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La reforma del acceso a la carrera judicial

Alfonso J. Villagómez Cebrián

En el pacto de gobierno suscrito entre el Partido Socialista y Unidas Podemos figura la actualización del sistema de acceso a la carrera judicial. Las políticas de progreso no se han desenvuelto en el ámbito de la justicia con el mismo éxito alcanzado en otros sectores, como por ejemplo ha sido el caso de la modernización de las Fuerzas Armadas. A ello quizá haya contribuido la singularidad de la política judicial que, como advirtiera Fernando Ledesma, "solo puede estar al servicio de la independencia de jueces y magistrados". La insoportable deficiencia estructural que sigue obstaculizando la eficacia de la administración de justicia en España y el funcionamiento en general de este servicio público, es percibida muy críticamente por los ciudadanos. No se puede negar que llevemos décadas de retraso en la introducción de las tecnologías en las oficinas judiciales y en la modernización de nuestra justicia. Pero, además, el sistema de acceso a la judicatura está, en efecto, absolutamente desfasado, constituyendo, a mi juicio, uno de los problemas que más nos singulariza del resto de países de la UE.

Un sistema de acceso que sigue estando basado exclusivamente en pruebas memorísticas consistentes en la exposición oral, en un estricto espacio de tiempo, de unas lecciones de Derecho que el aspirante a juez ha ido engullendo durante años bajo la dirección de un “preparador” que es miembro, a su vez, de la misma carrera judicial a la que se aspira ingresar. El aspirante llega al temido examen que se celebra tras los muros del edificio sede del Tribunal Supremo, para "cantar" algunos de los 360 temas que le toquen en suerte, en un periodo tasado de 15 minutos para cada uno, ante un tribunal examinador, que está integrado mayoritariamente por magistrados. Éste es el sistema vigente de acceso a la función judicial “por oposición”, establecido en la Constitución de 1869 y la Ley del Poder Judicial de 1870 —¡hace más de 150 años!—; y que, naturalmente, pide a gritos una reforma sustancial, congruente con los tiempos que vivimos y con la necesidad de reclutar para esta capital función pública a quienes cuenten con los conocimientos y habilidades precisos para encarnar el poder judicial que, como los otros poderes del Estado, "emana del pueblo" (artículo 1.2 de la Constitución).

Pero, una cosa es la realidad de nuestra modelo judicial a partir de este método de acceso a la judicatura y otra confundir las cosas para poner en cuestión la legitimidad misma de los jueces en el Estado democrático. El poder judicial en una democracia avanzada está conformado por jueces independientes, inamovibles, responsables y “sometidos únicamente al imperio de la ley", como dice literalmente el artículo 117 de la Constitución. En esta sujeción a la ley elaborada por las Cortes Generales asegura la legitimidad democrática del poder judicial. Cuando un juez se aparta de esa estrecha vinculación a la legalidad para adentrarse en el terreno de la especulación bien por impericia o por venalidad, no solo puede incurrir en una conducta prevaricadora, o al menos gravemente equivocada, sino que también pierde su legitimidad democrática.

La Constitución reconoce como único poder unitario en nuestro sistema descentralizado al judicial, puesto que cumple dos funciones esenciales: por un lado, esa descentralización legislativa y político-administrativa del Estado queda embridada por el poder judicial, compuesto en su expresión por jueces y magistrados que se integran en un solo cuerpo nacional. Lo cual es lógico porque es el único poder, al margen de ideologías partidistas, que vertebra realmente a la Nación española. Y, por otro lado, la relevancia práctica del Poder Judicial se debe también a que se es el guardián efectivo del artículo 14 de la Constitución, que dice que todos los españoles son iguales ante la ley. Por supuesto, este principio y derecho constitucional obliga tanto al Gobierno como a las Cortes, pero es el Poder Judicial el que debe aplicarlo en sus resoluciones para que en todo el territorio del Estado español no se produzca discriminación entre los ciudadanos.

Los jueces ejercemos un poder que exige un cuidadoso sistema de selección que aleje el riesgo de pertenecer a una casta intocable, superador de ese modelo decimonónico de oposición memorística, que la Constitución no impone, y que además es insostenible. La Escuela Judicial no resuelve el problema, porque los 18 meses de estancia en ella no sirven para seleccionar a los mejores: en los últimos 25 años, sólo uno de los más de 1.500 alumnos ha quedado excluido. Un sistema que sólo sirve para acrisolar entre los futuros jueces "vínculos firmes de solidaridad corporativa". Algo similar ocurre con la “industria de los preparadores”, pilar del sistema de oposición. La relación preparador/opositor genera una curiosa empatía, por encima de diferencia de edades, trayectorias e ideologías.

Una reforma que exigiría establecer las bases para contar con buenos jueces capaces de tomar decisiones y de razonarlas, argumentarlas en conexión con la realidad social, explicarlas a los ciudadanos y motivarlas a las partes. El derecho comparado muestra que son frecuentes en muchos países los exámenes psicotécnicos, la valoración de la experiencia profesional y las pruebas eminentemente prácticas. Baste como ejemplo el modelo de los Países Bajos en donde se inicia la selección con una prueba de inteligencia y otra de personalidad de los candidatos, para seguidamente enviar a los preseleccionados a la Escuela Judicial durante seis años, con duras pruebas teórico-prácticas, y sólo serán jueces titulares tras unos años de buen rendimiento.

Entre los cambios que en materia de justicia están todavía pendientes en España, a mi juicio, el más urgente es reformar el acceso a la función judicial para erradicar así la endogamia judicial y racionalizar a la carrera judicial. Entre la apelación al corporativismo o al descrédito, hay que encontrar entre todos el espacio donde ofrecer a los ciudadanos la solución a un problema tan español, y que tantos nos diferencia de Europa y del resto del mundo.

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Alfonso J. Villagómez Cebrián es magistrado y doctor en Derecho por la USC.

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