EN TROMBA/X

Javier Reverte, supongo

El escritor Javier Reverte durante la presentación de 'Un verano chino', en Madrid en noviembre de 2015.

Fernando Baeta

Cuando un día de estos Henry Morton Stanley se tropiece con él es muy probable que el gran y controvertido explorador galés ponga cara de sorpresa y, movido por el entusiasmo, la admiración y el reconocimiento hacia su nuevo compañero de viaje, vuelva a repetir aquella célebre frase que ya es historia pero en esta ocasión cambiando de protagonista:

Javier Reverte, supongo.

Y es que el sobresaliente escritor madrileño acaba de emprender su último viaje, el único que a buen seguro hubiera querido posponer. Por eso es casi seguro que se tropiece con el hombre que había encontrado a Livingstone y que con audacia y sin escrúpulos —triunfar o morir era su lema— rellenó no pocos de los espacios en blanco que aparecían en los mapas africanos de la época victoriana.

Mapas que forjaron la pasión desbordante de Bula Matari, nombre con el que los nativos congoleños bautizaron a Stanley, y que en lenguaje lingala quiere decir “rompedor de piedras”. Y también la del propio Reverte que desde que empezó a leer, repetida y compulsivamente, las aventuras de Tarzán de los monos y de que su madre se inventara, noche tras noche, un sinfín de historias del continente oscuro para hacerle dormir, cayó irremisiblemente bajo el influjo del tan temido e incurable ‘mal de África’.

Javier Reverte se ha ganado el derecho a pisar eternamente los lugares que pisaron los primeros exploradores, a quedarse en los parajes por ellos descritos, a perderse por los grandes paisajes de la aventura africana, a revivir todo aquello que había devorado y vislumbrado entre líneas desde que tuvo uso de razón. Y a tropezarse no sólo con Stanley —quizá el más pragmático y ambicioso de aquellos locos soñadores— o Livingstone, sino también con Burton, Speke o Baker y hasta si me apuran con Joseph Conrad, que también se dejó su corazón, como nuestro escritor, navegando entre tinieblas por el gran río Congo. “Creo que la única obligación que tiene el hombre en esta tierra es realizar sus sueños”, escribió Reverte en las primeras páginas de El sueño de África, el primero de su trilogía africana y que sin duda marca un antes y un después en la historia de la literatura de viajes de nuestro país.

Cumplió Reverte con su obligación y con su sueño cuando ya pasaba de los 50. Se embarcó en la aventura con la cabeza repleta de las páginas ya leídas, con la mochila cargada de ambiciones literarias, con un buen número de libretas en las que tomar nota hasta del aire que respiraba, y siempre con los ojos abiertos de par en par y con la determinación inquebrantable de quien, por fin, camina por la tierra prometida.

Fue el primer viaje de los tres que realizó el escritor —los mismos que Stanley— y que plasmó en otros tantos libros, Vagabundo en África —Sudáfrica, Zimbabue, Tanzania, Ruanda, Congo— y Los caminos perdidos de África —Etiopía, Sudán, Egipto— que continuaron la estela dejada por aquel primer sueño irrepetible que se ha convertido en un clásico del género, en una obra maestra imperecedera, en un relato fascinante y maravilloso de esos que tienen la capacidad de hacer soñar y de hacer vivir lo que ni tan siquiera habíamos imaginado. Uno de esos contados milagros de la literatura que se puede leer una y otra vez con la certeza de descubrir algo realmente fascinante que no habíamos sido capaces de encontrar la vez anterior.

Recordaba Reverte, cuando nos reuníamos para hablar de algún próximo artículo para la revista Siete Leguas o para el suplemento de viajes de El Mundo, que siempre le hubiera gustado tener un editor como el que tuvo Stanley cuando le envió a buscar a Livingstone. Gordon Bennet, director del New York Herald, le pidió que antes de llegar a África fuera al canal de Suez, remontara el Nilo, se pasara por Jerusalén, por Constantinopla, Crimea, el Cáucaso, el mar Caspio, enviara alguna crónica desde Persépolis, también desde Bagdad y por supuesto que pateara el valle del Éufrates antes de llegar a la India y embarcarse hacia África.

Por supuesto, nunca fui ese editor extravagante y milagroso pero cuando crítica y público reconocieron su enorme valía —que seguramente le llegó más tarde de lo que merecía su obra— tampoco le hizo falta a Javier Reverte un mecenas que le financiara su próximo viaje, su próximo libro. De eso se encargaron sus lectores, todos aquellos que le seguían/seguíamos con devoción y admiración; todos aquellos que leían/leíamos todo lo que salía de su cabeza y de su corazón, especialmente después de que El sueño de África se convirtiera en una especie de Biblia para todos aquellos que como él tenían/teníamos el veneno del viaje en el cuerpo.

Antes de África ya escribió una trilogía centroamericana que le llevó a Nicaragua, Guatemala y Honduras y un viaje al infierno de Sarajevo. En medio de su periplo africano, que le descubrió todo el continente, tuvo tiempo para ir en busca del corazón de Ulises por Grecia, Turquía y Egipto. Y después, navegó por el Amazonas, se perdió por Alaska y Canadá, por el Ártico, por Irlanda, por Italia, por China y se enamoró de Nueva York, como todos. Y de cada uno de estos destinos, y de muchos más, nos ha dejado un buen número de libros para la posteridad. Su firma aparecía continuamente en las mejores revistas de viajes del mundo, que lo mandaban por los cinco continentes para que plasmara en sus páginas lo que sólo sus ojos eran capaces de ver.

También publicó una docena de novelas y cuatro poemarios, además de algunas biografías. Cuentan que ha dejado tres libros prácticamente terminados para que sigamos disfrutando de su literatura: una novela titulada Un hombre al agua, un largo viaje por Irán y Turquía y una autobiografía que nos volverá a mostrar al viajero infinito, al hombre al que se le empezó a quedar pequeño el universo.

Siempre estarán en mi memoria nuestras charlas de café. Oírle hablar de cualquier rincón del planeta, por insignificante que fuera, lo convertía inmediatamente en un destino obligatorio, en un lugar al que había que ir antes de cerrar los ojos. Era un viajero aunque estuviera varado en Madrid, de esos que viajan con la preparación del próximo destino o cuando rememoran entusiasmados el viaje ya cumplido. Era un viajero que pese a que lo había visto todo seguía buscando desesperadamente su próximo destino.

“Creo que hay que viajar siempre, ponernos a prueba ante lo inesperado, ver y sentir sobre lo que hemos leído, sobre lo que nos han contado, sobre todo lo que hemos imaginado. Y luego escribirlo, para que otros sueñen, para mantener viva la ficción del existir y el anhelo de eternidad”, escribió Javier Reverte en las últimas páginas de El sueño de África. Y poco más hay que añadir.

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Fernando Baeta es periodista.

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