Plaza Pública

Alma de guardapolvos

El vicepresidente madrileño, Ignacio Aguado, durante el homenaje que la Comunidad de Madrid rinde este domingo a las víctimas de la covid-19.

Toño Benavides

Ignacio Aguado me recuerda aquellos mandados de tienda de ultramarinos con delantal. Aquellos mozos remangados, que adoraban todas las abuelas del barrio porque les llevaban la compra hasta la puerta de casa y les daban conversación sin quejarse por la falta de ascensor o la escasa propina.

—Gracias, Nachito. ¡Ay, hijo mío, qué haría yo sin ti!

—De nada, doña Isabel. A mandar, que para eso estamos.

Aprendices de taller mecánico, peones de carga y descarga, machacas de almacén, cabos de ferretería con alma de guardapolvos encantados de jalear al mismo equipo que el jefe, pendientes de la paga extraordinaria del dieciocho de Julio y el corazón prisionero en la cesta del aguinaldo por Navidad.

De la estirpe de aquellos horteras, eternos figurantes en el escenario del comercio madrileño descrito por Galdós que, a falta de posesiones y quizá por sacudirse la pobreza y hacerse imprescindibles, alardeaban de un capital de conocimientos en torno a las medidas de la tornillería, las diferentes calidades del género textil o las variedades gastronómicas importadas de provincias, ya fueran quesos de La Mancha, embutidos de León o anchoas de Santoña.

En gran medida, Aguado representa el ideal de todo padre que aspira a poder decir algún día de su hijo: "Me ha salido bueno y trabajador". Como si el carácter de la descendencia dependiera únicamente de una especie de lotería genética donde lo mismo te puede tocar un ingeniero de caminos que un carterista. Como si no fuera posible que te salgan, del bombo, dos bolas contrarias fundidas en una sola de un color más bien turbio.

Es evidente, por su currículum académico y su evolución posterior, que Aguado no es ningún mozo de cuerda. Sin embargo, su dedicación como lobista para el sector energético, en el inicio de su actividad laboral, viene a ser como la hipérbole rampante de ese portero de finca urbana de barrio pijo, tan eficiente como el que cambia las bombillas poco antes de que se fundan, tan hostil con los extraños como servil con los vecinos e indistinguible del felpudo en los días de lluvia.

Es obligado considerar, por ingenuo que parezca, que el paso de toda persona a la actividad política se debe, en principio, al afán altruista de poner todo el talento y el esfuerzo al servicio de los ciudadanos, pero para mí que Aguado se comporta más como ese bedel condecorado con la correa del perro que monta "guardia sobre los luceros", tras la puerta enrejada donde cuelga ese cartel que dice: "Prohibida la entrada a toda persona ajena a esta finca".

Para la escalera derecha, que confunde las labores del gobierno con la administración de una propiedad, es ese chaval que sabe de números y que, como mucho, aspira a tener una buena colocación que le permita pagarse el abono para el Bernabéu y un implante capilar.

"Cuando sea presidenta necesitaré armarios más grandes, te cambias mucho de ropa", declaró Isabel Díaz Ayuso en febrero del año pasado y, a día de hoy, sus prioridades no han cambiado. Parece más preocupada por conjuntar la ropa y salir guapa en la foto que por atajar la peor pandemia que ha enfrentado el mundo desde la gripe de 1918. Teniendo en cuenta el magisterio de sus antecesores y que todavía no conocemos el desglose de gastos de los 1.500 millones del presupuesto para la emergencia sanitaria, a lo mejor lo que necesitaba no eran armarios, sino altillos; el tipo de escondrijo que cabe perfectamente en esa mansión de techos altos, tan costosa de calentar en invierno, donde vive Esperanza Aguirre.

Pero no hay que preocuparse. Para eso está el portero que, además de encender la calefacción, sabe de albañilería y en una tarde te hace un altillo donde cabe la trama púnica, toda la ultraderecha velando la momia de Franco y dos aviones llenos de mascarillas falsas.

—¡Ay, Nachito, hijo, qué haría yo sin ti!

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Toño Benavides es ilustrador y poeta.

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