Plaza Pública

Legitimidad monárquica y repudio sucesorio

Fotografía de archivo (10/01/2019), del rey emérito Juan Carlos, junto a su hijo, el rey Felipe VI.

Víctor J. Vázquez Alonso

Tras el anuncio de Juan Carlos I de dejar de vivir en La Zarzuela, se ha dado la oportunidad al autor de incluir alguna modificación en el presente texto, que fue escrito antes de la noticia. El autor ha decidido no modificar su artículo pues considera que la tesis en él defendida no se ve alterada por los recientes acontecimientos.

La Constitución de 1978 concretaba jurídicamente para España una idea de modernidad política. En ella se afirma el éxito de lo nuevo. Ahora bien, en este texto son también visibles y determinantes elementos inequívocamente posmodernos, compromisos que no atienden a los dictados de una razón abstracta, sino que rinden tributo pragmático a las que se entendieron como exigencias consensuales de un tiempo concreto. Cierta tributación histórica, en definitiva, impregna nuestra modernidad o razón constitucional, y lo hace, en buena medida, como excepción a la lógica jurídica de la igualdad. Ahí están, como muestra, los territorios con derechos históricos, la referencia a la confesionalidad sociológica católica y, también, qué duda cabe, la propia forma política de la monarquía, exponente de una radical desigualdad por nacimiento en el acceso a la más alta magistratura del Estado.

Ahora bien, sería un error comprender la corona, y en concreto, la monarquía de Juan Carlos I, como mero tributo a lo antiguo. Al contrario, la corona en 1978 es la paradójica forma en la que se afirma lo moderno, y el significado histórico del reinado de Juan Carlos siempre estará vinculado a una idea de cambio, y ello a pesar de su genealogía jurídica franquista. Me parece muy acertada, en este sentido, la tesis de un teórico de la monarquía como el profesor Eloy García, cuando sostiene que en nuestra Transición no se produce una restauración sino una peculiar instauración monárquica. Juan Carlos, es cierto, representa una contradictoria “antigua novedad” y, a este respecto, la legitimación cotidiana del “juancarlismo” estuvo siempre vinculada a los valores de lo moderno, sin que esto signifique obviar o menospreciar el hecho de que lo nuevo en la democracia española haya tenido también como terreno de juego y como límite más o menos laxo esa misma realidad monárquica.

En este sentido, una de las grandes diferencias entre el reinado de Juan Carlos I y el de Felipe VI se encuentra en la distinta relación que existe entre ambos con la idea de cambio. El reinado de Felipe VI no nace como un símbolo o promesa de modernidad, sino como reválida o confirmación de lo vigente. Como creo que ha sido visible desde el primer momento, el significado, el valor que quiere ofrecer hoy la corona a la sociedad es la permanencia. Se trata, en definitiva, de una institución cuya valía adquiere un significado profundamente conservador, dicho esto sin ninguna connotación peyorativa o reaccionaria. Al contrario, la conservación en un contexto como el actual, marcado la fragmentación, el riesgo y el cambio, posee un atractivo político esencial.

De hecho, y en relación a esto, el reinado de Felipe VI se distingue por otra circunstancia y es que, al mismo tiempo que ha sido cuestionada por ciertos sectores la viabilidad de aspectos centrales del régimen constitucional —y en buena medida como reacción a ello—, se ha abierto paso en la sociedad española una inusual corriente de identificación monárquica no escondida ya en el rodeo eufemístico del “juancarlismo”, o en la justificación accidental de la corona. Son los que podríamos llamar monárquicos por la Constitución. Hace poco el diplomático Juan Claudio de Ramón publicaba, con muy buena acogida, una pieza bajo el título ¿Podemos ser monárquicos ya? que considero importante, y ello en tanto sintetiza bien sobre qué presupuestos se consolida hoy una identidad monárquica desacomplejada en nuestro país. Identidad que, salvo excepciones, no abraza nostálgicamente una idea arcaica de la institución, sino que concreta en la corona, y especialmente en el reinado de Felipe VI, el símbolo, el significante de un orden político que se entiende ahora mismo, dentro de un contexto nacional e internacional disruptivo, como no mejorable y, en todo caso, necesario para España, por lo menos en sus elementos esenciales.

A este respecto, al contrario de lo que se ha querido hacer ver, la crisis que hoy padece la institución, provocada fundamentalmente por la actividad privada del rey emérito, no rima con aquella desafección monárquica que dio lugar a la Segunda República. Su terreno de juego es sustancialmente distinto. Y es que, en aquel contexto, al contrario que ahora, el monarquismo se había reducido a una nimia y arcaica expresión, y la República como significante político vinculado a la idea de modernidad y democracia poseía una vis atractiva irresistible también dentro de muchos sectores conservadores. Pese a que esa apelación al ideal republicano, es decir, a la República como un horizonte de emancipación democrática, es algo que sin duda sigue presente en ciertos sectores de la realidad política española, creo que es innegable que en el contexto de una Constitución emparentada con los valores de constitucionalismo de su tiempo, como es la española, esta tesis no puede servirse hoy de manera realista de los presupuestos sobre los que se construyó el discurso republicano español durante la Segunda Restauración.

Llevan razón, en este sentido, quienes refutan la idea de que la monarquía es constitutivamente un lastre para el desarrollo social y democrático de la nación, recurriendo a ejemplos, por todos conocidos, de prosperísimos países europeos cuya forma de gobierno es la monarquía parlamentaria. Ahora bien, en estos momentos sería también ingenuo por su parte dar por zanjado el pleito actual sobre la monarquía con esta apelación al derecho comparado, o trayendo a colación, como es común, citas del pensamiento político clásico como aval intelectual incuestionable para justificar la mejor opción de la continuidad monárquica en España. Y ello es así porque, en primer lugar, la monarquía es una institución cuya razonabilidad, como bien explica el profesor Javier Pérez Royo, no puede juzgarse en abstracto. En abstracto, de hecho, todas las monarquías son tan prescindibles como refractarias a la pura razón constitucional. Esto no quiere decir, desde luego, que la monarquía no pueda ofrecer réditos democráticos excelentes en determinadas experiencias nacionales. Ahora bien, esta suerte de aval comparativo tampoco es válido para una institución vinculada a códigos e intangibles profundamente locales, y, en tanto figura familiar, siempre epidérmica y sensual. Menos aún, diría yo, en el caso singularísimo de la monarquía parlamentaria española, la única monarquía restaurada —o instaurada— en Europa durante el siglo XX.

A este respecto, sobre el problema singular de la monarquía parlamentaria como forma política, es decir, sobre el problema de la legitimidad, bien podemos retorcer el clásico para afirmar que si las monarquías felices son todas iguales, las monarquías infelices lo son cada una a su manera. Poseer la cualidad de legítimo ante una concreta comunidad política y en momento determinado es la verdadera carga que ha de afrontar el monarca y con él la institución. La legitimidad de origen de una magistratura vitalicia, dinástica y no electiva, requiere siempre el auxilio de la legitimidad de ejercicio. La claudicación de la lógica democrática en la jefatura del Estado monárquica se compensa, en este sentido, no sólo con la neutralización del elemento político en sus funciones, sino con una exigencia cotidiana de buen hacer. En definitiva, la legitimidad de ejercicio está vinculada a una paradójica inacción eficiente y carismática, y, sobre todo, a la ejemplaridad pública.

A este respecto, el juicio sobre la monarquía parlamentaria pasa por verificar si quien ostenta la jefatura del Estado posee la cualidad de lo legítimo no sólo según las reglas constitucionales de sucesión, sino en el “aquí” y el “ahora”. Y el “aquí” y el “ahora” del Reino de España, nos exige asumir que el problema procesal de la inviolabilidad regia es inseparable de un interrogante superior que es el interrogante constitucional de la legitimidad. Sobre la primera cuestión entiendo que la inviolabilidad que proclama el Título II de la Constitución decae en el momento en que el rey abdica y lo hace, en mi opinión, retroactivamente, de tal forma que nada impide la investigación judicial y la eventualidad responsabilidad jurídica en cualquier orden, por los actos de naturaleza privada llevados a cabo por el monarca durante su reinado. Pero no es esta la cuestión en la que aquí quiero detenerme, sino sobre la cuestión constitucional que atañe al interrogante de hasta qué punto la legitimidad de ejercicio del actual rey Felipe VI es del todo inmune a los actos llevados a cabo por quien es su antecesor.

A este respecto, creo que no son válidos, o por lo menos son ingenuos, los presupuestos desde los que hoy en día parten algunos de los que he calificado como monárquicos por la Constitución. La actividad privada del Juan Carlos I, de la que hoy vamos teniendo noticia, no puede calificarse como una mera conducta “torcida”. Al contrario, nos encontramos ante un desacato obsceno a ese deber moral de ejemplaridad pública que es requisito constitutivo de la legitimidad en ejercicio del monarca. Se trata de actos que, independientemente de su relevancia penal, humillan a una magistratura cuya autoridad descansa en su honor y dignidad. Una institución que, específicamente, ha de negar con su conducta la intuición popular de que una autoridad dinástica e irresponsable jurídicamente, en la práctica tiende a actuar de forma corrupta.

En relación a esto, muy apreciados colegas han objetado que el hecho de la abdicación ha de ser interpretado como un acto efectivo de responsabilidad regia, a partir del cual podría considerarse que la dignidad y legitimidad de ejercicio del reinado de Felipe VI descansará sobre sus únicos hombros. Desde mi punto de vista, esta interpretación del 57.5 de la Carta Magna como una suerte de dispositivo constitucional para la depuración de la institución de la corona se enfrenta a la propia lógica anormalmente familiar y dinástica sobre la que descansa la sucesión en la Jefatura del Estado. La abdicación sí es un instrumento de renovación del que dispone el monarca, mas no un mecanismo que sirva eficazmente para hacer tabula rasa respecto a aquellas zonas de sombra que hayan podido abrirse en la legitimidad de la institución. Como pudo apreciarse en el discurso de coronación de Felipe VI, en la sucesión a la corona está implícita la apelación a una suerte de dignidad de trato sucesivo que ante la ciudadanía es inescindible de la propia continuidad genética. Las desviaciones con respecto a las exigencias de ejemplaridad del causahabiente en la sucesión determinan, en este sentido, la posición de partida del heredero al trono.

Y la determinan en el sentido dramático que estamos viendo, y es que aquella institución cuyo fundamento es el linaje depende ahora de la eficacia de un acto radical de negación moral de la ascendencia como es el repudio. A este respecto, creo que asistimos a la actuación de un precepto no escrito en el Título II pero que se va articulando informalmente o a través de instrumentos de derecho privado, y que escenifica de forma pública la no aceptación, el rechazo filial a un legado personal que compromete la dignidad esencial de la institución. Ahora bien, obviamente, tampoco está escrito en el Título II de la Constitución cuál será la eficacia de este paradójico repudio que en aras de la legitimidad impugna éticamente y reduce a vínculo sanguíneo los fundamentos de una institución basada en la lógica, también moral, de la sucesión. El desenlace de este trance, en términos de legitimidad, se encuentra en estos momentos al albur de la fortuna y la virtud de actual monarca.

En cualquier caso, el contexto político del reinado de Felipe VI, su fortuna histórica, condena de alguna forma a la corona a la acción. Y digo condena porque en una monarquía parlamentaria todo acto regio más allá de aquellos actos debidos, o de usos constitucionales claramente consolidados, implica situar a la institución fuera de su zona de confort, asumir el riesgo de activar el juego dialéctico de la adhesión y el rechazo.

Cierto es, a este respecto, que la adhesión partidista a la monarquía, algo ya visible en nuestro nuevo sistema de partidos, amenaza ese lugar supra partes desde el que, se entiende, es posible su función moderadora y su capacidad para ser símbolo en el que se reconocen e integra el pluralismo social. Del mismo modo, en relación a esto último, creo que sería negar la realidad no atender al hecho de que el 3 de octubre de 2017, al interpretar en los términos en los que se hizo su responsabilidad en la defensa de la legalidad constitucional, la corona, al mismo tiempo que puso de manifiesto la titularidad material de una facultad expedita, de un poder meta-constitucional para la comunicación y la acción política, debilitó significativamente su potencial como posible elemento de integración territorial, a cambio, como en un principio se ha dicho, de ganar significado y adhesión en tanto símbolo de conservación de la legalidad constitucional.

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Reconozco que doy valor al consejo de que ante la tribulación no se debe hacer mudanza, y para mí es complicado no estar de acuerdo con quienes afirman que no merece la pena hacer de la monarquía en sí misma un objeto visceral de discusión. En cualquier caso, más allá de las inevitables consecuencias a las que ha de enfrentarse por sus propias desviaciones, parece difícil evitar que esta institución no sea el terreno de juego de otras disputas políticas. En definitiva, la corona, su legitimidad, hoy no transita sólo por senda plácida de los actos debidos, sino que está obligada pisar el territorio de la acción, un lugar, como le gustaba decir a Alfredo Di Stéfano, donde las papas queman.

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Víctor J. Vázquez Alonso (Valladolid, 1979) es doctor en Derecho por la Universidad de Salamanca, y profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Sevilla

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