Plaza Pública

Nuestra especie

Contaminación en Madrid.

Teresa Aranguren

El virus no distingue entre ricos o pobres, mujeres u hombres, españoles o finlandeses aunque, siempre hay que introducir la adversativa que delimita y matiza, sí que difiere y mucho el modo de afrontarlo: confinados en una mansión con jardín y piscina o en un piso compartido de 40 metros cuadrados, en habitación individual de una clínica privada o en la sala de urgencias de un hospital abarrotado, en un país con una potente sanidad pública o allí, sea ese allí EEUU o Somalia, donde rige la máxima del sálvese quien pueda. La pandemia, como su propio nombre indica, nos afecta a todos pero como toda catástrofe es más catastrófica para los pobres que para los bien acomodados. Las reacciones, desde la abnegada entrega del personal sanitario al obsceno oportunismo de quienes como la ultraderecha española –el PP de Pablo Casado y Cayetana Álvarez de Toledo hace tiempo que es ultraderecha– ven en la desgracia colectiva la ocasión propicia para sacar rédito político, las reacciones a esta pandemia, digo, son diversas como diversa es la sociedad en la que vivimos pero en todas late un sentimiento común de desconcierto, un estado de perplejidad ante la amenaza indiscriminada, silenciosa y letal que nadie había previsto porque ¿quién podía prever algo así ?

Últimamente, o sea hace ya una pila de años pero no los suficientes como para ser otro tiempo, nos preocupa mucho la cuestión de la identidad, o sería más apropiado decir identidades: identidad de clase, de género, de opción sexual, nacional, nacionalista, de patria chica y de patria grande, étnica, racial, de campo o de ciudad o de ambos a la vez y además somos artistas o albañiles o payasos o fisioterapeutas o periodistas o jueces… Somos la suma de muchos yoes, muchos nosotros, muchos otros, muchas identidades que no son necesariamente excluyentes pero pueden llegar a serlo y hasta pueden convertirse, como tan bien ha explicado el escritor libanés Amin Maaluf, en identidades asesinas. A veces parece que solo nos identifica aquello que nos separa.

En toda esta retahíla identitaria hay una significativa ausencia, falta la identidad primera, la radicalmente común, aquella que nos identifica e iguala como género humano o, dicho de otro modo, identidad de especie. Y se echa en falta especialmente ahora en medio de esta pandemia que si algo ha puesto en evidencia es lo vulnerables que somos como especie. Ahora que hemos visto filas de ataúdes en morgues improvisadas alineados como un ejército en formación de espera, mientras se hace el recuento de bajas de cada día. La muerte siempre ha sido la gran niveladora porque por muy exclusiva que sea nuestra condición, por muy distintos y únicos que nos creamos, la muerte nos iguala, no es condición de clase, ni de género, ni de nacionalidad, es condición de especie, todos morimos. Pero en nuestras sociedades se ha erradicado la conciencia de la muerte, olvidamos que existe y al olvidarla hemos olvidado lo que somos. Vulnerables y mortales.

Pensar en términos de especie tiene algo que ver con la religión en el sentido etimológico y laico del término; religión viene del verbo latino religare en el que “re” indica intensidad o volver a y “ligare” es ligar, vincular, amarrar, mezclar. Lo religioso, que no es lo mismo que las religiones, sería la conciencia reforzada o recuperada de formar parte de una unidad primordial, conciencia de ser dependiente e interdependiente de algo que no soy yo pero que me integra y configura. Conciencia de que todos somos uno. Identidad de especie.

No sé si en el pasado, en el mundo antiguo o en el de las tribus prehistóricas, esta gran intuición de una unidad esencial de la que somos parte, estuvo activamente presente pero sí creo que a lo largo de la historia humana ha ido quedando arrinconada como un trasto inútil que nadie recuerda excepto los poetas, los místicos y algún que otro filósofo.

La detención de Juana

La detención de Juana

Hasta ahora, cuando la realidad del cambio climático y la posibilidad de estar en peligro de extinción nos ha devuelto esa olvidada conciencia unitaria y nos ha vuelto a situar en lo que somos: una especie cuyo destino está indisolublemente ligado al destino del planeta que habita. La conciencia ecológica es conciencia de especie. Y adquiere especial trascendencia en estos tiempos en los que un virus desconocido nos amenaza a todos y distorsiona radicalmente nuestro sistema de vida. Uno de los efectos colaterales de esta pandemia es la evidencia de que se puede parar el mundo o más exactamente las actividades más devastadoras de nuestro mundo. Hemos visto las calles de nuestras ciudades casi vacías de coches, el aire transparente, el cielo no contaminado por el tráfico aéreo, el acogedor silencio en espacios donde antes imperaba el ruido, la naturaleza recuperándose de los efectos dañinos de dañinas actividades humanas; de algún modo hemos descubierto cuánto de superfluo había en lo que habíamos llegado a considerar imprescindible y que cambiar el rumbo destructivo de un desarrollo sin límites es posible. Hemos puesto en marcha mecanismos de supervivencia que desconocíamos como tales, la solidaridad, por ejemplo, que desde el punto de vista antropológico es el método más eficaz para la supervivencia del grupo; hemos comprobado hasta qué punto somos frágiles y destruibles y resistentes. Hemos actuado, al menos durante un tiempo, al menos algunos, con conciencia de especie. Me gustaría creer que no lo olvidaremos.

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Teresa Aranguren es periodista y escritora.

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