Plaza Pública

La I Antiguerra Mundial

José Manuel Rambla

Estamos en guerra. Nos lo recuerda continuamente el presidente del Gobierno con su lenguaje épico, la vistosidad de los uniformes que aparecían hasta hace unos días en las comparecencias de prensa, incluso la presencia de soldados en nuestras calles. Y nos lo recuerda, sobre todo, el temido parte de bajas que cada día recibimos con angustia. Sí, estamos en guerra. Pero sin duda nos encontramos ante una guerra extraña, diferente, porque en realidad nos enfrentamos a la antítesis de un conflicto bélico. Incluso no resulta exagerado pensar que, en cierto modo, lo que estamos viviendo estos duros días son los combates feroces de la I Antiguerra Mundial.

Por primera vez en la historia de la humanidad los protagonistas de esta lucha no son los héroes que asaltan trincheras o defienden posiciones, sino los antihéroes de una retaguardia inexistente que nos ha dejado a todos expuestos en la primera línea. Por eso no anhelamos el valor de quien avanza entre metralla y explosiones, sino la responsabilidad humilde de quien nos trae verdura fresca o limpia nuestras aceras. No esperamos la firmeza y osadía de los generales en sus centros de mando sino la ternura, el cuidado y el buen saber de nuestros sanitarios.

En esta antiguerra sin línea del frente es la misma retaguardia la que se convierte en cruda imagen de la batalla: las calles vacías, paralizadas, extrañas de sí mismas. No hay en ellas nada que evoque el supuesto bullicio civil insensible ante el sacrificio callado del combatiente acorralado por el fuego enemigo. Y en esta antiguerra tampoco habrá, no lo olvidemos, la alegría desbordada del Día de la Victoria: no tendremos ninguna fotografía épica que simbolice el triunfo sobre el enemigo, como la de aquellos marines en Iwo Jima o la del anónimo soldado soviético alzando la bandera roja en lo alto del Reichtag. Ninguna pareja de jóvenes se besarán apasionados entre la multitud de Times Square cuando esto acabe, como la inmortalizada por la cámara de Alfred Eisenstaedt, por mucho que imitar aquel gesto sea hoy lo que más deseemos. No habrá desfile de la victoria para festejar el fin de esta antiguerra.

Una cosa, sin embargo, sí equipara nuestra experiencia y la de aquellas antiguas guerras que, aunque para muchos pueblos siguen siendo más presente que pasado, nosotros solo conocimos en los libros de historia y las salas de cine: la inevitable posguerra que vendrá. Y bueno es tener presente que, en todas las épocas, la posguerra ha terminado siendo la última gran batalla de la guerra. En 1918, con la gripe española como telón de fondo, la posguerra fue el nido perfecto que incubó el huevo de la serpiente que terminó eclosionando en forma de fascismo. En 1945, permitió la construcción del New Deal y el Estado de Bienestar, al menos en parte de Occidente ya que en otras zonas del mundo la Guerra Fría no dejó de estar caliente, y en España un espejismo de desarrollismo sin bienestar no llegó hasta los años 1960, manteniendo los olores rancios a cuartel y sacristía.

¿Cómo será la posguerra de esta I Antiguerra Mundial? Está por ver y construir. Sus perfiles se están dibujando hoy con trazo grueso, rápido y contradictorio, como evocándonos las antiguas dialécticas del viejo mundo perdido. En su apresurado bosquejo hallamos rasgos solidarios, de reconocimiento por lo público, lo de todos, por esos tanto tiempo invisibles que hoy han resultado imprescindibles. Pero también vemos el vómito, nos salpica su pestilencia, la excrecencia de los cínicos, la desvergüenza de los miserables. Vemos muertos físicos en su ausencia de fría estadística y velatorios vacíos. Y enfermos sociales a los que un sistema, implacable como el virus, se resiste a reanimar por considerar que el respirador de una renta básica oculta en sus mecanismos una vacuna contra su cuenta de resultados. Vemos guiños de complicidad en los balcones y parapetos de egoísmo; ansias de libertad y fantasmas autoritarios.

Todo ello bulle hoy en nuestras casas, en los gabinetes ministeriales, en los consejos de administración, en los teatros vacíos, en las videoconferencias con Bruselas, en las redacciones virtuales de los periódicos agonizantes, en las soledades de las residencias de ancianos, en los despachos políticos, en la intemperie ausente de los bares. Y de esa ebullición surgirá el día después, ese que también será extraño, que no culminará con una celebración colectiva en las calles. No importa. Porque el reto real que tendremos que afrontar es que cuando esto pase, podamos celebrar, todos, la posguerra.

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José Manuel Rambla es periodista.

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