Plaza Pública

La 'nueva normalidad', el 'contrato social vírico'

Los paseantes disfrutan de la playa dela Barceloneta durante el segundo día el desconfinamiento en que se permiten paseos a horas restringidas.

Alejandro Romero Reche | Andrés Villena Oliver

La pandemia covid-19 –como si de una nueva marca mercantil de muerte se tratara– representa la mayor crisis social sufrida por las generaciones que convivimos en la actualidad.

Esta amenaza representa una violación de nuestro modo de vida que tendrá consecuencias más allá del medio plazo y que configura una nueva realidad social de consecuencias todavía imposibles de estimar, más allá del coste económico y humano.

A efectos inmediatos, y como puede comprobarse diariamente, la crisis ha supuesto una demolición de la vida cotidiana. En este sentido, la enunciación eufemística y oficial de nueva normalidad oculta algo más claro y contundente, una sentencia más incómoda de aceptar: en muchos aspectos, las cosas no volverán a ser como eran.

La sociedad, la dimensión más olvidada

Desde el inicio del denominado Estado de Alarma, el confinamiento y la escalada de contagios y muertes nos instalaron de forma súbita en un paisaje que la mayoría solo conocíamos a partir de los ensayos generales de la ficción apocalíptica. En cuestión de pocos días, nos fue arrebatado el mundo que sabíamos habitar. Y tan desesperadamente queremos regresar a ese mundo que, a medida que se relajan las restricciones, sentimos la atracción de los viejos hábitos, todavía aturdidos por la irrealidad de la situación, en medio de una primavera que por todas estas razones resulta un tanto irónica: el momento más placentero posible para salir puede ser el más peligroso.

Mientras nuestros expertos –especialistas en las diferentes disciplinas que ahora nos parecen imprescindibles– opinan y proyectan las mejores medidas a seguir, mientras los sociólogos nos prodigamos en estudios de opinión y encuestas sobre cómo sobrellevamos el encierro, pocas voces se alzan a comentar lo que le está sucediendo a la sociedad, como realidad entrelazada con el resto de las dimensiones de nuestra vida, pero dotada de autonomía. ¿Qué ocurre con las expectativas, las creencias, los valores y las actitudes de unos ciudadanos que están viviendo de manera conjunta un shock tan alarmante? ¿Qué le ocurre al vínculo social cuando la interacción cara a cara se convierte en una amenaza?

El sesgo inherente a la disciplina demoscópica ha condenado a la Sociología a identificarse estrictamente con los estudios electorales. Conocer lo que aflige a una sociedad, lo que se está transformando en ella, y cómo puede comenzar esta a reaccionar en las presentes circunstancias adquiere un valor fundamental tanto para los economistas, los psicólogos, los dirigentes políticos e incluso los profesionales de la medicina.

El comportamiento social, algo muy diferente de la suma de los individuales, representa un objeto de estudio fundamental para comprender qué puede sucedernos, e incluso para ofrecer explicaciones que contribuyan a comprender mejor nuestra conducta psicológica, económica, etc., en las fechas por venir. En este sentido, si bien el acaparamiento compulsivo de papel higiénico de los primeros días previos al confinamiento parece ya propio de otro mundo, este representa un comportamiento social que ofrece muchas pistas sobre posibles futuras dinámicas.

‘Viernes 13’: la primera ruptura cultural

El pasado viernes, 13 de marzo, el presidente del gobierno anunciaba a través de la televisión la declaración del denominado Estado de Alarma para combatir la pandemia. El fin de semana anterior, cuando las informaciones ya resultaban sumamente preocupantes –y numerosos centros socioculturales de personas mayores habían cerrado sus puertas de manera preventiva–, decenas de miles de personas disfrutaron de todo tipo de espectáculos en la mayoría de las ciudades del país. El mismo día de la declaración de alarma, quedó documentada la marcha apresurada de numerosos ciudadanos –por ejemplo, de la ciudad de Madrid– a segundas residencias en la costa y en el interior.

Este ejercicio de desobediencia civil reflejaba una conducta individualista ajena a una orden que, con los días, demostraría ser necesaria e incluso haberse quedado corta. Es probable que dicha conducta contribuyera, además, a propagar el virus por otras ciudades, multiplicando así el riesgo de contagio, de enfermedad y de fallecimientos. En los días posteriores, las detenciones de personas desobedeciendo el Real Decreto que materializaba jurídicamente el Estado de Alarma serían continuas, y el papel de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, indiscutiblemente necesario para todo ello.

Además de reflejar una deficiente percepción del riesgo –pues la posterior y progresiva socialización en la gravedad de la situación ha contribuido a que cada vez más gente entienda la magnitud de la pandemia–, los comportamientos arriba expuestos mostraban una inercia cognitiva y valorativa, es decir, una conducta social guiada por valores individualistas de rechazo frontal a una decisión soberana, estatal, dictada para proveer de seguridad a la mayoría de la población y minimizar el riesgo.

Pero el paso de los días y el peso de los acontecimientos acabaría produciendo una ruptura cultural: aquellos héroes inconformistas del fin de semana, caracterizados por supeditar las normas colectivas al interés propio, habían puesto en riesgo mortal a muchos otros, dificultando, además, la tarea de trabajadores esforzados en mantener el orden en unas circunstancias de riesgo extremo. Este dudoso heroísmo había mutado en un agente patógeno, transmisor y garante del virus, algo cercano al bioterrorista.

El golpe producido por la extensión rápida y descontrolada de un virus que puede matarnos a nosotros y a nuestros seres queridos tiene su reflejo en el trauma cultural que supone la imposición de la autoridad a toda costa. Tener que mostrar un ticket del supermercado a un Policía que puede pedirnos nuestra identificación por salir a comprar, o detenernos por circular en coche representa una experiencia absolutamente nueva que rompe con un periodo de socialización en el que este tipo de situaciones pertenecían a las fantasías distópicas.

Este shock cultural, que no nos dejen salir –mediado por eslogan colectivo, algo más suave, de nuevo, eufemístico, de quédate en casa–, remite a un estado de cierta minoría de edad transitoria, un castigo que contrasta radicalmente con nuestro punto de partida, con ese momento cero en el que este estado de excepcionalidad se declarara.

Nuestro hedonismo individual, condición adaptativa de una sociedad en la que, hasta ahora, el riesgo y el placer se han alternado de manera compatible, se encuentra culturalmente herido por el cambio en el orden de prioridades –con un complicado baile entre esos pilares valorativos que son la libertad y la seguridad–, en un periodo de aceptación de todo lo sucedido que consideramos recientemente iniciado. Los riesgos, constantes a lo largo de nuestra vida, parecen haberse concentrado en un agente representativo de todos ellos. Si la incertidumbre es un negocio para muchos y, para la mayoría, una realidad que debe negociarse y asimilarse de manera esporádica, el nivel actual nos lleva a una situación de impotencia que requerirá mucho tiempo absorber.

Todas estas situaciones se producen sobre un trasfondo informativo de diarias cifras de muertos, de ingresados, de curados, etc. Expuestas en grandes pantallas y representadas a través de escalofriantes gráficos, recuerdan, con macabra ironía, a aquellas primas de riesgode los países del sur de Europa en los años 2010 y 2011. Italia y España se retuercen para acabar con una pandemia que los países del norte no están sufriendo de la misma manera, lo que representa otra distorsión de carácter asimétrico que, de nuevo, dificultará la adopción de acuerdos de recuperación económica para todos.

El miedo es el mensaje, más que nunca. Esta socialización violenta es el mayor mecanismo de control de nuestras sociedades en este momento: todos queremos que la curva baje, y, con ello, hemos aceptado desconocer temporalmente otros riesgos asociados a la extensión del virus, como la escasa población inmunizada, los planes de salida, los lugares donde el virus pueda estar más concentrado, posibles periodos de rebrote, etc. Pero este primer consenso fruto del shock tiene también fecha de caducidad, adelantada por las estrategias de polarización de los partidos políticos que buscan, ellos también, la posición más ventajosa cuando llegue por fin la nueva normalidad.

El nuevo ‘contrato social vírico’: una dimensión inesperada

En los fenómenos sociales no todo puede ser negativo. El sujeto individual, sufriente por la concentración de sus riesgos, exhibe una respuesta basada en el miedo, pero que integra más contenidos, algunos de ellos, esperanzadores. El contrato social vírico es el de no salir, el de confinarnos y tomar toda medida de seguridad posible, no solo para la supervivencia individual, sino también –la primera novedad significativa– para la mejor contribución conjunta a la extinción de esta catástrofe.

Más allá de la fase de la culpa –responsabilizar al gobierno, a los vecinos o a otros agentes de lo que está sucediendo, fase en la que muchos preferirán continuar–, el dolor infligido también está obligando a un cambio de comportamientos que puede influir sobre las actitudes, sobre las creencias, sobre los valores y sobre la construcción de una realidad social más acorde con lo que está sucediendo y lo que está por venir.

Fenómenos un tanto grotescos, como las escenas de pánico al desabastecimiento vividas en supermercados, o las experiencias de los primeros paseos por la calle al comenzar la desescalada, nos hacen conscientes de dinámicas sociales perversas cuya contención depende de la responsabilidad social de todos nosotros. En estas situaciones constatamos de primera mano la realidad de la sociedad, que lejos de ser una abstracción, se revela como algo muy concreto que nos puede arrastrar a la irracionalidad o, por el contrario, puede sostenernos y evitar que caigamos al abismo. Un conjunto de realidades culturales entrelazadas que toda planificación política y económica ha de saber estudiar a fondo.

En este sentido y, siempre forzados por las circunstancias, la naturaleza adaptativa del ser humano nos lleva a un replanteamiento de prioridades y de herramientas sociales, con comportamientos que serían impensables hace solo un mes: un análisis distinto del tiempo y del ritmo de la vida profesional y personal, el establecimiento de redes comunicativas de carácter analógico y digital con una frecuencia antes inimaginable, comportamientos de apoyo mutuo que podrían ser objeto de institucionalización, etc.

Además, se reconstruye el sentido de autoridad, de mérito y del papel preponderante de determinados colectivos profesionales, sin despreciar, paradójicamente, la importancia de proveer de servicios de entrenamiento de distintos niveles de calidad para una población encerrada, asustada y desorientada ante tanto nivel de incertidumbre. Asimismo, el valor otorgado a espacios urbanos anteriormente disfrutados de manera inconsciente queda alterado, lo que permitirá ofrecer una perspectiva diferente de la vida en la ciudad.

No parece sensato entender esta crisis, con su volumen creciente de víctimas mortales, como una oportunidad en sentido alguno. Más bien, ante la inevitabilidad de las transformaciones que ya están en marcha, debemos preguntarnos qué tipo de vínculos sociales podemos mantener, o yendo más allá, qué combinación de los distintos tipos de lazos sociales existentes. Porque, aunque la neguemos desde un mal entendido individualismo irredento, la sociedad existe, y pese a lo que las pantallas y alarmismos puedan sugerirnos, sigue gozando de una notable salud.

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Alejandro Romero Reche y Andrés Villena Oliver son doctores en Sociología

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