Plaza Pública

¿Felipe VI contra Pedro Sánchez?

Don Juan Carlos impone el fajín de capitán de los Ejércitos a Felipe VI

José Sanroma Aldea

“La literatura no nació el día en que un chico llegó corriendo delvalle neanderthal gritando ‘el lobo, el lobo’, con un enorme lobo grispisándole los talones; la literatura nació el día en que un chico llegógritando ‘el lobo, el lobo’, sin que le persiguiera ningún lobo.La literatura es invención. La fición es ficción”Vladimir Nabokov. Curso de literatura europea.

Curso de literatura europea

La disyuntiva política actual

“O Sánchez y su banda totalitaria o el rey y la libertad democrática”.

Tal sería la disyuntiva política actual. Lo dice con fuerza periodística un señor cuyo nombre temo pronunciar. Y no porque le falten títulos lustrosos. Es miembro de la RAE, premio Príncipe de Asturias....

Pero, aun así, me temo, lectores de infoLibre, que cuando lo nombre, abandonen la lectura si acaso han llegado hasta aquí. Les imagino diciéndose: me importa una higa lo que diga un monárquico que hoy poco pinta en política. Les imagino preocupados con razón por lo realmente importante: cómo vamos a salir de la pandemia y sus estragos. Les aseguro que de esto motiva mi artículo, aunque no lo pareciera.

Ahí va: es Luis María Anson quien en El fin de la España de la Transición (El Mundo 29/9/2020) ha planteado esa disyuntiva. Ese fin ya lo anticipó en enero, con gran difusión en redes, cuando Pedro Sánchez anunció que formaría un gobierno de coalición con Unidas Podemos.

El susodicho arguye que el socialismo sanchista asociado al Podemos comunista ha puesto en marcha un Frente Popular para destruir el sistema de la Transición, su espíritu de conciliación y su eje que es la monarquía parlamentaria.

En esta argumentación nada hay de nuevo ni nada que no hayamos oído mil veces desde que Rajoy perdió la moción de censura.

Lo que hace citable al autor es la simplicidad y descaro con que emplaza a los españoles a optar políticamente. Como polo de referencia, frente al jefe de Gobierno, no otra opción política sino el Jefe del Estado, obligado constitucionalmente a la neutralidad política.

La oleada –de artículos, manifiestos, titulares de portadas, declaraciones a favor de la monarquía y vídeos enfatizando el grito “Viva el rey”– se convierte en el ariete contra Sánchez y su Gobierno. Con independencia de la abigarrada multitud de los convocados al “Viva” lo decisivo es que al frente están los líderes de la derecha y cuantos, deseándolo, con apasionados criterios o intereses, no ven cómo desplazar por vía legítima a Sánchez de la presidencia. Abascal, recrecido en toda confrontación, y Casado, en la impotencia democrática de su desmontada oposición, se acogen fervorosos al dilema.

El primero, adalid de la estrategia de derribar al Gobierno, se ha atrevido a presentar una moción de censura; vía constitucional para intentarlo, y a cuyo resultado habría de aquietarse, aunque no se aquietará. El segundo, que ni se atreve ni se aquieta, trina cada vez más alto y desesperado, viendo cómo Abascal la próxima semana se yergue cual si fuera el primer defensor del rey y primer enemigo de Sánchez. Y a Casado lo ningunea, aún más, Ayuso, alta voceada por grandes medios, incluido el Financial Times: "La justicia, Madrid [es decir ella misma] y el rey son los que impiden que Sánchez cambie el país por la puerta de atrás".

También hace citable a Anson el hecho de que es un monárquico de siempre, de pura cepa (en España tierra poco fértil para producir monárquicos desde hace más de cien años) y que, ni franquista ni antifranquista, tiene una interpretación propia de lo que fue la Transición, ni rosa ni negra, aunque no es de extrañar que encomie en ella tanto al padre que no llegó a rey como al hijo que lo consiguió.

Y además Anson, no me resisto a recordarlo, fue otrora junto a otros entramados jefes mediáticos, el codirector de una campaña de acoso y derribo contra el presidente de Gobierno –mientras Aznar clamaba en el Congreso "¡Váyase Sr. González!"– cuando no veían forma de apartarlo con limpieza democrática del puesto al que lo habían llevado los votos de la ciudadanía y del Congreso. Ahora, al plantear su disyuntiva, le ensalza como el principal “hombre de Estado del siglo XX" solo para contraponerlo a Sánchez.

La transición como referente de la crisis actual

Es pertinente traer a colación la Transición, iniciada con la formación del Gobierno Suárez (junio de 1977).

Es el referente histórico para la presente crisis política, como para ella lo fue la guerra civil. Sirve para intentar dar continuidad a la cultura política de los españoles.

De los grandes acontecimientos históricos puede decirse lo que decía Nabokov de las grandes obras literarias: que el buen lector tiene que releerlas. Pero así como –sigo citando al ruso– es “un insulto al arte y a la verdad calificar un relato literario de historia verídica", añado que es un insulto a la historia y a la verdad evocar la Transición sin centrar cada vez con más precisión sus hechos relevantes, el entrelazamiento de causas y efectos, la relación con unas y otros de la acción de las clases sociales,  de sus agentes políticos y de las personalidades relevantes. Así pueden leerla con aprovechamiento las generaciones que no la vivieron.

La España de la Transición es muy diferente de la de hoy. En aquella no se encontrará la receta para la crisis actual; pero al menos sirve para evitar caminos erróneos.

Retengamos de aquel periodo que fue extraordinariamente conflictivo, que se abrió a impulsos de enormes movilizaciones populares, que se fue resolviendo con pactos -hitos del proceso- cuya máxima expresión fue el pacto constitucional, siendo la Constitución de 1978 resultado y el fin de la Transición.

Conviene recordar que alguno de aquellos pactos resultaban tan peligrosos para sus contrayentes que se hicieron en secreto, como el habido (tras la ejemplar reacción ante los asesinatos fascistas de Atocha) entre el presidente Suárez y Carrillo, segretario general del PCE, a cuya legalización se comprometió el primero en cuanto el segundo se comprometía con la monarquía de Juan Carlos I. El riesgo, por la parte del régimen a desguazar, no lo corría el rey, sino Suárez y un militar, el general Gutierrez Mellado. Antes habían sido los capitanes de la UMD .

Recordemos que la Transición terminó bien, pero que su fruto (la Constitución) pudo terminar pronto y mal si hubiera triunfado el golpe del 23-F. Este falló, no por falta, sino por exceso de golpistas en un Ejército ("la fuerza" del rey) cuyos generales sólo le obedecían a él porque así se lo había ordenado Franco. De hecho ninguno de los tres senadores militares nombrados por el rey en representación de las Fuerzas Armadas había votado a favor de la Constitución.

En cierto modo, el principal pacto de aquel tiempo –en el que se caminó silenciosamente sobre el filo de los fusiles y atronados los oídos por la metralla etarra– ni se firmó en público ni se contrajo en secreto. Fue, más que un pacto, un profundo convencimiento -enraizado en la dramática experiencia de las generaciones que padecieron la guerra civil- de que aquella crisis de legitimación y de descomposición del franquismo no debería resolverse por la violencia y por la fuerza de las armas. Ese fue el influjo poderoso del referente histórico.

Hablar de la guerra civil era material inflamable. Así que borrón y cuenta nueva. Hubo poderosas imágenes de reconciliación (Dolores Ibarrruri presidiendo el Congreso post elecciones de 1977). Ni los vencedores en la guerra pasaban a ser los vencidos, ni los perdedores en aquella pasaban a ser los vencedores. Aun así difícilmente puede mantenerse que hubo una "reconciliación” tan profunda y consciente como para marcar indeleblemente nuestra cultura política democrática. Narrarla de ese modo puede que exprese íntimos o declarados deseos, pero en mi opinión es más literatura que historia.

La monarquía y el rey en su ayer y su hoy 

En la crisis de legitimación actual, como en la de aquel entonces, tan distintas, aparece la figura del rey.

Pero ni la monarquía es hoy la que instituyó Franco, ni el rey es el mismo, ni Juan Carlos I ni Felipe VI han tenido la misma vía de origen, ni el protagonismo del rey hoy puede ser el mismo que en la Transición. En consecuencia. la cuestión monarquia o república difiere radicalmente en su trascendencia.

Juan Carlos I comenzó siendo el rey de la monarquia franquista, no heredó el cargo, le nombró el dictador como sucesor suyo a título de rey, su propio padre no le reconoció legitimidad hasta que, en mayo de 1977, le cedió los derechos dinásticos.

Felipe VI heredó la Corona en aplicación del artículo 47 de la Constitución, cuando en junio de 2014 su padre abdicó.

Fue un acontecimiento histórico, pero el Congreso pasó rápido –como sobre ascuas– gracias al acuerdo bipartidista Rajoy-Rubalcaba; la opinión pública se lo tragó como quien bebe un vaso de agua.

La finalidad de la abdicación la sintetizó de inmediato José Antonio Zarzalejos en el título de su artículo: “El rey abdica para salvar a la monarquía de la crisis institucional” (elConfidencial, 2 de junio de 2014).

Las causas de esa crisis de la monarquía no son atribuibles a la propaganda a favor de la república, sino a las acciones del propio rey que abdicó. Anotemos: no porque hubiera dejado de ser neutral políticamente a las distintas opciones de gobierno (hasta entonces solo monocolores del PSOE y del PP) sino por otras bien distintas asociadas a las andanzas del rey abdicado.

Esa crisis institucional la reflejó el barómetro del CIS que ya suspendía a la monarquía desde el año 2011.

Así que, en tales circunstancias, el nuevo rey de legitimidad de origen constitucional incuestionable, se enfrentaba a la necesidad desde su mismo comienzo de reforzar la legitimidad de ejercicio. (Digamos entre paréntesis que todo el edificio institucional de la democracia y no solo la monarquía necesitaba lo mismo).

No le iba a ser fácil. Pero los problemas de legitimación de Felipe VI resultaban incomparables con los que tuvo que afrontar su padre.

La transición entre una dictadura y una democracia implicaba necesariamente un cambio radical en los principios de legitimidad (de origen y de ejercicio) en que se basan una y otra.

Juan Carlos I tuvo que cabalgar el tigre de la contradicción entre aquellos principios del Movimiento Nacional (que juró solemnemente ante las Cortes franquistas cuando fue nombrado sucesor a título de rey en 1969) y los principios democráticos que sustentan la Constitución (que no juraría sino tras el fallido golpe del 23-F y en la Academia militar).

Juan Carlos era un rey de parte que no podía ejercer los poderes que heredó de Franco como lo hacía este; que agrupó tras él a la gran mayoría de cuantos habían prestado servicios al franquismo y querían un futuro político tras la imparable descomposición final del régimen. Obviamente decía querer serlo de todos, pero el poder que tenía lo ponía de la parte que se consideraba representada bajo su bandera y amparada por su fuerza (sobre todo militar).

En suma, tras avatares múltiples, logró asegurarse la corona cuando consiguió insertarla, con rígido anclaje, en el paquete del pacto constitucional. A tenor de la Constitución su monarquía pasaba a ser parlamentaria, sin poderes, sino con funciones tasadas, con papel simbólico, arbitral y moderador.

Le costó hacerse a la idea de que el jefe de Gobierno, Adolfo Suárez, era de hecho y sobre todo de derecho más poderoso que él mismo. Se enceló y muy mal aconsejado por gente armada jugó sin neutralidad política contra el presidente de Gobierno. Suárez dimitió en la antesala del golpe del 23-F. Por su participación final en hacerlo fracasar, Juan Carlos I logró una amplia legitimación popular, que hasta entonces no había alcanzado, y escarmentó de jugar con la neutralidad que constitucionalmente le era obligada.

Recapitulando. Hay una lógica común –por encima de las mil diversas circunstancias– que guía el comportamiento de quienes aspiran a ser rey: hacer todo lo necesario y solo lo necesario para llegar a serlo y para seguir siéndolo. Si hubiera de establecerse una diferencia esencial entre Juan Carlos I y Felipe VI es que el primero tuvo que pasar necesariamente a la neutralidad política tras haber sido rey de parte, y que el segundo, en virtud de la Constitucion, es necesariamente neutral desde su mismo acceso a la corona y la jefatura del Estado y tiene que seguir siéndolo en la monarquía parlamentaria.

Por esto surge la pregunta: ¿Por qué un monarquico convencido sitúa a Felipe VI fuera de la neutralidad convirtiéndolo en la personificación de la alternativa frente al presidente del Gobierno?

Ficción, Pandemia, Realidad

Pues porque sabe que su disyuntiva es pura invención; sabe que es una falsa disyuntiva política y sabe, además, que ni Sánchez va a cargar contra Felipe VI para convertirse en presidente de la III República, ni Felipe VI va a poner en riesgo su corona para encabezar una lucha ficticia por la libertad democrática.

Felipe VI fue neutral ante la formación del Gobierno de coalición, ningún dirigente de UP puso en duda esa neutralidad, ni la coalición de Gobierno ni su programa tiene como objetivo dar paso alguno hacia la consecución de la república.

Es cierto, es parte de la realidad política que UP se declara republicana y ha visto ocasión, a cuenta del emérito, de hacer banderín de enganche para futuras contiendas electorales. Es cierto que Iglesias dice contemplar un horizonte republicano para España; que el Gobierno consideró conveniente que el rey no asistiera a un acto organizado por el Consejo General del Poder Judicial; que ministros como Garzón y Castell (a los que tanto nos gustaría oír hablar de los temas de su gestión) cuestionaran la neutralidad del rey en este episodio.

A cuenta de estos ingredientes, resaltados escandalosamente hasta la desmesura, la disyuntiva falsa de toda falsedad va siendo convertida en falacia embaucadora; se monta una movilización -exaltación de la monarquía, del rey pasado y sobre todo del presente, mientras se prosigue la denigración ininterrumpida de Sánchez, ahora presidente, el otro término de la disyuntiva.

En la invención literaria tiene que haber algún ingrediente de realidad que contribuya a la capacidad de encantar y embaucar. ¿Cómo podría el pastorcillo despertar la alarma en cuantos acuden prestos a auxiliarle si estos no supieran de la existencia de lobos en el valle?

En las estrategias de guerra –“continuación de la política por otros medios”– el engaño y la ocultación al enemigo son recursos que a veces contribuyen de modo importante a la victoria. Pero la realidad es la que termina mandando. Si se quiere ocupar un territorio no solo hay que bombardearlo, también hay que tener infantería.

En la política cada vez se usan más los recursos de la pura representación teatral y del juego de las apariencias. En ese exceso, más que al adversario, se desconcierta y se engaña a la ciudadanía, al electorado, al público y hasta es posible que los mismos creadores de apariencias acaben atados en sus enredos.

Porque el fundamento de la política es la realidad. A la realidad hay que mirarla de cara. No se la puede engañar. La ficción ansoniana, seguida con entusiasmo por Abascal y Casado que no tienen la infantería democrática de los votos para llegar al Gobierno, es muy dañina. La realidad más determinante hoy se llama pandemia y los entrelazados estragos sanitarios, económicos y sociales que produce. Estos son los feroces lobos grises cuyas fauces devoran la vida y la hacienda de los españoles. A estos hay que hacer frente juntos sin distinción. Pues la dimensión que estos estragos alcancen puede ser aumentada o disminuida por la respuesta política. Aumentar la capacidad de hacer frente a esa multicrisis pasaba, desde el estallido de la covid-19, por pactar la gobernabilidad, implicando lo más posible a la oposición, ampliando los acuerdos políticos más allá de la raya divisoria de la votación de la investidura. Cierto que la ultraderecha de Vox, a cuyo rebufo se descoyunta Casado, alzó pronto (no de inmediato) la estrategia de acabar con el Gobierno, aprovechando la pandemia.

Esa es la disyuntiva política real.

La lucha entre ambas estrategias tendrá un episodio en la moción de censura de Vox, que se ventilará esta próxima semana. No solo será su votación, sino también el contenido del debate lo que inclinará la balanza de un lado o del otro. Porque es el anticipo de la más decisiva que se viene librando de modo incomprensiblemente soterrado: la de los Presupuestos Generales del Estado. Su relación es directa con el gran debate pendiente (que es imprescindible y que no acaba de tomar cuerpo en la opinión pública enredada en ficcciones y representaciones): cómo se van a ganar la vida los españoles durante y tras la covid y cómo hemos de rehabilitar las instituciones de la democracia española. Esto último pasa ahora por evitar que el Congreso sea altavoz de la escandalera voxpopulera en que se ha convertido.

Evocar la Transición en nombre de los pactos y de la conciliación es en vano, si no es para esforzarse en pactar la gobernabilidad, por encima de los riesgos (ahora sólo riesgos electorales, pequeños comparados con los de entones que no eran sólo tales). Ahora los PGE. Los pactos de entonces en la Constitución quedan.

Evocar la Transición para contraponer al Presidente del Gobierno al Jefe del Estado, empujándolo a ser parte, es olvidar que hay monarquía porque Juan Carlos I transitó entre ser de parte a ser neutral, y ahora a su hijo se le propone un retorno al origen.

Invocar la Constitución y el pacto que contiene sobre la monarquía para enmarañar la legitimidad de la opción republicana y constreñir la libertad de opinión es prueba de la impotencia democrática de la derecha y una trampa para incautos republicanos sobrevenidos, en la que terminan cayendo también incautos monárquicos sobrevenidos.

(Escribiría de otro modo este último párrafo si acaso pensara que la campaña pro monarquía es un ataque preventivo).

Dejaremos para un artículo posterior, destinado a la moción de censura, el papel que al independentismo catalán se le atribuye en la invención derechista, presentada como disyuntiva política.

Merece capítulo aparte, porque también ellos han sabido inventar nocivas y falaces contraposiciones entre la “España de los Borbones" y la Cataluña que recuperará por fin su independencia perdida tras trescientos años de dominación y expolio, como si en las tierras catalanas nunca hubieran recibido con aplausos a Franco y como si el señor Pujol no hubiera sido el virrey de la corrupción si a Juan Carlos I se le endosa el título de rey de la misma.

Terminemos este parafraseando los versos de León Felipe.

Yo no sé muchas cosas, es verdad / digo tan solo lo que veo / veo que a las generaciones jóvenes las mecen con cuentos / que la angustia de todas ante lo que está pasando se ahoga con cuentos / y que cansados de tanta confrontación absurda podemos hastiarnos y dormirnos  / creyendo que ya sabemos todos los cuentos.

Pero es la hora del despertar y del renacimiento de la conciencia cívica. Es el tiempo de su vigilia.

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