Plaza Pública

Juan José Castro Mayobre ha votado

José Martínez Cobo | Javier Pérez Bazo

En fechas de resaca electoral, con errores corregidos en el escrutinio, de pactos de gobierno y de previsibles acuerdos contra natura que pretende la derecha tricéfala, sorprende sobremanera que los resultados del voto de los llamados electores inscritos en el censo de españoles residentes ausentes (CERA) o de no residentes (ERTA), porque viven en el extranjero, hayan ocupado lamentablemente un lugar muy secundario en los medios de comunicación. Y ello, por dos veces muy próximas en el tiempo, las mismas en las que esos españoles necesitaron “rogar” el voto para ejercer su derecho en las elecciones generales, y días después en las europeas y, si procedía, autonómicas.

De los poco más de dos millones de españoles en el extranjero, una gran mayoría se ha sentido privada de participar en los últimos comicios, atrapada por la exacerbada dificultad del procedimiento. Era fácil presagiar esta injusta discriminación. En los primeros cinco años después de la entrada en vigor en enero de 2011 del voto rogado (por reforma de  la Ley Orgánica del Régimen Electoral General), la participación se redujo hasta un 15%. Y el porcentaje descendió hasta el 8,71% (182.545 votos rogados, según las cifras publicadas) en las últimas generales del 28 de abril, sin duda por culpa de la calamitosa dificultad administrativa del proceso. Uno de los electores en los últimos comicios europeos fue Juan José Castro Mayobre, militante histórico del exilio socialista en Toulouse. Aunque siempre tuvo el empeño de facilitar la participación de los expatriados en las elecciones en condiciones iguales a las del resto de españoles, él mismo tropezó en los recientes comicios con la inquietud de que esta vez, la última según su intuición, podría impedírsele cumplir con su deber ciudadano aun habiéndolo rogado. Sólo después de no pocas peripecias y apenas recibidas las papeletas para el Parlamento europeo, pedía a su hija en un hospital junto al Garonne que se apremiara a enviar la suya. “Castro ha votado”, se dijo feliz horas antes de que la conjura de la muerte le condujera a la eternidad.

Antes de proseguir con nuestro propósito, el lector nos permitirá un paréntesis de rigor y justicia ciudadana. Sabido es que debemos a Antonio Machado una de las elegías más entrañables y emotivas de todos los tiempos: su magistralmente lograda composición que le dictó la muerte del filósofo y pedagogo malagueño Francisco Giner de los Ríos. En ella don Antonio poetiza una honda reflexión existencial sobre la condición humana en torno al ejemplo del maestro recordado. Por ello quisimos volver al poema machadiano, cuando el pasado 18 de mayo otro hombre de bien, de muy distinta factura  a la de Giner y, a la vez, tan semejante, quiso marcharse de puntillas para no dilatar el dolor de los suyos, ni mancillar un ápice su dignidad y buen morir; cuando ocurrió el brutal hachazo de pena y lágrima.

“Lleva quien deja y vive quien ha vivido”, escribió el poeta sevillano. La sentencia conmueve por su extraordinario sentido y podría perfectamente encarnarla José Castro, nacido en la aldea gallega de Cervás, del concello de Ares, joven picador en la mina de carbón de La Camocha, miembro de la dirección de la Federación Socialista Asturiana, curtido en la clandestinidad, perseguido y refugiado en Francia desde 1960, albañil en Toulouse. Sin duda, fue la suya una vida de referencia ineludible en la historia del exilio tolosano por su firme compromiso en alianza inquebrantable con su talante de hombre sencillo y austero, de generosidad y rectitud encomiables, reconocido y admirado por sus compatriotas europeos. Pocos sabían, sin embargo, que el antifascista confeso y activista pragmático se prestó a acabar con Franco en 1962: conforme al requerimiento de Indalecio Prieto por boca del nacionalista vasco Lezo de Urreiztieta se propuso inicialmente al guerrillero asturiano y también minero José Mata, pero éste, al no poder asumir el encargo a causa de su edad, propuso en su lugar a Castro. Debía construirse un túnel bajo el camino al palacio donostiarra de Ayete, residencia veraniega de los Franco, que se dinamitaría al paso del dictador a la manera que años después ideara la ETA para matar a Carrero Blanco. Pero ya en Hendaya, dispuesto a cruzar de noche la frontera a tal efecto, Castro vio malograrse el plan y regresó a Toulouse. Se adujo que eran noches de luna llena; o tal vez todo lo frustrara la reciente muerte de Prieto.

Desde que puso pie en tierra francesa, fue agrandando en la firmeza su humanismo político, ajeno a cualquier actitud disidente, sustentado en el continuo cuestionamiento de la acción del Partido, contribuyó de manera decisiva a su renovación en el célebre congreso de Suresnes y a rejuvenecer las organizaciones socialistas en Europa. No nos perdonaría que aquí dejáramos sin nombrar la asociación Solidaridad Democrática, la Casa de España en Toulouse y el Consejo de Residentes Españoles (CRE), que tantos desvelos le trajeron. La severidad en sus posiciones y acerados juicios no empañaban su exquisita lealtad. Jamás hizo costumbre de la agresión verbal y del insulto, frecuentes ayer y hoy en políticos de mal pelaje. Como Giner, según leemos en Machado, soñaba con un nuevo florecer de España.

Militante con experiencia y alma de dirigente, paradigma del “socialismo de lo pequeño”, en afortunada expresión de Txiqui Benegas, Castro pudo llegar a ser un representante institucional de su partido y sindicato en la España democrática, pero prefirió quedarse en el quehacer cotidiano a pie de calle en Francia, entregado a su altruismo, gentil y dadivoso. Exigente en la laboriosidad de la militancia, testarudo por convencimiento, fajador infatigable por los derechos de los refugiados veteranos y residentes españoles, así como por la acción educativa en el Exterior, con auscultadora mirada y fino pensamiento enjuiciaba todo asunto concerniente a la emigración. De ahí que el sufragio en los procesos electorales fuera su preocupación diaria, por entenderlo como fundamento esencial de la democracia. Sit tibi terra levis, Pepe Castro.

Ciertamente no se ha insistido con suficiencia en que el voto rogado conlleva un trato discriminatorio hacia los residentes y no residentes españoles en el extranjero con derecho a sufragio. Cuesta comprender que los parlamentarios sean incapaces de alcanzar un acuerdo unánime que corrija la obligación de rogar un derecho que la Constitución protege, y mucho menos que se pongan trabas dilatorias a la supresión de esta modalidad de voto. Frente al daño ampliamente ya causado, la ciencia política olvida que dos millones de potenciales electores según las cifras oficiales del censo, nada más ni menos que dos millones de compatriotas, incluso habiendo aumentado en número, han visto reducida su voluntad ciudadana a la insignificancia.

La complejidad del procedimiento, las idas y venidas de la documentación, los ajustados plazos, un clamoroso déficit informativo y hasta cierta incomodidad consular, son causas que convergen en el despropósito. Y, subsidiariamente, el elector se ve empujado a la abstención, a una abstención inducida con todas sus consecuencias, entre ellas, la privación de facto de un derecho fundamental suyo y, por extensión, la merma de la posibilidad participativa, y acaso decisoria, de la emigración.

Resulta obligado conocer detalladamente la participación y su incidencia en el escrutinio final de los votos emitidos por la emigración en las elecciones, de la misma manera que se conocen en cualquier provincia española. La cordura legislativa y la acción de gobierno han de resolver con urgencia y tiempo suficiente el problema del voto rogado mediante su derogación. Se impone corregir la tendencia que reduce escandalosamente la aportación de los expatriados españoles en los distintos procesos electorales. Garantizar el derecho de dos millones de españoles, que pueden condicionar sustancialmente el resultado de los comicios es cosa importante, tanto como la revisión circunstancial de unos centenares de votos erróneamente escrutados. De otro modo, las urnas no estarán completamente llenas de democracia representativa. Seguirán huérfanas de equidad. __________José Martínez Cobo es cardiólogo pediatra y es coautor, con su hermano Carlos, de la obra La intrahistoria del PSOE. Presidió el célebre XIII Congreso del PSOE celebrado en Suresnes en 1974. Javier Pérez Bazo es catedrático de Literatura española en la Universidad de Toulouse-Jean Jaurès.

José Martínez Cobo

Javier Pérez Bazo

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