Plaza Pública

Un cabreo más grande que la batalla de 'Apocalypse Now'

Puse a mi mono sobre un tronco                                                            Y le ordené hacer el perro                                                            Meneó la cola y sacudió la cabeza                                                            Y se puso a hacer el gato

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Bob Dylan

Vamos a elecciones. Otra vez. No sé cuántas en los últimos cuatro años. Hace daño contarlas. Al menos a mí me hace daño. Habrá tal vez quien disfrute yendo a todas horas a las urnas. La democracia que soñábamos era eso. Pero también más cosas. La democracia era abrir las urnas sin el miedo a las pistolas que predicaban y provocaban José Antonio Primo de Rivera y su Falange cargándose la libertad, la igualdad y la fraternidad que eran la base de la Segunda República. Las urnas sin miedo abiertas a la gente de la calle, a esa gente que debería tener la máxima autoridad –la primera y la última autoridad– en una democracia. Las urnas deberían estar abiertas más allá de los cuatro años que oficialmente dura una legislatura. No hablo de las urnas de cristal transparente que se ponen encima de las mesas electorales, sino del aire limpio que debería servir para que respiremos todo el tiempo los valores más imprescindibles de la democracia. Lo que creo es que se está confundiendo la democracia con una cabezona campaña electoral. ¿Desde cuándo llevamos así, con el tiempo político detenido en esa campaña electoral permanente que parece no agotarse nunca? Y lo que es peor: ahora televisada, esa campaña, y no en directo, de cara al público, como ha sido siempre. Por eso, en estos momentos, cuando ya estamos abocados a la tan disparatada repetición de elecciones, existe la posibilidad de que el cansancio haya hecho mella en la gente que no entiende muy bien –y si lo entiende no le gusta– lo que pasa.

Cada cual tendrá sus argumentos –y bien que se ve en los comentarios que acompañan los artículos de información y opinión en infoLibre– para repartir responsabilidades a la hora de asumir el fracaso de los posibles pactos entre PSOE y Unidas Podemos. Seguro que esos argumentos –faltaría más– son todos más que respetables. Pero aquí no hablo de eso, aquí hablo de qué va a pasar o qué puede pasar en la próxima cita electoral del 10 de noviembre. Nadie lo sabe, aunque haya datos indicadores de que los resultados –aun con algunas variables– no serán muy diferentes a los del 28 de abril (¿de qué habrá servido, entonces, tanto lío y tanta sensación de fracaso y tiempo perdido?). Y digo eso porque, por mucho que se diga que el bipartidismo está de regreso, eso no es posible. A lo mejor me equivoco. Pero no creo. A lo mejor quienes disfrutan con la repetición electoral piensan que sí, que la pirueta de tanto ajetreo acabará otra vez y felizmente para ellos en el bipartidismo. Pero eso es muy difícil, es muy difícil que el pluripartidismo haya llegado para no quedarse.

La sociedad ha crecido a lo largo y ancho de un espectro ideológico que va más allá de aquella primera democracia recién salida de la dictadura franquista. Hasta ese franquismo que siempre anduvo caracoleando por las entrañas del PP se ha liberado para tomar abiertamente el aspecto (in)humano de Vox y casi siempre el de un Ciudadanos cada vez más volcado en sus propuestas propias de la extrema derecha. Por eso me resulta difícil entender que la política en España vuelva a ser cosa de dos partidos, o sea, del PP y del PSOE. Si eso fuera así después del 10 de noviembre, les juro que si tuviera bigote me lo afeitaría como promesa, igual que hizo –como recordarán los viejos del lugar– aquel meteorólogo de la tele que se equivocó en una de sus previsiones con el meteosat de aquellos tiempos.

Lo único que puede alterar mis nada sesudas previsiones es que la gente de izquierdas no vaya a votar el 10 de noviembre. El hartazgo, ese cansancio tan justificado que hemos acumulado socialmente en estos meses, puede haber hecho mella en nuestro ánimo y hacer que ese día -como apuntaba aquí el profesor Ignacio Sánchez Cuenca, seguramente con más razón que un santo– nos quedemos en casa a ver cómo la vida transcurre impunemente en la pantalla del televisor. O disfrutando de la familia, que tampoco está mal. O echando cuentas con la nueva hipoteca (si es así, no se olviden de leer la letra pequeña). O clavando alfileres en el cuerpo del líder -pongan ustedes aquí el nombre que más les disguste- que impidió la llegada feliz al pacto de gobierno progresista.

Claro que no tengo la bola de la bruja, ni este artículo es un juego de adivinanzas. Pero así, a pelo, sin más elementos de análisis que los que leo cada día más los que yo puedo añadir por mi cuenta, sé que las derechas –con España Suma o sin ella- irán a votar. Eso está fuera de toda duda. Seguro que Ciudadanos bajará en votos porque las veletas se quedan quietas cuando hasta el viento se niega a soplar porque –de tanto mareo– no sabe hacia dónde hacerlo. Y que Vox vaciará buena parte de su voto fascista de nuevo en las alforjas del PP, su marca original. Pero esta vez el miedo al “lobo de la extrema derecha” ya no cuela. No me ha gustado nunca votar empujado por el miedo. La democracia basada en el miedo es una democracia floja, demasiado titubeante, débil como las tripas de un pez al que las olas dejaron varado en una playa. Lo decía al principio: la democracia no se mide sólo por el número de veces que votamos. Pero, aun estando en desacuerdo con lo que nos ha llevado hasta aquí, no tengo dudas, o si las tengo intentaré disiparlas en los días que quedan hasta el 10 de noviembre.

Sé que el cabreo entre mucha gente progresista y de izquierdas es más grande que la batalla con aviones, bombas y la inmensa The end, de los Doors, en Apocalypse Now. Sé que unos se echan la culpa a los otros: ése, al cabo, va a ser el estribillo más repetido en la campaña electoral. Pero también sé que ponernos a repartir culpas es convertirnos en estatuas de sal porque entrar en ese juego puede llegar a ser paralizante. Sé que casi con toda seguridad –ya lo dije antes– los asientos en el Congreso no se distribuirán de una manera muy diferente –ideológicamente– a la de ahora, aunque el PSOE y el PP (soñando con el viejo bipartidismo) estén convencidos de que sí. Ya sé que todo lo que llevo escrito puede ser entendido como una invitación torpemente forzada a votar ese domingo de noviembre. Tal vez lo sea. Pero siempre dejando claro que el derecho a no votar es el mismo que el contrario: quedarse en casa o coger un lápiz y pintarle, en la papeleta de tu partido preferido, unos ridículos bigotes al líder que te ha traicionado.

Martín Villa y los Sanfermines de 1978

Lo que no debemos olvidar, sean cuales sean nuestras decisiones en ese trance, es que la exigencia a quienes elegimos para que nos representen (o habrían de representarnos) en las instituciones ha de ser constante, ha de ir más allá de un domingo electoral, ha de seguir siendo fuerte para construir –dentro y fuera de esas instituciones– una democracia cada día más fuerte, menos concentrada en unos cuantos poderes económicos y mediáticos que ofician sólo al dictado de sus intereses: una democracia, en fin,  más libre, más justa y más definitivamente igualitaria. Porque mientras esa democracia se ajusta sólo a los dictámenes de una campaña electoral, qué pasa con los desahucios, con los contratos basura, con los malditos privilegios de los bancos, con la ley que nos cierra la boca cuando lo que decimos no les conviene a quienes mandan en todas partes, con ese medio ambiente que se va río abajo porque no hay dios que se ocupe de ese bienestar que tiene su centro más imprescindible en la naturaleza, con ese crimen constante que mata mujeres, niños y niñas sin que de una vez sean tachados esos crímenes de infecto y claro terrorismo. Y así esa larga lista de cuentas pendientes que vemos cómo se oscurecen en las trifulcas de una campaña electoral que no se acaba nunca. A ver si ha llegado la hora, como canta Bob Dylan, de que si nos dicen insistentemente que hagamos el perro nos pongamos con la frente bien alta a hacer el gato. Ahí la democracia, la libertad, la honra de las urnas abiertas a la calle después de los domingos electorales.

PD. Por cierto, se me había olvidado: el presidente de la CEOE, Antonio Garamendi, dice que es mejor que haya nuevas elecciones. Y digo yo que así será para él y sus colegas empresarios, al menos hasta que consigan el gobierno que a ellos les gustaría. Dejo aquí la casilla abierta para que ustedes pongan las siglas pertinentes. ¡Señor, qué cruz! _____________Alfons Cervera es escritor. Su último libro publicado es 'La noche en que los Beatles llegaron a Barcelona' (Piel de Zapa, 2018).

Alfons Cervera

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