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¿La crisis como oportunidad?

Concentración contra los recortes en 2012

Fernando Luengo

La crisis económica y social ha entrado con furia en nuestras vidas y todo apunta a que los próximos meses –y quizá años– serán durísimos: cierres empresariales e infrautilización de la capacidad productiva disponible, retraimiento de la demanda, destrucción de empleo y retroceso de los salarios, aumento de la desigualdad y de la pobreza, disputas comerciales e inestabilidad financiera. Ciertamente, estamos asistiendo a un colapso de la economía de proporciones históricas, sólo comparable a las devastaciones provocadas por los conflictos militares.

Al mismo tiempo que estas consecuencias tan negativas, la crisis socioeconómica desencadenada por la pandemia ofrece una oportunidad; en realidad todas las crisis lo hacen. Ésta puede ser diferente, pues, como ninguna de las anteriores, ha puesto de manifiesto con especial virulencia las debilidades y fracturas del capitalismo, sus inconsistencias y el callejón sin salida en que ha colocado nuestras vidas. La covid-19 ha hecho visible una economía que no funciona o que sólo funciona para una minoría de privilegiados. Sí, se ha abierto una ventana de oportunidad para enfrentar los problemas de fondo que están detrás de la pandemia y está a nuestro alcance aprovecharla.

Tengo el convencimiento, sin embargo, de que esa ventana poco a poco, de manera imperceptible, se va cerrando y que los ampulosos pronunciamientos y declaraciones de gobiernos e instituciones acerca de la irrenunciable defensa de lo público y de la obligación de aplicar medidas que no dejen a nadie atrás, están siendo, casi siempre, cortinas de humo que, bien ocultan los intereses de los grupos que de hecho están imponiendo sus hojas de ruta o bien disfrazan las carencias e inconsistencias de las políticas aplicadas.

Se habla y mucho de la crisis de la globalización de los mercados y los procesos económicos –simbolizada, muy especialmente, por las cadenas globales de creación de valor–, pero me pregunto dónde están las medidas concretas destinadas a corregir o, al menos compensar, el inmenso poder atesorado por las corporaciones transnacionales y la industria financiera global, verdaderos artífices de la globalización realmente existente y que conservan o incluso están reforzando sus posiciones. Más allá de la retórica de la relocalización o la desglobalización, también me pregunto dónde están las iniciativas destinadas a promover una nueva coherencia productiva y territorial que reduzca nuestra vulnerabilidad externa y proteja a la ciudadanía.

También está a la orden del día el tema de la insostenibilidad de los modelos económicos actuales, que no hace sino reflejar el expolio masivo y continuo de recursos naturales, el imparable cambio climático y, en definitiva, la incompatibilidad con la vida de nuestra manera de producir y consumir –la de los denominados países ricos–. Pero ¿dónde están las agendas públicas que enfrenten con determinación esta problemática, que no sean simples parches, de todo punto insuficientes para revertir la degradación del planeta?; agendas que cuestionen la lógica del crecimiento, el productivismo y la incesante búsqueda de mayores umbrales de competitividad. El objetivo, que se ha convertido en un verdadero mantra, de la “reconstrucción” marca con claridad las prioridades. Apelando a la existencia de una situación de emergencia, se dejan para más adelante –se posponen, en realidad– las políticas decididamente comprometidas con la transición ecoenergética.

Y, cómo no, se habla de la desigualdad, de que está alcanzando cotas inéditas, reconociéndose, incluso, sus negativas consecuencias sobre la actividad económica. Se han tomado algunas medidas al respecto –como los expedientes de regulación temporal de empleo y el ingreso mínimo vital, adoptados por nuestro gobierno– pero también en este caso cabe preguntarse qué se hace para abordar las causas de fondo de la creciente inequidad, que, básicamente, tienen una naturaleza sistémica. Aunque se sabe que los ricos continúan disfrutando de grandes privilegios, que incluso han aumentado en los meses de pandemia, y se reconoce que realmente cada vez pagan menos impuestos, los gobiernos han aparcado “sine die” la introducción de una mayor progresividad en el sistema tributario, sobre los beneficios de las corporaciones, las grandes fortunas y patrimonios; ni tampoco tocan las elevadísimos retribuciones de las elites empresariales; ni han derogado la legislación laboral que cercena los derechos de los trabajadores y empuja hacia abajo los salarios; ni, por supuesto, han tenido la valentía de introducir una renta básica universal de emergencia, que sí sería un verdadero escudo social para la ciudadanía.

Otro tanto cabe decir, en fin, de la cuestión europea. También aquí la crisis ofrecía una oportunidad, desgraciadamente desaprovechada. El debate europeo de nuevo se ha cerrado en falso, existe un amplio consenso, a derecha y a izquierda, para echar un candado sobre el mismo, imponiéndose la idea de que la Unión Europea ha estado a la altura de las circunstancias, ofreciendo una “lluvia de millones” de euros que ampliará el margen presupuestario de los gobiernos. Nada o casi nada se dice sobre la insuficiencia de los recursos canalizados en forma de transferencias, del mantenimiento o incluso reforzamiento de la condicionalidad macroeconómica, de la ausencia de progresividad en la financiación de los recursos comunitarios, del destacado papel que continúan desempeñando los mercados financieros y del eficaz “lobby” de las corporaciones para llevarse buena parte de la financiación. También ha quedado fuera del debate el discutible papel desempeñado por el Banco Central Europeo, que con su “política de emergencia” está contribuyendo al aumento de la desigualdad y que está proporcionando liquidez a grandes bancos y empresas que alimentan la economía basada en la deuda y que continúan instalados en la lógica de quemar combustible y en los procedimientos extractivos.

Sí, la crisis es una oportunidad, pero hasta ahora la están aprovechando los de siempre, los representantes del establishment económico y político. En un escenario dominado por la recesión o por un lento e insuficiente crecimiento, presionan para beneficiarse de los recursos canalizados por los gobiernos y las instituciones comunitarias, de las políticas expansivas de los bancos centrales, de la represión salarial, de la confiscación de recursos naturales esenciales y de la privatización y mercantilización del sector social público.

Esta es la agenda de los poderosos, a la que urge oponer otra que tenga en cuenta los intereses de las mayorías sociales. No será a base de cesiones y renuncias que se conseguirá, sino haciendo pedagogía entre la población de lo que está en juego y proponiendo alternativas que enfrenten los problemas como se conseguirá que esta ventana de oportunidad la aproveche la ciudadanía para salir de la crisis con una economía decente, solidaria y sostenible.

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Fernando Luengo es economista.

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