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A propósito de 'Juego de Tronos'

Entiendo que si bien esto es una especie de columna, no hablo para las paredes. Tampoco para los Salvajes, aunque, como sucede en Juego de Tronos, nuestro mundo también parece estar dividido en dos: quienes han visto la serie y hablan de ella, y quienes no la han visto y hablan de ello. De este modo, a la necesidad de comentar cada uno de los capítulos que experimentan sus seguidores, se añade la reivindicación de quienes no los han visto ni tienen intención de hacerlo. Curiosas reacciones en uno y otro caso que evidencian, en última instancia, la potencia de ese fenómeno llamado Juego de Tronos, su capacidad para arrastrarnos a todos.

Comencemos, pues, por lo que no ofrece duda, por aquello en lo que admiradores y detractores podríamos estar de acuerdo: Juego de Tronos interesa a una amplia variedad de espectadores, de muy distinta condición, ralea y pelaje. La serie de HBO se ha convertido en un fenómeno mediático, pero también social y cultural, aunque (y esto es importante) no lo ha hecho de repente. Su éxito, su omnipresencia en medios de comunicación, en conversaciones de amigos y en el imaginario colectivo, no puede explicarse sin el desarrollo durante los últimos tiempos de las redes sociales. Parece evidente que estas recientes formas de interacción… ¿humana?... tienen un efecto potenciador sobre lo que en ellas se comenta. La popularidad de Juego de Tronos no se entiende sin las nuevas tecnologías, en la misma medida en que el triunfo de Elvis Presley (y del rock and roll) hubiera resultado imposible sin la presencia del televisor en cada uno de los hogares norteamericanos de los 50.

Pero, ¿qué hay del producto en sí? Olvidémonos por un momento de la ingente publicidad que le rodea. ¿Tiene algún mérito Juego de Tronos? Evidentemente sí, pues pese a las críticas, los fallos y las imperfecciones, algo debe atesorar para cautivar a tantos millones de personas, de tantos países, idiomas y costumbres. ¡Ah!, responderán algunos, interesa a tanta gente porque ofrece un espectáculo de consumo acelerado y simple, repleto de espectacularidad. El análisis es acertado, aunque sólo en parte. Esa definición de Juego de Tronos habría que matizarla: la atracción que la serie de HBO provoca no se debe tanto a su capacidad para llegar a todos los públicos rebajando el nivel, como a su potencial para generar múltiples lecturas entre sus destinatarios. Es su riqueza interpretativa la que ha hecho grande a la serie; sólo después ha llegado el dinero y la espectacularidad a raudales.

Resulta innegable que Juego de Tronos contiene elementos de una convencionalidad clásica: maneras de culebrón y dragones, lances en la mejor tradición de los libros de caballerías e intrigas detectivescas, tragedias griegas y zombis... ¿Puede haber mayor mejunje para una sociedad posmoderna? Hay relaciones familiares odiosas, amistades y amores profundos, aventuras imposibles, humor grueso, batallas que parecen perdidas de antemano, traiciones, sexo y desnudos gratuitos. Y violencia, mucha violencia. También es cierto que llega un punto, cuando se desvanece el apoyo de las novelas-río de George R. R. Martin, en el que las tramas se simplifican, los personajes desmerecen, y la profundidad de la serie cede su espacio al entretenimiento más palomitero.

Pero junto a esa mezcolanza, Juego de Tronos contiene una serie de elementos que contribuyen decisivamente a convertirla en una ficción excepcional; una serie que invita a la reflexión, al conocimiento de la naturaleza humana, tan compleja y contradictoria. La serie de Benioff y Weiss contiene tramas y dilemas no necesariamente excelsos, pero sí valiosos, sobre un sinnúmero de cuestiones que nos incumben. Me refiero, por ejemplo, al peso del pasado, a cómo lo ya acontecido continúa provocando efectos sobre el presente. Nunca las ausencias y los recuerdos, salvo quizá en A dos metros bajo tierra, han sido tan importantes en una serie, tan trascendentales.

Juego de Tronos alude también a cómo el poder y su ejercicio se transforma en un veneno que desgarra por dentro con la consistencia de mil espadas; a cómo los deseos más intensos pueden convertirse en la peor de las pesadillas. Reflexiona sobre lo horrible de la guerra y la dificultad de la reconciliación; sobre las consecuencias del honor, la traición y el fanatismo religioso; sobre la influencia de la familia, lo decisivo de la educación y la maldición de la sangre, o sobre cómo las crisis (o el caos), más que pozos por los que despeñarse, pueden ser aprovechadas por personas sin escrúpulos para prosperar a costa de la desgracia ajena. La serie de Martin y Benioff y Weiss indaga en la búsqueda de la identidad cuando todo a nuestro alrededor se desmorona. Insiste una y otra vez en la imperfección humana, en los errores de cálculo y en los prejuicios, en las historias que contamos para justificar nuestros actos, en la fuerza del odio y el rencor, en el engaño y el placer de la venganza. Pero, por encima de todo, Juego de Tronos habla del amor. Del amor… y de las cosas que se pueden hacer por amor.

No está mal que todas estas reflexiones lleguen a millones y millones de personas. Porque si lo piensan, Juego de Tronos no fue desde el principio lo que es ahora. Cuando surge, en 2011, lo hace como un proyecto minoritario, una pequeña locura sin muchos visos de prosperar. ¿Cómo es posible que una producción teóricamente tan marginal (un mundo de fantasía medieval con dragones y zombis) haya adquirido estas dimensiones? Aunque parte de la explicación creo haberla proporcionado ya, la aparición de Juego de Tronos hubiera sido impensable sin la poderosa implicación de HBO y las nuevas posibilidades asociadas a la televisión por cable; tampoco sin el antecedente de El señor de los anillos. Cuestiones tecnológicas y de oportunidad preparan el camino del éxito, sin duda. Pero junto a esos condicionantes, quizá algo de la esencia misma de Juego de Tronos, de su arriesgada apuesta, tenga alguna responsabilidad en el producto final.

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Porque lo cierto es que esta ficción rompe con muchas de las convenciones propias de las grandes producciones cinematográficas y televisivas. Su éxito indica que existe una avidez por creaciones distintas, que se salgan de lo trillado, de lo conocido y usual. Su éxito, por tanto, pone en cuestión (como lo han hecho otras series antes que ella) esa idea, tan manida, de que la televisión ofrece lo que los espectadores quieren ver. Mentira. Martin, y Benioff y Weiss, y HBO, se han arriesgado, se han atrevido a hacer algo que se salía de las convenciones del género, de lo que, empleando una palabra horrible, llamamos "mainstream”.  Basta ver la primera temporada completa para constatarlo.

Desde este punto de vista, no hay nada más contrario a la “corriente dominante” que Juego de Tronos. Al menos en sus primeras temporadas. La paradoja descansa en el hecho de que lo marginal se ha erigido precisamente en dominante. ¿Cómo asumimos eso? Lo que muchos deseaban se ha convertido en realidad: una serie que va rompiendo, una a una, las expectativas, las proyecciones y los presupuestos del espectador. Que lo va desarmando a cada capítulo. Es entonces cuando la serie nos incomoda y nos fascina, cuando nos hace levantarnos del asiento y aplaudir, y sufrir, y enojarnos con los personajes; es entonces cuando, acabado el capítulo, prometemos no volver a verla nunca más. Una reacción así, en pleno siglo XXI, con lo resabiados que nos hemos vuelto los espectadores, perece imposible, pero así es. Si eso no merece nuestro aplauso, nuestra admiración y nuestro respeto, no sé qué más lo puede merecer.

Piensen en lo que digo y valoren si, pasada la tormenta, una vez el alboroto y las protestas por Juego de Tronos se hayan aplacado, merecería la pena sentarse tranquilamente a ver la serie y evaluarla por lo que es, no por lo que le rodea. Basta con los diez primeros capítulos. Quizá el visionado confirme que no es para ustedes, pero tal vez disfruten con los diálogos y la fotografía, con la maravillosa banda sonora de Ramin Djawadi o con unos personajes odiosos y admirables que guardan sus propios secretos y que poco a poco van a ir contándonos su historia. A lo mejor el resultado final les sorprende. Pero cuidado: si eso sucede y les pica el gusanillo, no habrá marcha atrás. Descubrirán que el amor es la muerte del deber. Y que en el juego de tronos, o ganas o mueres.

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