Plaza Pública

La inmunidad de rebaño y la jauría periodística

Según las autoridades sanitarias, sólo el 5% de la población española está inmunizada contra el coronavirus. O sea, que el bicho tiene un campo de acción que no se lo acaba en cien años por lo menos. La inmunidad de rebaño, así llaman a esa cuchipanda trágica que se está pegando la dichosa covid de las narices. Y lo que se alargará el banquete si los descerebrados no se ponen la mascarilla y guardan la distancia suficiente, en vez de soltar amarras y abrirse al mar cerrado de sus fiestorras y celebraciones del más diverso pelaje, unas fiestorras y celebraciones en las que el pangolín, vestido con sus mejores galas, es el invitado de honor. Y ellos tan tranquilos. Para ellos vivir no es una mezcla de hedonismo y dolor, como suele ser la vida más o menos. Cultivar y practicar la diversión no sólo es legítimo, sino absolutamente imprescindible para mantener sanos el cuerpo y eso que se llama alma y suele estar en ese sitio donde la razón aporta su grano de arena para completarnos, con aciertos y errores, hasta llegar a lo que somos. Pero la diversión, el pasarlo bien, tiene siempre, y más ahora mismo, la compañía del dolor, de la mirada trémula del desasosiego, de esa palidez científica que nos llena de una desoladora incertidumbre.

La inmunidad de rebaño tiene que ver, también, con un espacio que no es el de la pandemia. Las noticias de cada día me interrogan acerca de cuánta inmunidad hemos alcanzado después de tanto tiempo sufriendo las embestidas del odio, la violencia de esa manada periodística que asalta a todas horas nuestro sueño democrático para convertirlo en una insoportable pesadilla. Hablo de ese periodismo que no es periodismo, sino un entramado de intereses económicos, políticos e ideológicos que disfruta de una extraña impunidad judicial y de una sociedad que nunca ha conseguido alcanzar la inmunidad de rebaño frente al virus mediático que esos intereses representan. Releo los poemas de Juan Gelman: “el rebaño sigue al elefante porque le tiene confianza”. Sí, una confianza que nos viene del tiempo oscuro en que el poder convertía en carne de cañón la disidencia. Mejor callar que plantar cara, mejor el silencio que urdir la estrategia civil de la palabra. La dictadura franquista alargó sin miramiento de ninguna clase –con su política inmisericorde de cárceles y muerte– lo que mucho tiempo atrás había confundido inocentemente la lucha por la libertad con el grito entusiasta de vivan las caenas. La confianza transmutada en sumisión. La sumisión a la fuerza del elefante en los versos siempre vivos de Juan Gelman.

Desde que el PSOE y Unidas Podemos llegaron a acuerdos para formar gobierno, el elefante se ha convertido en un depredador más ágil, con menos densidad de movimiento, siempre dispuesto a señalar la pieza a abatir con la exactitud del francotirador de las ventanas, nunca titubeante a la hora de hacer pum y ver cómo la cacería se ha culminado con éxito, como si estuviéramos en una película de Berlanga o en una barraca de tiro al blanco en las ferias –hoy lastimosamente aplazadas– de los pueblos. Ya pasó lo mismo cuando el gobierno de Rodríguez Zapatero. Y seguirá pasando si esa lujosa Hermandad del Odio –política, económica y mediática, bajo el palio nada disimulado de la Iglesia– no consigue abatir pronto la pieza mayor de su cacería que es el Gobierno. Antes, como para ir haciendo boca, el objetivo de esa cacería es Unidas Podemos y, a la cabeza, su líder Pablo Iglesias. Eso lo sabemos. Se podrá estar de acuerdo o no con ese partido y evidentemente con quien más lo representa, y que es a la vez vicepresidente del Gobierno que encabeza Pedro Sánchez. La crítica al poder –a cualquier poder– es un derecho que nadie nos puede negar, faltaría más. Pero lo que hacen los del acoso permanente no es criticar al Gobierno para que enmiende, en lo posible, algunas de sus decisiones. Lo que hacen es intentar el derribo como sea del gobierno de coalición. No hay normas de ninguna clase para esa cacería. Todo vale, desde la política institucional y orgánica a la utilización de las cloacas policiales para conseguir sus objetivos. Y no lo olvidemos: todo vale, también, para esa manga ancha de que disfruta el periodismo del odio. La jauría.

El patriotismo de pacotilla, como todos los patriotismos. Todos a una, también esos medios y sus periodistas a sueldo de la infamia, para tumbar una posible política de izquierdas en el seno de un Gobierno que no ha ondeado en ningún momento la bandera de la revolución, por más que los de la rabia y el cinismo hayan cambiado, de momento, Cuba por Venezuela en su estrategia de acabar con Pablo Iglesias y después con Pedro Sánchez sin ninguna dilación. Cualquier excusa les sirve: ya ven ustedes cómo una vez más ha servido una misa en memoria de las víctimas del coronavirus para remover la mierda del dolor y pintárselo en la cara como si estuvieran en guerra. Y lo están. Y tanto que lo están. Según la Constitución, esa misa no era una ceremonia de Estado. No podía serlo. Pero ahí estaban los reyes con todas las derechas oficiando el desprecio a esa Constitución que tanto dicen defender. Me doy cuenta y podría hacer una pequeña rectificación: ahí estaban todas las derechas, incluidos los reyes, para oficiar el desprecio a la propia Constitución. Mejor así, con esta última redacción. Las misas las han de pagar la Iglesia y sus seguidores, nunca una ciudadanía amparada por un reglamento constitucional que nos anuncia como aconfesionales. Ya ven ustedes que tremenda paradoja: llevamos cuarenta y dos años de esa Constitución aconfesional y es la primera vez que una ceremonia oficial en memoria de las víctimas, en esta ocasión de las que han sufrido el coronavirus, se celebra sin que la Iglesia sea la principal protagonista. Si con tantos años de democracia se hubieran cancelado los acuerdos con el Vaticano, otra cosa sería. Pero la democracia es lo que es y es la que tenemos. Por eso hemos de seguir peleando para abrirla hacia horizontes menos nubosos, para ensancharla dejando atrás ataduras que nos fueron impuestas como si el ser humano no supiera vivir –igual que aquella pobre criatura en el cuento de Mary Wollstonecraft– si no es encadenado a los designios de su creador, para defenderla del asedio a que la someten cada día los cazadores de gobiernos que no son los suyos.

Los cazadores de rojos –es ése su anacrónico lenguaje más exacto– no lo son tanto cuando se trata de poner el ojo en los corruptos. Para ellos, para esos medios y sus periodistas estrella, no son un problema los chorizos de guante blanco. Al fin y al cabo, podrían decir sacando pecho: son nuestros chorizos. Por eso sacan en portada todos los días a Pablo Iglesias y se olvidan del rey emérito y de los más que supuestos delitos de corrupción que lo rodean por todas partes y afectan –digan lo que digan las portadas del silencio y la defensa a la desesperada de Felipe VI para librarlo de la quema– al corazón mismo de la monarquía. Callar, cuando necesitamos tantas explicaciones a lo que nos pasa, es mentir. Por eso hemos de conseguir la mayor inmunidad posible contra el virus de la mentira. No es fácil, ya lo sé. Pero hemos de intentarlo con todas nuestras fuerzas. Porque no es un virus, ése del periodismo de las cloacas, que afecte sólo a Unidas Podemos y Pablo Iglesias, ni al mismo gobierno de coalición y Pedro Sánchez. Es la propia democracia la que se ve cercada por el bicho. Hasta que gobiernen de nuevo las derechas, aunque sea a golpe de embustes y de misas particulares que pagamos todos, no van a parar de expandir la enfermedad del odio. Es lo suyo, lo que los convierte no en un elefante pasado de peso, sino en ese depredador insaciable que no dejará de perseguir a su presa hasta conseguir abatirla sea como sea. Y en ese final abrupto de la cacería, escucharemos sus himnos a la patria y los aplausos entusiastas de sus hooligans más fanatizados. Ya me contentaría –en estos momentos de desasosiego– con tener la inmunidad social del 5% contra esos cazadores enrabietados que disparan impunemente contra la verdad sin que les tiemble el pulso. Y qué otra paradoja más cruel: es precisamente esa democracia, a la que desprecian constantemente con su cinismo y sus mentiras, la que les permite sin problemas organizar su cacería. En fin…

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Alfons Cervera es escritor. Su última novela: Claudio, mira, editada por Piel de Zapa.

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