Plaza Pública

Carta abierta a un gobernante sobre Derechos Humanos

Francisco Javier López Martín

Sí, una carta para ti, un gobernante, cualquier gobernante. De cualquier país, en cualquier región del mundo. Podría ser la carta a todos los gobernantes, de hecho lo es, pero me gustaría que la tomases como algo personal y temo que si la recibieras en plural terminases pensando que el asunto no va contigo.

Viene la carta a cuento de un acto reciente en el que he participado, organizado por la Fundación Ateneo 1º de Mayo. Un acto sencillo, para conmemorar la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en el que se entregaron los premios del Certamen Internacional de Relatos Meliano Peraile y el premio juvenil PhotoJob. El primero vinculado a los Derechos Humanos, el segundo al trabajo decente.

Los organizadores quisieron comenzar el acto con una intervención sobre la situación de los Derechos Humanos en el mundo, a cargo de la socióloga y escritora Cecilia Denis, activista histórica de Amnistía Internacional. En sus palabras pudimos intuir el panorama desolador de los seres humanos en este planeta. De esas palabras surgió mi necesidad de escribir esta carta.

En un mundo acelerado como el que nos ha tocado en suerte, hoy nos preocupa el clima, mañana una agresión sexual, ayer los cadáveres que el Mediterráneo va devolviendo a las costas europeas y, a salto de mata, un día sí y otro no, nos asaltan las noticias de conflictos en las calles de Bolivia, Chile, o Ecuador. Y de ahí pasamos a las calles de Barcelona, o a Hong Kong. El orden es aleatorio.

Contaba Cecilia que aumentan cada día los discursos de odio. Que el Mediterráneo se ha convertido en un extenso cementerio para quienes buscan una vida mejor. Que cientos de líderes sociales son asesinados cada año por todo el mundo, a manos de sicarios y paramilitares a sueldo de las mismas grandes corporaciones que posan estos días en el fotoshop de la pasarela COP25, presumiendo de su gran conciencia social y compromiso contra el cambio climático.

El uso desmedido de la fuerza, por orden de las autoridades, ha producido en muy poco tiempo la pérdida de 300 ojos en un país como Chile, el mismo país cuyo gobierno preside en Madrid la Cumbre sobre Cambio Climático. Pero no sólo Chile. También Bolivia, donde se decreta la impunidad para el abuso de la represión policial. También Colombia, donde más de 150 líderes sociales desaparecen o son asesinados cada año. También Ecuador, donde los pueblos indígenas son condenados a la pobreza, la miseria y la destrucción de su medio natural.

Esos indígenas, paradójicamente, no tienen voto, ni tan siquiera voz, en la Cumbre del Clima. Ellos, que pierden el agua, la selva, su cultura, los recursos naturales, a manos de quienes pagan la fiesta de Madrid. Los mismos de las pasarelas. Los compromisos contra el cambio climático, si existen, terminarán siendo firmados por quienes emiten el 10 por ciento de la contaminación, mientras China, Estados Unidos, o Rusia, que causan más de la mitad del desastre, ni están, ni se les espera.

Tampoco en un país como el nuestro podemos bajar la guardia. Los Derechos Humanos se conquistan poco a poco, durante décadas y se terminan perdiendo de golpe. Basta mirar sin demasiada atención para que salte a la vista que el discurso de odio crece en cualquier ambiente. Que la violencia de género no cesa y los sermones generalizados sobre la igualdad se ven acompañados por la tozudez de la violencia cotidiana y la infiltración de ideas y sentimientos que perpetúan el machismo y los valores patriarcales en la sociedad.

– Yo no soy ni machista, ni feminista. Yo creo en la igualdad. Al final las más machistas son las mujeres. Yo no distingo que sea un hombre o una mujer. Para mí sólo hay personas. Hay demasiadas denuncias que son falsas y se ignora que la violencia contra los hombres también existe. Yo no me quedo sólo con ninguna mujer, no sea que me acuse de violencia sexual.

Son tópicos, machistas, pero también fórmulas exitosas que producen, cuando menos, gracia en no pocos ambientes.

El derecho a una vivienda es ignorado a golpe de desahucios, mientras tan sólo en Madrid más de 4.000 viviendas sociales han sido vendidas por las ranas de Aguirre y los conseguidores de Botella a fondos buitre. Somos uno de los países con menos vivienda social. Tan sólo el 2 por ciento. Se les llena la boca de eufemismos como las soluciones habitacionales, mientras se preparan pelotazos de dimensiones patrióticas en Chamartín o el Paseo de la Dirección, al servicio de bancos y constructoras.

Hasta la libertad, que tanto costó traer, se ve condicionada, reprimida, tiranizada a manos de la ley mordaza que se aprueba un día y se perpetúa durante años. Manifestarse, parar un desahucio, reunirse, grabar a un policía, expresar libremente las ideas, pueden convertirse en delitos castigados duramente.

La ONU, Amnistía Internacional, Human Rights Watch han denunciado estos ataques a los derechos y las libertades. Algunos medios de comunicación, extranjeros casi siempre, nos recuerdan que esa ley es incompatible con la democracia y evoca las peores épocas del franquismo y su Ley de Orden Público. Pero ahí sigue.

Votar cada cierto tiempo, ser elegido en una de esas elecciones periódicas, cada vez más frecuentes, no es disculpa alguna para que, como gobernante, te sientas disculpado, exculpado de responsabilidades, eximido de obligaciones. El que no lo da de aquí, lo da de allá. En todas las casas cuecen habas. Cada día tiene su afán y cada país sus lacras y problemas.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos es el resultado de un mundo destrozado por dos interminables y sangrientas guerras mundiales. No es el compendio de todos los derechos de los seres humanos. Sólo los elementales y básicos.

Y, sin embargo, ni aún esos derechos son garantizados en todo el planeta. Cualquier gobernante, tú mismo, después de asistir a la pasarela de desfiles fotográficos en la Cumbre del Clima, sin dejarse cegar por las luces navideñas, debería darle una vuelta al estado de los Derechos Humanos en la tierra que administra y ponerse manos a la obra, a poder ser, más temprano que tarde.

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