre Bibliotheca Hispana (1672-1696), llamaba el rigor documental y la historia crítica. Principios que llevó a gala uno de sus principales divulgadores, el intelectual español del siglo XVIII, Gregorio Mayans, que difundió como nadie la cultura española en Europa, especialmente en Alemania, y que tuvo que envainarse las acusaciones de “antiespañol” por parte de un influyente periódico de nuestro país, cuando precisamente había publicado la primera biografía de Cervantes en Londres en 1738 en los talleres de los hermanos Tonson, mientras aquí nos rasgábamos las vestiduras defendiendo a capa y espada al genio de las letras españolas ¿Acaso alguien podría imaginarse que la primera biografía de Shakespeare hubiera sido publicada antes en España que en Inglaterra?

Para ver cómo nos vieron que mejor que ver cómo nos leyeron. Un paseo bibliográfico por las librerías del siglo XVIII de la mítica rue Saint Jacques de París y del Strand de Londres nos permite ver cuál era la imagen que los europeos tuvieron de nuestro país, a partir de los libros españoles que allí se compraron y vendieron. Visión que se puede completar con los Catálogos de las principales bibliotecas privadas y con las subastas, caso de Christie’s y Sotheby’s, y que nos permiten constatar cómo para ingleses y franceses la imagen de España parece ser se detuvo en el año 1700, quedando el siglo ilustrado prácticamente enmudecido. En los libreros caló más la visión de los enciclopedistas, que vieron a España como un país inculto y víctima de sus propios fanatismos, que la imagen rosa que algunos bestsellers nos pretenden trasladar.

Una España de Alatriste que los lectores europeos encontraron principalmente en nuestra literatura de caballerías, con Cervantes y El Quijote a la cabeza, donde la sombra de la Inquisición y el peso excesivo del clero los trasladaba no al siglo XVII español sino a la España del siglo XVIII. Y de ello dan buena prueba las librerías europeas de los franceses Briasson, De Bure, Barrois, o las inglesas de White, y Thomas Payne, entre otras, en las que la Ilustración española, nuestra etapa de modernidad y reformismo, estuvo totalmente ausente, mientras que los autores del Siglo de Oro dominaron de manera abrumadora todos los Catálogos. Y es que los europeos no podían entender cómo un país que quería ser moderno mantuviera aún un tribunal censor como la Inquisición, que mutiló el librepensamiento, llevó a la autocensura, e impidió que obras como la Encyclopédie de Diderot y D’Alembert fueran finalmente traducidas al español por el impresor Sancha, al caer sobre ella el peso inmisericorde del Consejo de Castilla y de la Inquisición ¿Acaso no es esto leyenda negra, impedir que un país lea los autores y obras que constituyeron el germen de las democracias modernas?

Y ahora más que nunca es necesaria la autocrítica. A nuestros profesionales del libro del siglo XVIII, impresores y libreros, les faltó internacionalización y emprendedurismo, y les sobró localismo. Les faltó viajar, estar en las principales Ferias del Libro de Frankfurt y Leipzig, cartearse con los principales libreros europeos, y visitar las plazas de París, Londres, La Haya o Amsterdam, uno de los principales centros editoriales del momento. Algo que hizo que nuestros libreros fueran más importadores que exportadores de libros, lo que al final nos restó visibilidad y nos generó una enorme dependencia de las imprentas europeas. Y todo ello con el único objeto de difundir nuestro siglo XVIII, demostrando a Europa que nuestro país no era, como señaló Edmund Burke, una “ballena varada en los confines de Europa”.

Pero eso no fue así. Francia pese a estar unida dinástica y geográficamente hablando con España prefirió vender libros del “enemigo” inglés e incluso italianos antes que españoles. Y cuando lo hizo fue a lo seguro, ofreciendo una nómina casi calcada a la que Jaucourt utilizó para hablar de España en la primera edición de la Encyclopédie, a saber Cervantes, Gracián, y Mariana fundamentalmente. Autores y obras que fueron fuente de inspiración de personajes como Diderot, Montesquieu, o Voltaire,  que encontraron en ellos argumentos para la comicidad, la critica del hidalguismo, así como para la lucha contra la opresión y el absolutismo en favor de la tolerancia.

Los lectores ingleses y franceses del siglo XVIII encontraron en el Siglo de oro español la quintaesencia de la cultura española, en definitiva su modernidad. Una literatura de entretenimiento, en pequeño formato, y asequible económicamente, que demuestra cómo el libro español fue para ellos un libro de evasión, y de humor, más que un libro de conocimiento.

Una carencia ésta, la de un país falto de obras de filosofía, que pusieran en cuestión los cimientos religiosos y políticos, que contribuyó a alimentar la iberofobia. Algo de lo que se quejaban amargamente intelectuales como Boyer d’Argens, que, a través de uno de los personajes de sus sediciosas Lettres juives (1754), Jacob Brito, señalaba la imagen desoladora de un país, España, con bibliotecas repletas de teólogos, poetas y novelas, en lugar de Newton, Descartes, Gassendi, Locke, Bayle, Mallebranche, etc.

Una realidad que nos alejó de Europa, y que perpetuó la imagen de un país anclado en su pasado, el siglo de Oro, e inmóvil en el siglo XVIII. Una inmovilidad que nos situó fuera del llamado Grand tour, Grand tour y muy alejados de las nuevas corrientes de pensamiento de los países más avanzados. ____________Nicolás Bas Martín es profesor titular del Dpto. Historia de la Ciencia y Documentación de la Universitat de València

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