Plaza Pública

Predecir el pasado: Viejo cinismo para nuevos profetas

Jesús Izquierdo Martín

Ya nos vamos acostumbrando: ese elenco de políticos, periodistas y contertulios conservadores que nutren instituciones, radios y televisiones de pronóstico fácil se deja ver y escuchar; con la ventaja añadida de una audiencia sedienta de venganza por unos muertos que nunca deberían ser propiedad privada salvo que se pretenda esgrimirlos como justificación para un desquite injusto. Y sus palabras resuenan amplificadas en el golpeteo desleal de las caceroladas, con un sentido casi gregario, de tribu en fase rito de paso que busca su “libertad” en detrimento de la salud pública. Los nuevos profetas afloran en instituciones y medios para decirnos que en aquel decisivo día 8 de marzo ya sabían del desastre que se iba a producir y conocían los remedios a aplicar. Miran hacia el pasado y revelan a su público su omnisciencia, como si estos observadores actuales pudieran proyectarse hacia el pretérito, con el mismo conocimiento, idénticas experiencias y análogas expectativas que las que hoy tienen. Y nos recuerdan con aviesa insistencia que, a diferencia de ellos, la inacción de los gobernantes fue resultado de su ignorancia, de su sombría connivencia con los intereses feminazis o simplemente del irrefrenable deseo de limitar las libertades de los españoles, especialmente aquellos que “sufren la reclusión” ya no solo en el barrio de Salamanca, Madrid. Y hay augures que apoyan sus predicciones en datos, como si estos hablaran por sí mismos, como si no fueran interpretaciones hechas desde un presente que busca el desquite jugando a la aparente ciencia del augurio.

La particularidad de esta crisis actual es que no solo ha modificado nuestra existencia diaria; también parece haber revolucionado la temporalidad. Y en ese río revuelto se han vuelto a colar los predicadores. La profecía es una actividad bien asentada en las tradiciones religiosas: se estaba más próximo a dios cuando se conocían sus designios, cuando se tenía la destreza de asegurar el futuro. Lo que iba a ocurrir estaba ya escrito. Bastaba con buscar, ya sea en la Biblia ya en el Corán o en otros textos sagrados, el enunciado idóneo e interpretarlo para ajustar dicha interpretación al acontecimiento presente. Es el futuro pasado de muchas culturas. Quien se hace creer por sus profecías, se cumplan o no, es quien ostenta el poder. Es el poder del tiempo. Los incompletos procesos de secularización no han quebrado esta cínica dinámica del vaticinio. Es más, cuando se suponía que dios había muerto, la modernidad se vio compelida a “descubrir” filosofías de la historia que describieran un buen destino para nuestras comunidades. Es este también el significado del concepto escatología. Si el “juicio final” bíblico ya no era nuestra vocación, había que identificar en el pasado regularidades descriptoras de una ley histórica “objetiva” que orientara las conductas humanas en la dirección correcta. Que se lo pregunten al marxismo o a los teóricos de la desregulación liberal. Sin embargo, cuando actuamos pautados por aquellas leyes, los resultados no fueron los esperados. Nuestro entusiasmo por alcanzar fines predichos como la nación, el comunismo o el dominio de la naturaleza, terminaron en un Auschwitz, los Gulags soviéticos o un desastre como el de Chernóbil. Cierto, hay expectativas cumplidas, pero son más bien producto de regularidades tan inestables como precaria es la vida.

Toda la reflexión del filósofo e historiador alemán Reinhart Koselleck merodeó sobre esta temporalidad de la modernidad, sobre su tendencia a romper el lazo indisoluble del tiempo sagrado que había unido experiencias y expectativas. Y es que nuestros antepasados –eso que denominamos premodernos- creyeron que, si lo experimentado se repetía, lo mismo podía pensarse de las esperanzas futuras. El carácter irreversible de los eventos únicos –históricos- fue culturalmente sustituido por una serie reversible de acontecimientos idénticos. Casi podríamos decir que se experimentaban las expectativas. Pasado y futuro disfrutaron así, durante siglos, de una duradera alianza porque llevaba la rúbrica de una pluma divina. Pero aquel vínculo se desbarató cuando las experiencias dejaron de tener sentido según los textos sacros y el futuro se abrió de par en par. Los profetas, los augures, quedaron sin palabras. Algunos se aferraron al pronóstico, a la predicción de que no todo futuro era posible. Los modernos trataron de mantener algún tipo de pegamento entre pasado y futuro a través de aquellas leyes “objetivas” de la historia, reducidas paulatinamente a simples relatos de arrogantes humanos. Y el porvenir quedó sin raíces seguras, sumido en una temporalidad porosa y acelerada. Que se lo digan a los economistas antes de la llegada del pillaje de 2008.

Sin embargo, han vuelto los agoreros; esos nuevos sacerdotes que aventuran –no se puede calificar de otro modo- soluciones a problemas por ellos ya previstos. Lo que convendría recordar a estos manipuladores y visionarios del pasado es que, aunque del ayer seamos herederos –la relación entre las políticas públicas del PP y la crisis sanitaria así lo avala-, no todo el pretérito es manejable desde el presente porque el ayer es también un lugar extraño. Interpretar el pasado asumiendo su extrañeza, sin la familiaridad con la que nos lo cuentan los predicadores de la derecha, supone reconocer humildemente que hace tan solo unos meses éramos personas distintas, con otras experiencias y, por consiguiente, otras expectativas. Lo éramos porque menospreciamos un virus por razón de su procedencia, porque arrancaba de un territorio más allá de los Urales. Lo desconocíamos, no solo por nuestras limitaciones tecnológicas o científicas, sino, sobre todo, por la soberbia despectiva de un “occidente” para el cual lo que se origina en sus arrabales no afecta, salvo colateralmente, a sus formas “desarrolladas” de ser y actuar. El covid-19 –o como queramos denominar a esa diminuta entidad- era cosa de asiáticos; era un asunto tan de asiáticos que algunos de nuestros conciudadanos, de origen “oriental”, han sido estigmatizados como portadores “naturales” de ese microorganismo y se han visto obligados a resistirse a través de campañas como “No soy un virus”. Una muestra adicional del racismo anti-asiático que ha recorrido occidente en estos últimos tiempos. Triste y reprobable realidad.

 Nuestra dejación –de la de la derecha, de la izquierda y un largo etcétera- frente a la amenaza del virus esconde la negación de la propia amenaza. Es producto de la petulancia neocolonial de una cultura soberbia –europea, española incluida- que, como sostendría el sociólogo jamaicano Stuart Hall, convierte la geografía imaginaria de lo oriental es el “afuera constitutivo” de lo occidental. Sus microorganismos son solo de incumbencia, en este caso, de China. Y como actualizadores del fenómeno colonial fuimos incapaces de sentir dolor por sus muertos, de tomar en serio el desparrame de un virus sin nacionalidad y, lo peor de todo, de asumir las consecuencias de lo que denominamos, con la boca llena, globalización. Capitalismo, vamos. Ya hace años que el director David Cronenberg, en su película M. Buttefly (1993), nos colocó ante nuestras miserias colonialistas: ese sujeto asiático, exótico o erótico, ese chino estereotipado es solo la proyección de nuestros miedos atávicos y de nuestras pasiones reprimidas. Continuamos siendo victorianos.

Puede que, suscribiendo las palabras del crítico literario y activista Edward W. Said, no queramos conocer más sobre otras geografías porque creemos que, sobre ellas, todo lo sabemos. Es indicio de nuestra propia tradición colonialista. Ahora bien, el síntoma procede de una enfermedad que, a diferencia del covid-19, tiene curación: humildad y colaboración. Implica reconocer que la situación actual es resultado de nuestros desafíos irresponsables contra la humanidad y la naturaleza. Desafíos emprendidos por todos y, por consiguiente, responsabilidad de todos. Sin embargo, aquí seguimos, escuchando a los agoreros, con su jactancia de grandes sabedores, cobijados en un cinismo irresponsable que impide todo cambio para sacudirnos nuestras formas neocoloniales de conducta. Unos y otros –PP, VOX y otros- sabían y saben quiénes eran y son culpables y responsables: chinos y un mal gobierno social-comunista. Su conocimiento, no obstante, se reduce a prédicas embaucadoras, propias de los trileros de estos días, de los carroñeros del despojo. Nos quedan, sin embargo, algunos otros; aquellos que, más allá de predecir, dicen que occidente tendrá algún día que renunciar a su soberbia. Podríamos aprender así algo nuevo, algo distinto sobre lo humano. Nos va mucho en ello.

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Jesús Izquierdo Martín es profesor del Departamento de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Madrid y codirector del programa de radio Contratiempo. Historia y Memoria (Círculo de Bellas Artes).

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