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Plaza Pública

Peleas de barro

Varias personas portan banderas de España mientras escuchan el himno nacional en la plaza de Chamberí, en Madrid, en protesta por la política del Gobierno en la gestión de la pandemia del coronavirus.

José Manuel Rambla

El cine es una ilusión. No sorprende, por tanto, que los cinéfilos nos acerquemos a él con la predisposición del iluso. Bergman, por ejemplo, consiguió engañarnos. Logró hacernos creer que el duelo final de una vida acosada por la Peste Negra sería una partida de ajedrez entre la enjuta figura de Max von Sydow y el blanquecino rostro de Bengt Ekerot resaltado por las enlutadas túnicas con que encarnaba a la Muerte. Hoy sabemos que no es así, aunque el tecnicismo científico haya sustituido el poético nombre de aquella epidemia medieval por un moderno y letal acrónimo en inglés.

La pandemia no ha llegado hasta nosotros con delicadas piezas talladas en madera bajo el brazo, con las que desarrollar nuestra estrategia fatal sobre un tablero cuadriculado. Por un momento llegamos a pensar que sería así, confundiendo el confinamiento con un recogimiento monacal que nos daría la paz interior necesaria para repensar el mañana. Pero no ha sido así. La muerte vino –como casi siempre– sucia, más predispuesta a combatir con nosotros en el barro que a disputar una noble partida de ajedrez. Y en España, además, no han faltado desde el primer minuto los que se entregaron con entusiasmo a sustituir el fango por las heces.

Y ahí estamos, inmersos en un cuadrilátero de barro y de mierda mientras alrededor contemplan nuestra pelea desesperada los ojos ávidos de los apostadores. Porque al final la atención vuelve a estar centrada en quién se llevará las ganancias de una apuesta arriesgada. En Minnesota, los negros pobres mueren asfixiados por el coronavirus en sus pulmones, o por la rodilla de un policía en sus gargantas, mientras Donald Trump vigila por los negocios; en La Haya o Viena se rasgan las vestiduras ante la perspectiva de pagar una vagancia mediterránea a la que la pandemia habría aguado la fiesta con decenas de miles de muertos. Los mismos argumentos, por cierto, que escuchamos cuando los cayetanos se lanzan a las calles en sus descapotables para reclamar su libertad para dejar hundirse en el fango a esos perezosos a los que un insignificante ingreso mínimo desincentivará de ponerse a trabajar por sueldos miserables.

Es curiosa esta reconciliación que la pandemia ha promovido entre la ética protestante y la estética nacionalcatólica. La única diferencia que hoy les separa es que mientras los primeros aspiran, como hace una década, a reactivar a los hombres de negro para reconducir las cosas, los carpetovetónicos envueltos en la bandera española son más partidarios de movilizar a la Guardia Civil, como toda la vida, aunque al menos por el momento prefieran sustituir el ruido de sables por el ruido de informes. Es tanta la sintonía que hasta resulta fácil imaginarse a Pablo Casado o Santiago Abascal abrazándose con el primer ministro holandés Mark Rutte en una revisión postpandémica del cuadro de Las Lanzas.

En el fondo todos comparten una causa común: definir los límites que conforman sus referentes, determinar quién merece el estatuto de limpieza de sangre que le permita formar parte del grupo. Europa, para unos; España, para otros. Para los primeros, la última palabra la deben tener los tecnócratas neoliberales de Bruselas según soplen los balances financieros. Los segundos, sin embargo, lo tienen más fácil ya que tienen claro que nadie que no sean ellos tiene el más mínimo derecho a ser español; es la lógica de su imaginario de España, a medio camino del barrio de Salamanca y un idealizado siglo XVI, una España que, fiel a las raíces del pensamiento reaccionario español, solo puede existir y reafirmarse frente a esa antiEspaña, origen de todos los males, que es necesario extirpar. Para ambos, en cualquier caso, la aspiración de una integración democrática y social no es más que una distracción que nos separa de la senda que ha de conducirnos al paraíso económico perdido que soñara Milton Friedman, o a la ensoñación plagada de pesadillas de una casposa unidad de destino en lo universal.

No, definitivamente Bergman nos engañó: la Muerte no vino a jugar al ajedrez con nosotros. Y si alguna vez lo intentó, no la dejaron. Resultaba más excitante vernos pelear en el barro, en la mierda. Y a la vista del espectáculo de nuestro sudor y nuestras heridas, entre los sordos estertores de los que van cayendo, aprovechar el momento oportuno para lanzar sus apuestas.

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José Manuel Rambla es periodista

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