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Incendios taurinos, cacerías políticas, gestión forestal

Eduardo Crespo de Nogueira y Greer

En estos tiempos de situación política embrollada, la opinión pública española ha visto cómo algunos asuntos relacionados con el campo y el medio ambiente han protagonizado apariciones estelares, han crecido hasta ocupar el centro del escenario y, lo que es más inquietante, han rebasado su carácter científico o técnico para convertirse en armas arrojadizas entre distintas ideologías. A escala global, todo lo relativo al cambio climático y sus derivadas pelea cada día por volver a ser solo un ámbito de conocimiento y de trabajo sobre una evidencia que necesita la urgente implicación de todos, y no un motivo de discordia que frena y obstaculiza la llegada de soluciones. España también exhibe su cuota en esta materia.

Pero nuestro país tiene además, en el terreno de lo ecológico, lo rural y lo ambiental, peculiaridades propias que han hecho posible situar peligrosamente a una gran parte del territorio común en el centro de una pugna amarga y cainita, de difícil reconducción. La visceralidad y la frivolidad de los argumentos parecen haberse adueñado de unos debates complejos y necesitados de saber y de sosiego, y que en todo caso nunca deberían implicar riesgo de desgarro social. Un repaso de los más destacados sirve para recordar que en rigor se trata de facetas de una realidad más amplia, la que ocupa las tres cuartas partes de nuestro territorio; y reivindicar la necesidad de abordarlas racionalmente, como cuestiones que reflejan el grado de avance que ha logrado nuestra sociedad.

Para empezar, y por su calado tradicional, fueron los toros los que encendieron la polémica.  La tauromaquia, una actividad con respaldo social claramente menguante, pero que sigue gozando de ayudas oficiales, pasó de argumentar su supuesto (y científicamente desmentido) papel crucial en la conservación (no ya de la especie bovina, sino del ecosistema de la dehesa en su conjunto), a identificarse con determinadas esencias intangibles y  auto-situarse como juez discriminador entre buenos y malos españoles. Parece evidente (sin necesidad de ahondar en la contradicción entre las ayudas a los toros y las leyes contra el maltrato animal) que basar una actividad  de ocio en la tortura, sufrimiento y muerte de animales resulta éticamente inaceptable para una sociedad sana del siglo XXI, por mucho que su larga trayectoria, y sus aspectos económicos, culturales o artísticos hayan formado parte de nuestro camino hasta aquí. Ya no. Ya hemos crecido, y estamos en condiciones (y por lo tanto en la obligación como sociedad madura) de entender que el principio moral, la empatía y la compasión han de prevalecer sobre cualquier argumento favorable a la tauromaquia, por sólido que pueda ser. Pero esto solo podrá ocurrir si antes se desinfla el soufflé nacionalista, y aceptamos analizar el fenómeno taurino con un mínimo de racionalidad.

Algo parecido, aunque un poco más complejo, ha sucedido con la caza. A raíz de algunas declaraciones institucionales, y de distintas imágenes truculentas difundidas por las redes sociales, también la actividad cinegética ha acabado situándose bajo los focos, y erigiéndose, según ciertas voces, en repartidora de carnets de españolidad. Y aquí, el argumento ético, el que considera simplemente inadmisible toda forma de ocio basada en la muerte de animales, se encuentra con una estrategia de oposición que se mezcla con el debate sobre el consumo alimentario de carne, y que acusa a los “animalistas” de matar tanto como los demás, aunque delegando la ejecución, mientras que los cazadores la asumirían con pretendida valentía. Obviamente, en el mundo de hoy, las comunidades humanas que siguen necesitando cazar para comer constituyen una excepción absolutamente minoritaria, y no deben ser objeto de atención en este debate.

La caza de la que hablamos (aunque su producto acabe siendo consumido en un plato) es la que se practica como forma de ocio, deporte, divertimento o distracción. Es cierto también que a lo largo de los siglos el acervo cultural cinegético se ha hecho extenso y profundo, ha nutrido costumbres, ciclos, tareas, oficios, instrumentos, recetas y  vocabularios; y ha sido incluso sublimado, en el pasado reciente, por cumbres literarias de la altura, por ejemplo, de Miguel Delibes. Cuando a esa innegable y potente batería de argumentos favorables se oponen los citados motivos éticos o morales, la respuesta del mundo cinegético suele tomar dos posibles caminos: el ecológico y el socioeconómico. Por la primera vía, se arguye la necesidad de la caza como mal menor para evitar que las poblaciones de herbívoros y omnívoros (conejos, ciervos, gamos, jabalíes, etc.) se conviertan en plagas ante la ausencia de sus predadores de toda la vida. Por la segunda, el argumento principal se basa en el riesgo de despoblación del medio rural, y la capacidad de la caza como elemento de impulso y diversificación económica en los pueblos. También aquí parece claro que ambas cuestiones pueden y deben encontrar soluciones alternativas, sin tener que cargarle a una actividad de ocio basada en la muerte de animales las responsabilidades del equilibrio ecológico o del desarrollo rural.

Respecto al primer asunto, y en un mundo muy necesitado de restauración ecológica como estrategia de mitigación del cambio global, parece razonable, obligado incluso, que un país como España, que es potencia mundial en biodiversidad y espacios naturales, apueste por rehabilitar integralmente sus ecosistemas favoreciendo el retorno de valiosos predadores hoy muy menguados como el oso, el lobo, el lince, el zorro o el gato montés a sus áreas históricas de presencia, y fiar a ellos, y no a los cazadores, el control natural de las especies que les sirven de presa.

En cuanto al segundo argumento, son numerosos los ejemplos de normas, planes, programas y actuaciones de administraciones públicas desde el nivel europeo al municipal, con implicación de iniciativas privadas, asociaciones, colectivos y ONG, dedicados en los últimos años a fomentar el desarrollo territorial con base en toda una variedad de sectores (agroalimentación, turismo temático, investigación y educación, salud y servicios personales, informática y comunicaciones, fabricación artesanal, teletrabajo, arte y cultura…) ajenos a la caza. La España vacía o vaciada (que, por otra parte, nunca estuvo demasiado llena) es territorio abonado para muchos otros caminos de futuro.

Los posibles problemas vinculados tanto al regreso de los grandes predadores como a la despoblación de la España interior pueden aparecer entrelazados, y pueden, además, verse combinados con los que origina el otro gran asunto natural convertido en artefacto político: los incendios forestales. Es necesario entender que ni las colillas mal apagadas, ni las negligencias, ni los pirómanos son los verdaderos responsables de los grandes incendios de los últimos tiempos. Es cierto que hay psicópatas, y también que puede haber agricultores quemando imprudentemente y perdiendo el control del fuego, o ganaderos buscando reducir hectáreas de arbolado a pastizal para recibir mayor cuantía de subvenciones europeas, pero el grueso del problema reside en otra parte.

La izquierda necesaria

La izquierda necesaria

Los primeros efectos del cambio climático (con más episodios extremos de calor y de sequía), ciertos cambios recientes en la estructura de la cubierta vegetal (con el aumento de monocultivos y la disminución de mosaicos) y, sobre todo, la gran reducción que ha sufrido la gestión forestal directa están dando lugar a fuegos muy rápidos, capaces de retroalimentarse, volverse gigantescos e imprevisibles, y escapar a nuestra capacidad técnica y logística de extinción. Los incendios forestales han existido desde hace milenios en nuestros montes, como parte de su dinámica natural. Ahora los humanos hemos provocado que esos  incendios cambien de escala y de conducta, y debemos encontrar soluciones para el nuevo escenario. No tiene sentido que llevemos años gastando la mayor parte de nuestro presupuesto de conservación de la naturaleza en apagar fuegos, en vez de restaurar y reconectar ecosistemas.

Para responder a todos estos retos es urgente recuperar la gestión forestal generalizada, tanto en montes públicos como privados. Una gestión estrictamente técnica y largoplacista, que tampoco puede acabar sometida a la batalla política. Una gestión que la ciudadanía debe conocer, valorar y juzgar, pero que han de llevar a cabo los ingenieros de montes y demás profesionales del medio forestal y natural. Una gestión que no significa hacer desaparecer el sotobosque, ni dejar los montes arbolados completamente “limpios” de matorrales ni de árboles muertos, por mucho que éstos provean potencial combustible. Porque eliminar esos hábitats, alterar así la estructura y la dinámica ecológica del monte, lo debilita, y facilita su final.

Necesitamos recuperar una gestión forestal dedicada  a la salud de todo el territorio que no es agrícola ni urbano, incluidas las dehesas; que busque una visión integral del monte, establezca zonas con las distintas cubiertas vegetales y usos preferentes, y mantenga actualizados los tratamientos selvícolas y los dispositivos de prevención que hacen compatible la plenitud ecológica con la defensa contra los incendios. Una gestión forestal de nuestro tiempo que tutele, finalmente, los procesos de recuperación de los grandes predadores silvestres, hasta que convivir con ellos vuelva a resultarnos algo tan natural como nos han parecido hasta ahora la caza o la tauromaquia. ________Eduardo Crespo de Nogueira y Greer es doctor ingeniero de Montes y funcionario del Estado

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