Plaza Pública

La tribu de Galapagar

Ninguno de los ciudadanos que conforman la comunidad del municipio de Galapagar tiene por qué sentirse aludido por el título de este artículo. Va dirigido contra una tribu que acampa en las proximidades de la vivienda de dos ciudadanos españoles con sus tres hijos, haciendo alarde, impunemente, de una conducta incivil, sobrada de testosterona y carente de cualquier atisbo de capacidad neuronal. Estos "ejemplares ciudadanos" se creen llamados a iniciar una Cruzada contra los enemigos de Dios y de lo que solo ellos creen que debe ser la España de todos. Carecen, porque los ignoran, de los más mínimos principios y valores democráticos. Reforzados por una preocupante mayoría de medios de comunicación y gestores de opinión, parecen convencidos de que su reiterado y brutal comportamiento es un "simple ejercicio" de la libertad de expresión, reunión y manifestación.

La intolerable y antidemocrática demostración de intolerancia y de falta de respeto a sus conciudadanos ha llegado a unas cotas alarmantes para la convivencia pacífica dentro de nuestro país. Se está confundiendo y tergiversando el sentido de la manifestación de protesta que, en su momento, se utilizó por nuestros compatriotas argentinos de ultramar, bautizada con una palabra que ha recibido carta de naturaleza en nuestro nomenclátor político: el escrache. La protesta temporal en sus orígenes fue una iniciativa moral y éticamente irreprochable, ante la impunidad de los torturadores de la dictadura argentina. Por cierto, no creo que ninguno de estos integrantes de la tribu se haya manifestado o concentrado ante la casa del conocido torturador, ya fallecido con todos los honores, Billy el Niño.

Que conste que no me parece la forma más aconsejable de expresar la protesta. Siempre he considerado que el domicilio de las personas es un espacio de privacidad que nunca debe ser relacionado con la vida pública de los que en él habitan. Creo que en democracia existen otras posibilidades más adecuadas para mostrar la protesta cuando se estime oportuno.

Esta forma de manifestarse y expresar una protesta por decisiones políticas concretas ha sido avalada por nuestros tribunales, que la consideran amparada por la libertad de reunión, manifestación y expresión. No obstante no se puede olvidar que, al mismo tiempo, la tranquilidad domiciliaria tiene que ver con la libertad personal y además está en una estrecha relación con el derecho a la intimidad consagrado en el artículo 18.1 de la Constitución. Como muy bien señala la sentencia del Tribunal Constitucional 22/1984, "el domicilio inviolable es ese espacio en el que el individuo vive sin estar sujeto necesariamente a los usos y convenciones sociales y ejerce su libertad más íntima". Pero quiero adelantar que lo que está sucediendo en Galapagar, en los alrededores del domicilio de Pablo Iglesias e Irene Montero, desborda los límites de la protesta, constitucionalmente protegida, para entrar de lleno en el campo del Código Penal.

Me extraña que los concejales del municipio de Galapagar no hayan exigido una condena o reprobación de la concejal que ha ido más allá de la protesta reiterada, manifestando expresamente que la finalidad de los componentes de la tribu, día tras día, con altavoces al más alto volumen y con estruendo de cacerolas e, incluso, tomando imágenes del interior, excede de lo que podría considerarse como una actividad simplemente molesta y perturbadora del derecho a la tranquilidad y al respeto a la privacidad de los domicilios de las personas. Insisto, sea cual sea su ideología política. Lejos de rectificar, la alienta sabiéndose amparada por la impunidad y, lo que es peor, por la indiferencia de sus colegas en el municipio. Según manifiesta, el objetivo es el de presionarles para que "abandonen el domicilio" y se trasladen, según su adocenado y esquemático ideario, a Venezuela. Por tanto no estamos ante una protesta, sino ante una presión intolerable que tiene un encaje penal

La Fiscalía ha permanecido impasible ante estos reiterados y gravísimos comportamientos y ha permitido que la decisión del juzgado, amparando a los alborotadores, se haya tomado sin escuchar su parecer. La resolución de la jueza de Collado Villalba es sorprendente y peligrosa para la convivencia y el respeto al pluralismo político. Reconozco que está revestida de un cierto ropaje jurisprudencial, pero ignora o tergiversa los hechos que motivaron las sentencias que cita. Es cierto que existen muchas sentencias que avalan los escraches, pero en todas ellas se da la concurrencia del elemento de la temporalidad. Concretamente la que podríamos considerar emblemática, al decidir sobre el realizado ante la vivienda de la vicepresidenta del Gobierno Soraya Saénz de Santamaría por el tema de las hipotecas, se resalta específicamente para avalarlo: su escasa duración temporal. El auto de sobreseimiento provisional y archivo de la jueza de Collado-Villalba cita jurisprudencia que nada tiene que ver con los hechos denunciados, sometidos a su valoración.

En el caso de la Audiencia Provincial de Barcelona, se trataba de una concentración ante el domicilio particular de un alcalde, en la que se lanzó un huevo contra la vivienda sin que la reunión hubiese durado más de una horas y sin ninguna otra incidencia. En el caso Appley, también invocado por la jueza como argumento de autoridad (STEDH 6 Mayo 2003), se trata de un hecho temporal y el Tribunal de Derechos Humanos se limita a manifestar su preocupación y rechazo, en el caso de que vayan acompañados de actos violentos.

Ningún juez puede utilizar argumentos procedentes de resoluciones judiciales recaídas en casos radicalmente distintos sin matizarlos o explicarlos razonablemente. Se trata de un caso de mala práctica y de tergiversación inadmisible, de la realidad de los hechos de los que está conociendo.

En el escrito de querella se relata una secuencia cronológica de hechos que desde al menos el 15 de mayo de 2020 se han venido produciendo, coincidiendo con el estado de alarma decretado por el Gobierno, al personarse la concejal, según relata en la querella, en el domicilio de la querellante perturbando su paz y descanso, profiriendo insultos, grabando y difundiendo dichas acciones concretamente en la red social Twitter.

La cuestión que tenía que dilucidar no era otra que admitir o descartar la realidad de estos hechos. Lo tenía fácil: la concejal de Vox, en uno de los ocho vídeos visionados, dice que es la "21ª cacerolada" y que "como todos los días no faltamos a nuestra cita". La juez, en una concesión dialéctica, admite generosamente que"cabe apreciar expresiones que pueden resultar incómodas y emisión de ruidos, obviamente molestos". Una reunión de esta naturaleza perpetuada, hasta el momento, durante casi dos meses, según el "razonamiento" judicial, no ha producido: "ninguna alteración grave de la vida cotidiana de la querellante". El estrambote final me parece sangrante: justifica su aberrante decisión afirmando que la querellante, Irene Montero, no ha concretado en qué medida se ha producido esa alteración.

Entrando en las cuestiones jurídicas, la juez hace una lectura selectiva del artículo 172 del Código Penal y utiliza, para descartar la existencia de un ilícito penal, una parte del texto que nada tiene que ver con los hechos que está examinando. El precepto que invoca no se refiere al acoso a la intimidad domiciliaria realizado por medio de un escrache permanente. Lo que le estaban denunciando es una conducta contemplada por el legislador al imponer una pena de prisión de hasta tres años o una multa, cuando "la coacción ejercida tuviera por objeto impedir el legítimo disfrute de la vivienda".

Los ejemplares componentes de la tribu de Galapagar, reconfortados y estimulados por tan antidemocrática decisión de la juez, pensarán que se ha abierto el portón y el ganado alborozado se puede dirigir a cualquier domicilio y pastar durante días y días, con permiso de la autoridad y si el tiempo no lo impide.

Pero lo más grave es el clima de intolerancia y de odio que se está creando, ante la pasividad de gobernantes y de muchos medios de comunicación. Me congratula que se haya comenzado a tomar conciencia del tsunami democrático y constitucional que podría producirse si no se atajan estas conductas con la simple y sencilla aplicación de la ley, en este caso penal. El editorial del diario El País y las declaraciones del representante del PP Pablo Montesinos, entre otras, marcan el camino a seguir, sin mayores dilaciones, antes de que se implante, con la bendición de una juez, la ley de la jungla. Nadie debe confundir la libertad de expresión con la libertad de presión.

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José Antonio Martín Pallín es abogado, magistrado emérito del Tribunal Supremo y comisionado de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra).José Antonio Martín Pallín

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