Plaza Pública

España: ¿nacionalismo o democracia?

Chema Meseguer

Hasta cuando uno nada a contracorriente, tiene que hacerlo en el mar del que intenta escapar. En política no existen los cambios bruscos, incluso la más violenta transformación viene dada por factores cocinados a fuego lento por la historia. Por ello, hacer política es participar en una negociación de décadas o siglos entre ideas, movimientos y voluntades de largo recorrido, pero que se van viendo transformadas durante el proceso. Y a veces solo hacemos caso al cambio más reciente y al paso más inminente, pero ello no debe confundirnos: la política es siempre una cuestión de largo plazo, e incluso aquellos que se dejan llevar por el tacticismo no forman sino parte de movimientos mayores de los que no son más que peones que sobrevaloran su genio. Conocer la magnitud de los movimientos históricos no debe ser un factor de desaliento sino, bien al contrario, tranquilizador. Alejarse y tomar perspectiva jamás hizo daño a nadie. Este artículo pretende aportar un granito de arena más a esa tarea colectiva. Consciente de que toda historia es siempre solo una historia, se ofrece aquí una sobre nacionalismo y democracia.

Suele decirse que España atraviesa una crisis nacional, pero, en realidad, es la cuestión nacional la que atraviesa España. Lejos de existir un ente definido que se halle en crisis, España en sí como comunidad se haya constituida sobre un conjunto de tensiones y desencuentros alrededor de una pregunta irresoluble: qué es España. Y para ello cada uno suele mirar al pasado y generar un relato histórico que conduce hasta él. Pero España es también el resto de su historia, la de todas las disputas y reivindicaciones que jamás llegaron a buen puerto, pero que continúan vivas en las profundidades, mucho más allá del horizonte avistable, donde pasado y futuro se confunden cómplices esperando su momento. Muchos han pretendido dar por hundidos barcos solo porque ya no los divisaban en la bahía, pero la historia siempre vuelve y cuanto más se la da por muerta y menos se la espera, más contundente es el retorno.

Ésta es una reflexión que suele hacerse acerca del autoritarismo y la necesidad de no olvidar el pasado, pero que parece costar más cuando se trata de algo menos claro como es la cuestión nacional en España. Su complejidad deriva de lo imbricadas que se desarrollan las distintas construcciones identitarias a lo largo de los dos últimos siglos. Como señala Núñez Seixas en Suspiros de España, no ha habido en el país identidades puras contrapuestas a otras igualmente puras, sino que siempre se han seguido dinámicas híbridas. Más allá del recurrente binomio consistente en un españolismo marcadamente castellanista enfrentado al independentismo vasco o catalán, son múltiples las formas en que se han pensado lo español, lo catalán, lo vasco o lo gallego, principalmente.

Dentro de esa constante disputa caótica y repleta de ambigüedades, desde mediados del siglo XIX hasta la actualidad, podemos distinguir un alineamiento progresivo entre reivindicaciones democráticas y demandas regionalistas o nacionalistas subestatales (esto es, no españolistas, sino relativas a una comunidad sin Estado propio). Hace dos siglos, los liberales progresistas se refugiaron en los poderes locales y provinciales para hacer frente a unos moderados que, grosso modo, se habían hecho con el poder central. Los carlistas también pasaron a defender el foralismo, primero en el País Vasco y Navarra, y luego en Cataluña, como una forma de tradicionalismo consistente en el autogobierno de las partes de España. Cuando tuvo lugar la crisis de 1898, una versión del regeneracionismo puso sus esperanzas para España en la revitalización de sus zonas más desarrolladas, lo que provocó una evolución de esos regionalismos, descendientes en buena medida del carlismo antimodernizador, en unos nacionalismos vasco y catalán alineados, tras un giro de 180 grados, con las demandas de modernización. Esto provocó una reacción similar en sus antagonistas, que pasaron a defender una España castellanista, católica y conservadora.

Durante la dictadura de Primo de Rivera, en la década de 1920, la colaboración entre nacionalistas y movimientos de izquierdas que propugnaban la democratización del país se estrechó debido a la común represión. Y tras su caída y el breve caos posterior, decidieron continuar su andanza juntos con el propósito de afianzar el nuevo proceso republicano, a pesar de las diferentes concepciones de lo que España debía ser. A estas alturas, especialmente en Cataluña, las demandas de nacionalismo ya estaban completamente entrelazadas con las de democracia, y, a su vez, la izquierda española se asociaba con los nacionalistas catalanes, vascos y gallegos en su intento de detener a una envalentonada derecha cada vez más autoritaria y reaccionaria. Cuando en 1933 se produzca la victoria de la CEDA y el giro centralista-conservador de la República, la convergencia entre republicanos progresistas, obreristas y nacionalistas “periféricos” se hará mucho mayor, a veces, incluso, salvando las diferencias a costa de poner más el foco en la cuestión social que en la nacional, o incluso mediante una ambigua utilización del término patria, evitando deliberadamente especificar si aludía a España, Cataluña o el País Vasco.

Cuando estalló la Guerra Civil, se asistió al cenit del discurso patrióticocenit por parte de republicanos, comunistas y socialistas, y se produjeron tensiones entre la centralización que la República reivindicaba para tiempos de guerra y la voluntad de autonomía por parte de los gobiernos catalán y vasco. Pero cuando llegó la posguerra y la represión fue tan brutal como duradera, la situación volvió a simplificarse: ante una Europa en plena democratización y modernización ya en los 60 y 70, el régimen franquista suponía una vergonzosa excepción y los nacionalistas catalanes y vascos enfrentados al mismo, represaliados y perseguidos, se vieron escenificados como adalides de la ansiada democracia. Cuando llegue el fin de Franco y comience el proceso de Transición, ese alineamiento histórico progresivo entre demandas democratizadoras y nacionalistas desembocará en el Estado de las autonomías y la efervescencia identitaria, con la proliferación de construcciones regionalistas y nacionalistas a lo largo y ancho del país, que reclamaban el reconocimiento de su identidad propia como parte ineludible del proceso de democratización.

La tensión entre nacionalismo español y nacionalismos subestatales llega hasta tal punto que, durante décadas, se ha utilizado por parte de los conservadores al nacionalismo vasco, y, tras el fin de ETA y el estallido del Procés, al catalán, como enemigo aglutinador contra el que definir a la auténtica España, la de la democracia y la ley, frente a una anti-España amenazante, la del terrorismo y el egoísmo. No es casualidad y van en esta línea las recurrentes acusaciones a los independentistas catalanes de seguir los pasos de ETA. El intento de sustituir un enemigo por otro ha resultado tan simple como problemático. Ante una derecha cuya capacidad de presentarse como sostén de la democracia se vio resentida, caracterizada en el imaginario público por la corrupción y la gestión “austeritaria” de la crisis, el nacionalismo catalán volvió a ondear las banderas de democracia, articulando las demandas y protestas, surgidas de la crisis social existente, en torno a un horizonte común llamado “Independencia”. Una diferencia, sin embargo, encontró ahora respecto al resto de momentos del siglo XX en que ese alineamiento de demandas nacionalistas y democráticas se dio: ahora tenía en frente a la izquierda española mayoritaria, el PSOE, que además después pasó a ser gobierno. De esta manera, la alianza histórica entre izquierda española y nacionalistas, unidos en nombre de la democracia contra una derecha reaccionaria y centralista, fue imposible de repetir, y una disputa por qué forma de actuar representa la verdadera democracia la sucedió.

Mientras tanto, fuera de Cataluña, la crisis social también se ha consolidado y son cada vez más las partes de España que se sienten desatendidas. La demostración de la impotencia de cualquier proyecto nacionalista español en pugna ahora mismo es la fragmentación actual del Congreso de los Diputados. El que se supone que había de ser el Parlamento del pueblo español ha derivado, ante el fracaso del Senado en cumplir ese papel y la crisis identitaria que recorre el país, en una cámara territorial en la que cada vez más escaños pertenecen a grupos que pretenden representar a un territorio particular y no mirar por el conjunto de España.

El conflicto catalán o el problema de la “España vaciada” no son sino parte tradicional de la cuestión española, un histórico conflicto derivado de la asimetría política, cultural y económica del país. Como señala Álvarez Junco en Mater dolorosa, lo específico del origen del problema en España no fue el atraso del país sino su desigual desarrollo, que dio lugar a tensiones por la falta de correspondencia geográfica entre el poder económico (Cataluña y País Vasco) y el poder político (Madrid, donde en vez de integrar a las élites catalanas y vascas, se reclutaban de Castilla y Andalucía). Por lo tanto, resulta no poco tentador inclinarse a pensar que la solución vendrá por abordar la raíz del problema y favorecer un desarrollo más igualitario y conectado de las distintas partes del Estado.

Pero decir esto es, en realidad, decir poco, pues, como ocurre con todo significante en política, la lucha por conceptos como “equilibrio” o “igualdad” es la lucha por definirlos. Propone igualmente acabar con la composición asimétrica el apostar por un país homogeneizado a base de imponer la cultura castellana y suprimir las demás, que concebir una España confederal en la que no hay una sola nación, sino la unión de distintos sujetos nacionales y soberanos que deciden caminar juntos, o pensar un solo pueblo español soberano pero caracterizado por la heterogeneidad cultural. Las diferencias entre esas tres opciones son abismales, aunque todas reivindiquen luchar por la igualdad efectiva de todos los españoles y poner fin a la asimetría. La diferencia radica en qué es lo que conciben como ser español: ser castellano culturalmente, ser miembro de una de las naciones que componen el país, o ser miembro de la única nación española a través de cualquiera de sus formas. Y estas concepciones son necesariamente excluyentes entre sí.

Toda comunidad se basa en la exclusión de ciertos modos de concebir la organización social. El independentismo catalán no puede tener peso en una España que pretenda ser una sola nación, y tampoco concebir a España como una extensión de Castilla puede tenerlo en una España que quiera reconocer una heterogeneidad constitutiva. Pero no debemos confundir a las ideas con sus portadores. Debido a esa dinámica híbrida que ha ido conformando las identidades nacionalistas (españolistas o subestatales), la rearticulación de voluntades en proyectos nacionales distintos y hasta contrapuestos es más factible de lo que los gritos del día a día permiten creer. Es por ello que el independentismo catalán creció del 15% al 48% en solo una década. Porque no es una cuestión de esencias, sino de articulación de demandas, reivindicaciones, protestas y preguntas a través de un mismo horizonte compartido, de la conformación de una voluntad colectiva que represente una idea de comunidad. Y eso solo es posible si se aborda la pluralidad constitutiva de la política con la audacia de construir y no de imponer. Solo es posible si nos resignamos a mirar el escenario con honestidad y no con los ojos de un kamikaze que huye hacia delante. Se trata de conocer el mar en el que nadamos, incluso aunque queramos escapar de él.

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