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Plaza Pública

No pasar del estado de alarma a un estado en alarma

José Sanroma Aldea

I. MEMORIA DEL TEMPESTUOSO TIEMPO POLÍTICO DEL ESTADO DE ALARMA

Más que nunca era necesaria la calma política.

Pero el tiempo marcado por el estado de alarma (14 de marzo-21 de junio) ha sido políticamente tempestuoso. Cada partido ha destilado su esencia en los seis debates sobre su prórroga. (Dejemos constancia de que el examen –aquí excusado– de las votaciones para la convalidación de los numerosos RDL aprobados por el Gobierno sería un complemento valioso).

Para hacer frente al covid-19 era imprescindible el confinamiento, y el estado de alarma que lo hacía posible. La evidencia de esta afirmación se muestra en el resultado de la votación de la solicitud por el Gobierno al Congreso de la primera prórroga: 321 votos a favor, cero en contra y 28 abstenciones (del independentismo catalán y vasco: ERC, Junts, CUP, y Bildu).

La gestión gubernamental de la crisis sanitaria iba a ser descomunal y muy difícil. La colaboración de los partidos de oposición era necesaria. Digamos que hasta obligatoria. Esta obligación no incluía la de evitar la crítica a los errores en esa gestión.

A la mala fortuna –la temible y apolítica covid-19– había que oponerle la virtud política –exigible al Gobierno y a la oposición– de pactar la gobernabilidad. A pesar de que viniéramos de una etapa de virulencia política, desencadenada tras el éxito de la moción de censura que llevó a la presidencia de Gobierno a Sánchez, y sin que quedara superada tras ganar dos elecciones generales. A pesar de la diferenciación, prácticamente en dos mitades, del electorado, y su cristalización divisoria, en el resultado de la votación de investidura de Sánchez en enero de 2016: 167 a favor, 165 en contra, 18 abstenciones (ERC y Bildu).

Pero he aquí que frente a esa necesaria estrategia de pactar la gobernabilidad (basada en la distensión política) surgió la estrategia de derribar al Gobierno (basada en acentuar la confrontación).

Ocurrió en el segundo debate, el 9 de abril. Se alzó como caudillo de esa estrategia el diputado Abascal, líder de Vox, tercera fuerza parlamentaria, el partido que empezó a desarrollar sus raíces con el triunfo de la moción de censura. Raíces que fueron abonadas con la reacción, trastornada y antidemocrática, de Casado y Rivera, que calificaron de ilegítima la presidencia de Sánchez y sembraron votos para Vox en la manifestación de Colón de febrero de 2019.

En esa fecha del nueve de abril, el covid-19 ya había ocasionado miles de personas fallecidas, así que Abascal consideró llegado el momento de echar el peso de la muerte en la balanza política: el Gobierno es responsable, incluso penalmente, de las muertes, fue su acusación.

La estrategia de derribar al Gobierno tenía el peso inicial de los 52 votos de su partido. A los que se añadieron en esta misma estación, como compañeros de viaje, los dos de CUP; al fin y al cabo en la prensa del independentismo irredento se estaba escribiendo que “estos son los muertos de Sánchez, de su incompetencia criminal “; y algunos de sus dirigentes jugueteaban con el mensaje de que con la independencia hubiera habido y habría menos muertes y menos crisis económica.

El atrevimiento indecentemente acusatorio de Abascal no venía solo, sino arropado por el despliegue de un golpismo mediático contra Sánchez y su Gobierno de coalición. Empujaba a la opinión pública y a la población a perder la calma, a erosionar la base de la distensión política. ¿Cómo no echar abajo, cuanto antes y como fuera, a un gobierno que le estaba quitando libertades, vidas y haciendas a los españoles?

Afortunadamente la cordura prevalecía en la mayor parte de la ciudadanía. A pesar del cansancio por un confinamiento cada vez más discutido, cuya prórroga se negociaba, a veces, con lógicas que no lo eran, no explicadas, difícilmente comprensibles, con resultados contraproducentes. A pesar de la inquietud provocada por la fuerza destructiva de un virus que sometió a una tensión insospechada a nuestro sistema sanitario, mostrando sus déficits y los de nuestras administraciones públicas.

Pero lo más preocupante no era Vox. Precisamente su desmesura demagógica, en ocasión tan trágica, podía ser reconvertida en herbicida que secara sus raíces, tan rápidamente como vertiginoso había sido su crecimiento. Recuerden: en las elecciones generales de 2015 y 2016 Vox obtuvo 58.114 y 47.182 votos respectivamente, el 0,2%, cero diputados. En las del 28 de abril de 2019, pasaron a 2.664.325 votantes y 24 diputados. En las malhadadas del 10 de noviembre 3.640.063 y 52 diputados. La posibilidad real de cercenarle espacio la ha mostrado, después, el PP de Feijóo en las elecciones gallegas del 12 de julio.

Lo más preocupante fue la actitud del PP y de su presidente Casado. No se puede decir que perdiera el Norte. Es que nunca tuvo claro dónde estaba este punto cardinal desde el momento en que la política pasó a pivotar sobre el covid-19 y sus estragos. Todo su comportamiento, durante el periodo político del estado de alarma, se explica por su duda entre apostar por la estrategia de pactar la gobernabilidad o por la de intentar aprovechar la crisis sanitaria y la entrelazada crisis económica para derribar al Gobierno.

Como principal partido de la oposición podía y debía influir en la orientación que tomara esta. Y no lo hizo. Por el contrario, se fue combando hacia la estrategia alzada por el caudillo Abascal: del a la prórroga del estado de alarma en tres ocasiones, pasó a la abstención en la cuarta, el 6 de mayo, y al no en la quinta (20 de mayo) y en la sexta (3 de junio). Aunque sin llegar a romper totalmente la cuerda que le permitiera alegar su voluntad pactista.

El eslabón de enganche era la Comisión de Reconstrucción del Congreso, originada, a su instancia, del acuerdo con el presidente del Gobierno. Para Casado su voluntad pactista había quedado reflejada en su propia iniciativa para ese acuerdo, y en su voto favorable a la convalidación de 8 RDL, incluido el Ingreso Mínimo Vital, y a tres prórrogas del estado de alarma.

Sin embargo la esencia destilada de su posición política fue el riesgo que creó. A plena consciencia, con íntegra y exclusiva responsabilidad propia.

Fue a partir del mes de mayo. Cuando el confinamiento (y por tanto el estado de alarma) seguía siendo sanitariamente imprescindible porque, sin exageración alguna, podía decirse que la salud de todos y muchas vidas estaban en juego.

El riesgo radicaba en la eventual suma de los 89 votos negativos del PP, los 23 del independentismo catalán (ERC había anunciado su desplazamiento al no) y los 52 de Vox que daban un total de 164, superior a los 155 de la coalición de Gobierno (120 PSOE, 35 UP). Para sacar adelante la prórroga del estado de alarma no bastaba pues con la abstención del resto. Era imprescindible que algunos se mantuvieran en el sí (PNV y C’s lo estaban dejando en el aire) y que no hubiera desplazamientos al no, desde la abstención o incluso directamente desde el .

La recrecida importancia de PNV, C’s, Bildu y todos los demás (perfectamente percibida por los propios beneficiarios) dio espacio a negociaciones y acuerdos cuya explicación y entendimiento han de partir de la perspectiva del riesgo creado al Gobierno. El fárrago normativo generado necesitará seguramente una depuración. Pero la eventual derrota de la solicitud de prórroga del estado de alarma significaba el estallido de una descomunal crisis política en medio de una pandemia aún no sujetada, con gravísimas y seguras consecuencias para su agravamiento. No era nada comparable a una moción de censura, ni abierta ni encubierta, pues esta conlleva la superación, al menos inmediata, de una crisis: y si triunfa produce de inmediato una presidencia y un Gobierno, sin vacío de poder.

A toro pasado se puede argüir que ese riesgo era solo especulativo y que, en última instancia, alguien evitaría que se convirtiera en siniestro efectivo. Ahora no vale discutir. La opinión pública bien informada debería “tomar nota”. Cuanto menos la percepción del riesgo existió; y fue influyente en el curso de los acontecimientos, de las votaciones y de las posiciones tomadas por cada partido para aquel momento y para lo que después hubiera de venir.

En el PP también.

En la sesión del 6 de mayo (cuarta solicitud de prórroga) pasó a una abstención, que resultaba ya irrelevante para el resultado de la votación (178 a favor, 76 en contra, 96 abstenciones) prueba de la insignificancia política causada por su renuncia a negociar su abstención (¡cuánto sacaron otros, por esta, con muchísimos menos votos!), y todo por seguir la estela marcada por Vox.

En la sesión del 20 de mayo (quinta solicitud de prórroga) se hundió definitivamente en el nono, de la mano de Vox y junto a todo el independentismo catalán, ERC, Junts, CUP.

El caso es que el riesgo quedó superado.

El Gobierno logró pactar el punto vital de la gobernabilidad. Se expresó en la última prórroga del estado de alarma (con final quizá apresurado), aprobada el 3 de junio, con 177 votos a favor, 155 en contra y 18 abstenciones (la oscilante ERC regresó esta vez a la abstención).

Es obvio que esos números están muy lejos de los del comienzo y que lo deseable y lo que era posible es que hubieran estado más cerca. Menos irresponsabilidad en el PP y una actuación más clara y firme en el Gobierno por pactar lo habrían permitido. Pero –sea cual sea el juicio sobre las causas de esa desmedida diferencia– comparen ese resultado de la última prórroga con el de la votación de investidura: 167 a favor, 165 en contra, 18 abstenciones. Esta era una mayoría mucho más estrecha, no era absoluta, ni precisamente estable, no se mantuvo en la ocasión dramática del estallido del covid-19. Los abstencionistas (ERC y Bildu) son los mismos en ambas y al han pasado 10 votos (C’s) desde el no.

Tan importante como esa elemental aritmética es la destilación política del conjunto: para el nuevo tiempo político iniciado por el covid-19 la raya divisoria de la investidura no debe ser, no ha sido ni, probablemente, será el fundamento de la gobernabilidad; esta necesita basarse en acuerdos más amplios, lo que pasa por intentar mantener y renovar los logrados entonces, e intentar conseguir cuantos más, exigidos por la gravedad de la situación a la que nos enfrentamos. Como resultado de ese doble intento la raya se ha movido y se seguirá moviendo.

II. Y ahora a echar cuentas y aprobar los presupuestos

Desde el Gobierno se ha afirmado que ha habido un intento fallido de derribarle.

La estrategia de pactar la gobernabilidad se está imponiendo a su contraria. No sin desgaste. Lo que ha fracasado ha sido la pulsión suicida (para la comunidad política que es España) de tumbar al Gobierno por K.O. o hacerle tirar la toalla (K.O. técnico) durante el estado de alarma. No olvidemos que la posibilidad de hacerle doblar la rodilla al Presidente de Gobierno partía de un hecho extremadamente relevante: la confluencia objetiva del tri-independentismo actuante con el PP y Vox (sobre cuya coalición funda Casado su esperanza de llegar al Gobierno). Se produjo al convertir en tempestuoso políticamente el tiempo del estado de alarma.

En mi opinión la estrategia de pactar la gobernabilidad entra en una nueva fase.

En esta pasa a ocupar el primer plano no ya la crisis sanitaria (que ha marcado la fase del estado de alarma) sino la crisis económica.

El pronóstico unánime es que se acentuará a partir del otoño. Hasta ahora el “escudo” (del que han sido beneficiarios empresas, autónomos, asalariados…) alzado por las ayudas gubernamentales, ha evitado que el parón económico agudizara la crisis social y las desigualdades, durante la saña de la crisis sanitaria; para el futuro inmediato se trata de que otro tanto ocurra en relación a la crisis económica, para lo cual la aplicación eficiente del Ingreso Mínimo Vital es una medida imprescindible, nada fácil de aplicar eficientemente.

El otro aspecto del afrontamiento de la crisis económica es la descomunal tarea de superarla, lo que exige potenciar nuestra capacidad productiva, nuestra forma de “ganarnos la vida”, lo cual empuja en la dirección de una transición económica ecológica y digital. El primer e ineludible paso es la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado, cuyo proyecto es competencia del Gobierno y su aprobación del Congreso.

La cuestión radica en si esa descomunal tarea habrá de acometerla el Gobierno confrontado a una permanente estrategia de derribarle, sin darle el tiempo democrático de la legislatura, e incluso aprovechando el trance de la votación de los PGE para darle un golpe que lo deje grogui.

De nuevo, si se tratara solo de Vox no sería muy preocupante. Lucieron mucho luto en las corbatas, pero parecían querer que el número creciente de las muertes alargara el adorno hasta convertirlo en la soga con la que ahorcar al Gobierno. Llegado el funeral de Estado, en duelo y memoria de las personas fallecidas, no comparecieron; con el pretexto de que no querían blanquear a un Gobierno criminal. Su ausencia era injustificable pero ¿se les echó en falta? No. Prueba de que se ganan y se merecen el aislamiento al que les debe conducir su demagogia suicida para la democracia española. La corbata negra no les sirvió como máscara capaz de tapar el rostro de su política.

Así que otra vez es más relevante plantearse la incógnita PP.

¿Utilizará antes de fin de año, o al comienzo del siguiente, la misma falacia con la que el nacional-independentismo se viste de demócrata: que la receta democrática para “el conflicto”, para las “situaciones sin salida”, es votar? Este la proclama para imponer como democrático un “referéndum de autodeterminación”; y volverán a utilizarla porque –sobre esa consigna argamasada con el interés común en seguir gobernando la Generalitat– intentarán restablecer la unidad de las hoy disgregadas filas independentistas. El PP utilizaría esa falacia para acosar al Gobierno si no consigue la aprobación de los PGE, golpe que sería demasiado fuerte para la acción de gobernar la crisis económica.

¿Sueña con esa perspectiva el desmadejado presidente del PP?

Veamos.

Con ocasión de su análisis del resultado de las elecciones gallegas y vascas declaró que el PP no tiene que moderarse, porque está instalado, desde siempre, en la moderación. Y añadió que quiere llevarlo al Gobierno “cuanto antes”.

Detengámonos en esta frase banal, cuyo significado se lo da el contexto político en el que se pronuncia.

En una democracia que funcione debidamente y que sea respetada, ese “cuanto antes”, en principio, no puede llegar antes del fin establecido para la XIV legislatura, o sea, quedan tres años y cuatro meses. Máxime cuando el presidente del Gobierno ha reiterado su propósito de cumplir íntegramente su plazo. Solo él tiene el poder democrático de ponerle fin si así lo estima conveniente.

Podemos presumir que cuando Casado dice “cuanto antes” no está pensando en esas fechas tan lejanas; ni tampoco en que su magnífica relación con el presidente Sánchez (pelillos a la mar si le llamó felón y otras lindezas) le dará la merced de convocar elecciones si respetuosamente se lo pide.

No podemos presumir que Casado esté pensando en llegar al Gobierno, antes de esas fechas, por otro camino legítimo, el de la moción de censura triunfante. Por ahora ni se la plantea.

Y menos aún podemos presumir que Casado pretenda alcanzar el Gobierno “cuanto antes” vía la formación de un Gobierno de coalición del PSOE con el PP. Si el influyente Feijóo se declara partidario de una solución “a la alemana“ lo hace sabiendo que por ahí es imposible que vayan las cosas en esta legislatura; y porque puede permitirse un brindis al sol y ver los toros desde la barrera de su presidencia renovada por mayoría absoluta.

Casado –a propósito de las declaraciones en Italia de Sánchez afirmando que no ha sido ni es partidario de un gobierno de coalición con el PP– plañe. Pero al aducirlas como muestra de que no hay ninguna voluntad pactista en el presidente de Gobierno revela precisamente la que a él le falta, aunque a Sánchez tampoco le sobre querencia para hablar y pactar con él.

El acuerdo posible y necesario, tras estallar el covid-19, entre el presidente del Gobierno y presidente del más numeroso partido de la oposición, no es en absoluto el de formar un Gobierno de coalición; sino el que hubiera permitido un estado de alarma menos tempestuoso, más efectivo, y el que ahora debe hacer posible la aprobación de los PGE.

Así que cuando Casado sitúa la prueba del pactismo de Sánchez en si este quiere o no un gobierno de coalición (que obviamente él tampoco quiere) se está haciendo una trampa y pretende que la opinión pública se la trague. Oculta que aún ahora sueña con hacer caer a este Gobierno.

Pero la realidad le obliga a despertar.

El reciente acuerdo sobre el Fondo de Reconstrucción comunitario del 21 de julio tiene un efecto innegable: permitir la elaboración de los PGE con los que hacer frente a la crisis económica causada por la pandemia; por supuesto que podrán ser mejores o peores y es inevitable que los distintos partidos no otorguen la misma calificación a las medidas y programas traducidos en sus cifras de ingresos y gastos. Pero las posibilidades que otorga ese Fondo requieren imprescindiblemente que se aprueben unos PGE.

Lo reiteraré de otro modo. La aprobación de los PGE es tan decisiva para afrontar la crisis económica, para la hacienda de todos, como lo ha sido el confinamiento y el estado de alarma para la salud y la vida de los españoles.

En suma, el principal partido de la oposición está obligado a participar en hacer posible la aprobación de los PGE.

Pensar que el PP aprobará los que envíe el Gobierno de coalición puede calificarse de ingenuidad; afirmar que no cabe su abstención negociada es una irresponsabilidad. Cuantos quieran hacer estallar la legislatura saben bien a qué apostar.

Además es posible que se reproduzca la confluencia objetiva entre el PP, Vox y todo el independentismo catalán. Se produjo en el no al estado de alarma y en esta nueva fase pudiera producirse en el no a los PGE.no En el mismo horizonte temporal están las elecciones autonómicas catalanas (en las que los independentistas compiten por ser los más críticos con el Estado) y los renovados gritos, pitidos y caceroladas que hará sonar Vox, para arrastrar tras sí al leve y confuso Casado, cuando la crisis más duela.

La experiencia del tiempo político del estado de alarma está llena de enseñanzas sobre las que convendría reflexionar.

La principal, en mi opinión, es que el presente y el futuro inmediato de la gobernabilidad no se construye sobre la raya de la votación que hizo posible la investidura; el estado de alarma la ha quebrado, y así lo confirman los resultados de la votación, el 22 de julio, de los cuatro bloques del dictamen de la Comisión de Reconstrucción del Congreso. Pretender restablecerla entorpece el mantenimiento de los acuerdos que la hicieron posible e impide la ampliación necesaria hoy para hacer posible la gobernabilidad.

En los 42 años de la actual democracia española nunca los PGE tuvieron tan alta significación y merecerán tanta atención pública como, presumiblemente, van a tener los próximos.

Así que el presidente de Gobierno tendrá que despejar el terreno donde se trace la nueva línea de la acción gubernamental desde el ámbito presupuestario.

Parece que procede apelar a la responsabilidad de todas las fuerzas parlamentarias a las que corresponde enmendar y aprobar o rechazar el proyecto de ley por el Gobierno; apelar a su conciencia de la realidad y sentido de la medida, incluida la de su representatividad. También procede rechazar de plano toda pretensión de imponer incompatibilidades (“si aquel fulano pasa este mengano sale”) que se presentan como deducciones lógicas y solo son falacias apoyadas en la pereza mental y el sectarismo político.

Que vuelva el estado de alarma

Que vuelva el estado de alarma

De lo que no hay ninguna duda es que la incorporación, al procedimiento de elaboración del proyecto de ley de los PGE, de sindicatos, de organizaciones empresariales y de otros agentes sociales, así como la conexión durante el mismo con los gobiernos autonómicos, va a ser clave. Su interés real, inaplazable, en que se aprueben se compadece muy mal con los partidos y los diputados que toman el Congreso como el altavoz de una algarabía que solo entienden y divierte a quien la práctica.

Cuando se aprueben los PGE será ocasión de ir pensando cómo relanzar un proyecto de rehabilitación y renovación del entero edificio de la democracia española. En el que todas y cada una de sus instituciones estarían llamadas a participar.

Si no se aprobaran no les arriendo la ganancia ni a los que se creen pescadores en el río revuelto.

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