Plaza Pública

Democracia en estado de alarma

Toño Benavides

Por mucho que la democracia sea la peor forma de gobierno a excepción de todas las demás, según dejó tallado en piedra el orondo Winston Churchill, es precisamente a través de su marco garantista, que asegura la posibilidad de defender cualquier opción política, como pueden llegar a imponerse las dictaduras, según describió Karl Popper con la paradoja de la tolerancia en La Sociedad Abierta y sus Enemigos. Por la brecha que le confiere a la democracia su condición más característica, el pleno uso de la libertad de expresión, se colarán precisamente las dictaduras; ya estén basadas en el control social a través del partido único, la esclavitud económica por los perversos mecanismos de la deuda, la imposición de la estupidez por la única razón de su mayoría numérica o el uso reiterado y consciente de la mentira como argumento. Así pues, en España, donde la izquierda fue siempre garante de las libertades al contrario que la derecha, es la llegada de la escisión ultra de esta última a las instituciones lo que nos obliga a plantearnos el balance entre la tolerancia hacia cualquier posición política, por repugnante que nos parezca, y la necesidad de supervivencia de la propia democracia. Ésta es la tesitura real en la que se halla la derecha civilizada y democrática (si es que eso existe): o bien se sitúa al lado de la izquierda en la defensa de los valores democráticos o se alía con la ultraderecha en el camino de su destrucción.

Los valedores de una dictadura se perpetúan en el poder hasta que ésta se viene abajo, lo cual a veces lleva tanto tiempo como dure una dinastía, sin que haya mecanismos fijos, ni fórmulas sociales para promover el cambio. La democracia, en cambio, corre peligro todos los días y existen infinitas formas de socavarla. No es una forma de gobierno que se pueda adoptar de la noche a la mañana como el que adopta un cerdo, y pretender que, desde el primer momento, se comporte en la mesa como una persona civilizada. Lo más probable es que el cerdo se ponga a hociquear en el plato del compañero mientras le gruñe al comensal de enfrente para acabar meándose en los zapatos de alguna señora.

La ventaja de las dictaduras es que apenas exigen esfuerzo por parte de la ciudadanía. Basta con renunciar a todo aquello que nos distingue de los animales, desconfiar de la política, dejarse llevar sin oponer resistencia, elegir una aparente seguridad a costa de la libertad y no tener muchas aspiraciones culturales; en una palabra: obedecer. Bueno, eso y algunos miles o millones de muertos, según los casos porque, en aras de la eficiencia, las dictaduras suelen acudir al diálogo con sus adversarios con la pistola sobre la mesa para vencer cuando no pueden convencer.

La democracia es algo más compleja y se sostiene gracias a la voluntad y el esfuerzo mental diario de cada individuo, sobre todo cuando se es consciente de su fragilidad, pero también cuando se comprende que no es un fin en sí misma, sino un instrumento para caminar, como la utopía en la cita de Galeano. Se espera que la ética, la cultura y la educación de los ciudadanos no haga necesarias las alambradas de leyes y los muros de reglamentos que, sin embargo, sí son necesarios para contener a los animales cuando la ciudadanía se reduce a una masa social informe y sometida. Un país está menos preparado para la democracia cuantas más leyes necesita. No puede haber garantías para la supervivencia de la democracia en un país ignorante, como tampoco se puede plantar una margarita en el corral y pretender que no acabe comida por los cerdos.

En lo que se refiere a sus ascendientes ideológicos inmediatos, lo que distingue a la derecha de la izquierda, en España, es que mientras aquella es deudora directa de la dictadura fascista –con esa peculiaridad nacionalcatólica tan nuestra que bebe del Antiguo Régimen–, ésta no hereda sus valores de ninguna concepción totalitaria del Estado socialista, sino de la Revolución Francesa, como referente directo de toda democracia moderna que se tenga por tal; a pesar de los intentos por parte de la caverna política y mediática de hallar el origen de las dictaduras comunistas en la toma de la Bastilla. La presencia en las instituciones de las nuevas fuerzas políticas provenientes de la protesta y la indignación social no tienen nada que ver con el estalinismo, por más que se les quiera identificar con un contubernio de podemitas bolivarianos dispuestos a sodomizarnos a todos con sabor venezolano.

Desde la muerte de Franco, todos los agentes políticos que aspiraban a entrar en las instituciones fueron moviéndose disciplinadamente dentro de los límites previstos por su testamento hasta desembocar en la Constitución de 1978 como la expresión, no del contrato social más justo, sino del único posible en aquel momento. Nuestras izquierdas de entonces nunca se permitieron pensar y actuar libremente al margen de la capacidad de coerción del Estado. No creyeron posible otro punto de partida más limpio y menos hipotecado por el pasado inmediato. Nuestra democracia nació coja porque no hereda su legitimidad de la II República, como último régimen democrático legalmente constituido. No proviene de una ruptura con el franquismo, un borrón y cuenta nueva como en el caso de Italia o Alemania, sino de una ¨transición¨ –que algunos escritores, como Rafael Reig, aciertan al llamar “transacción” de poder–, al parecer, envidia del mundo entero por pacífica y mesurada. Como si la responsabilidad de asegurar la paz hubiera recaído en los que pusieron los muertos durante la represión de la posguerra y los que en aquel momento caían víctimas del terrorismo de Estado o de grupos de ultraderecha, como Yolanda González, en 1980, o Mari Luz Nájera y los abogados laboralistas de la matanza de Atocha, en 1977.

En España, hay temas de conversación, como éste, que suelen terminar casi siempre con la misma expresión de impotencia: Se hizo lo que se pudo. Y entre lo poco que se pudo está la Ley de Amnistía de 1977 que, si bien fue pensada en principio con el fin de liberar a los presos políticos de las cárceles franquistas, también tuvo el perverso efecto de una Ley de punto Final a la que se acogieron unos cuantos patibularios de cuello duro que, de otro modo, hubieran tenido que rendir cuentas por los crímenes de la dictadura: Rodolfo Martín Villa, Jesús Muñecas o Jesús González Pacheco, alias Billy el Niño, entre otros. Ésta es la razón de que, entre las filas conservadoras, haya tantas reticencias a la hora de emitir una condena clara del régimen anterior o sientan alergia ante la Ley de Memoria Histórica. Una carencia congénita que hace que rehúyan los actos públicos que en Europa se llevan a cabo periódicamente para rendir homenaje a los combatientes contra el fascismo en la Segunda Guerra Mundial, o en recuerdo de los prisioneros españoles de los campos de concentración nazis que Franco tuvo a bien entregarle a la Gestapo de Hitler. Aprovecho para recomendar el documental del periodista y escritor Carlos Hernández, Los últimos españoles de Mauthausen y del resto de campos nazis.

Con estos antecedentes, es fácil comprender que la apariencia externa de la derecha española podrá utilizar tantos aderezos coyunturales como le plazca a sus dirigentes, ya sea un despliegue de comunicaciones multipantalla, una oportuna barba hipster, o el matrimonio gay de alguno de sus representantes más destacados; la razón de su existencia se debe básicamente al viejo proyecto político en defensa de unos privilegios de clase que les condujo, en el 36, a financiar un golpe de Estado militar, el genocidio posterior y una dictadura que duró cuarenta años “de extraordinaria placidez”, como los definió Jaime Mayor Oreja.

Pero, ¿tantos miembros componen esa clase como para llenar la mitad del Congreso con sus representantes? ¿Tantos ricos hay en España? No parece que la razón electoral de sus mayorías parlamentarias esté en el número de rentas altas que integran ese grupo con intereses muy concretos, conscientes de la necesidad, la urgencia y quizá la obligación tradicional de defender sus privilegios, sino en esa triste masa de lacayos dispuestos a todo con tal de escalar puestos en la pirámide social para no perder el derecho a vestir librea, porque se avergüenzan de la cuna en que nacieron. Los que estresan la cartera para comprar un Lacoste y, en las tardes de paseo, anudan un jersey en tonos pastel al cuello. Los de la lista de espera para entrar en el club de campo. Los que, en otros tiempos, dejaban a la vista el llavero con el emblema de Alianza Popular colgando del bolsillo como símbolo de prestigio a falta de solvencia económica. Los que miran desde abajo hacia el palco del Real Madrid. Los que exhiben la pulsera con los colores de la bandera como único patrimonio.

"Mucho zapato largo, mucha farola y el puchero a la lumbre con agua sola". Cuando era niño, escuché a mi madre cantar esa canción muchas veces mientras hacía las camas. A falta de un estudio antropológico (y quizá psiquiátrico) más sesudo, creo que la imagen ilustra perfectamente el sentir y el sentido de la mayoría del voto conservador. Gente que prefiere huir de una realidad desfavorable hacia el mundo de las apariencias, en el sentido opuesto a la solución de sus problemas. Esa clase media-baja aspiracional troquelada por un enorme complejo de inferioridad que se deriva de estar en el lado pobre de la desigualdad y que no dudará en depositar un voto en la urna contra sus propios derechos con tal de ser identificada por sus vecinos como perteneciente a esa gauche divine monetaria que, de todos modos, les desprecia.

Marta Ávila, en El Palo del Pobre, publicado en estas mismas páginas, se hacía eco del papel que juega en política el sentimiento de culpa religioso: ”si ser pobre es una responsabilidad, la mayoría ciudadana no querrá reconocerse en la pobreza y votará cada cuatro años contra sus propios intereses […].”

El pecado original, como fundamento de la moral católica, condiciona también la relación de aquellas capas de la población más deprimidas y peor informadas, con todo aquello que perciben revestido de autoridad política o económica, de tal manera que no sólo nacen pecadores, sino culpables de su pobreza y responsables de una deuda que tratarán de saldar en las urnas. Esa gente que, en un momento dado, puede percibir como autoridad a un Pablo Casado en modo Guaidó pasando revista al personal sanitario (tarea que no le corresponde), antes que a un Pedro Sánchez, en las tareas de legítimo Presidente del Gobierno, aprobando por ley un ingreso mínimo vital para las capas sociales más desfavorecidas.

Aquellos viejos privilegios de la clase cómplice de la dictadura y su genocidio, cuyas fortunas provenían de una acumulación originaria de capital extraído de las explotaciones coloniales y el esclavismo, son hoy los intereses de las "treinta familias" de las que habla el escritor Benjamín Prado en Los treinta apellidos(Alfaguara, 2018): “Envueltos en sus banderas, no querían, bajo ninguna circunstancia, que se airease su connivencia con la dictadura y las ventajas comerciales que habían sacado de sus buenas relaciones con el autodenominado Movimiento Nacional, en una época en la que sólo pasando por el aro podías ser un león”. El ÍBEX 30 más otros cinco advenedizos, que ejercen su poder a través de los partidos de derecha e incluso se permiten el lujo de crear alguno de laboratorio de vez en cuando. Su objetivo está muy lejos, no ya del interés común, sino de ese sentimiento patriótico con que se cuadran en los aquelarres de la Plaza de Colón y que consideran tan propio; porque luego juran bandera en Miami, su lealtad es con el banco y puestos a elegir patria, prefieren un paraíso fiscal.

Tanto desde la política nacional como desde las instituciones europeas, actúan única y exclusivamente en busca del beneficio particular, incluso a costa de poner en peligro a toda la población exigiendo el fin del confinamiento en una situación de emergencia sanitaria. Miden la magnitud de la tragedia por la pérdida de beneficios y el estado de alarma se les hace tanto más intolerable cuanto más nos iguala a todos en el sufrimiento. Si, además, en el horizonte asoma una campaña de nacionalizaciones como solución inmediata perfectamente viable ante la crisis económica que se avecina y el Gobierno amenaza con una reforma fiscal que les obligue a pagar lo que les corresponde en proporción con el resto de los españoles, la tentación golpista debe de ser muy fuerte. No olvidemos que siguen considerando el país como su finca particular: Prefieren que se seque a verla ocupada por los aparceros. Además, en España, la toma del poder por la fuerza es una vieja costumbre entre las filas conservadoras desde la excursión primaveral de los Cien Mil Hijos de San Luis o el golpe del general Pavía. No será por falta de fondos; ya no está don Juan March para extender los cheques al portador de la pistola, pero debe haber al menos treinta buenas fortunas a las que les falta el dinero para pagar impuestos, pero les sobra para financiar un golpe de Estado.

Ni siquiera en un país como el nuestro, tan propenso al ridículo solemne del esperpento, sería posible hoy la repetición de una opereta militar al estilo del 23F, pero tampoco habría necesidad.

En un entorno donde cierta parte del espectro político es tan aficionada a utilizar la falsedad como el medio más rentable para conseguir sus objetivos, no debemos esperar la imagen concreta de un tricornio con bigote, pistola en mano, ocupando la tribuna del Congreso; pero sí un ejército de trolls manipulando la información desde el abstracto mundo de las palabras. No es difícil deducir la intención última de un jefe de la Oposición que declara a cada minuto su lealtad a la Constitución envuelto en la bandera, pero tilda de ilegítimo a un Gobierno surgido de las urnas y al sistema parlamentario de pactos. Estamos escuchando a periodistas que claman por un gobierno de concentración donde ya hay un gobierno legalmente constituido. Destacados empresarios del lobby ultracatólico dejando caer la idea de que se le retire el derecho al voto a los rojos, tal y como informó el periodista Ángel Munárriz. Un frente propagandista y parapolicial, actuando desde las cloacas del Estado, dedicado al espionaje de los oponentes, la desinformación y la falsificación documental.

Es posible que todo ello no sea más que una paranoica fantasmagoría ensamblada en el mundo de la ficción dramática y las conjeturas pero, con independencia de la posibilidad real de un proyecto semejante, todo apunta en una sóla dirección: crear un estado de opinión favorable a un giro de timón al margen de la legalidad. Tengamos en cuenta que alguien tuvo que escribir el guión del 23F antes de que se llevase a cabo.

En cualquier caso, si hemos de considerar como una advertencia la paradoja de Popper y aceptar que, en democracia, un exceso de tolerancia puede engendrar la dictadura, entonces debemos admitir que el talón de Aquiles de los demócratas consiste en ver como adversarios políticos lo que en realidad son enemigos del Estado, dispuestos a utilizar los resortes de un sistema basado en las libertades con el fin de acabar con ellas. No hay ningún eufemismo que sirva para ponerles nombre y es posible que nadie quiera decirlo en voz alta pero, antes de que empezáramos a tenerle miedo a las palabras, se llamaban traidores.

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Toño Benavides es ilustrador y poetaToño Benavides .

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