Plaza Pública

La barbarie va ganando

Un hombre con máscara sanitaria participa en la celebración del Día del Orgullo LGTBI 2020 en Chueca, este domingo en Madrid.

Manuel Cruz

Se vuelve a hablar de la tolerancia, sin duda porque la echamos en falta cada vez más. Probablemente no lo hagamos de la misma manera que en otros momentos del pasado, sino con algún matiz adicional digno de ser destacado. Importa formularlo así, no fuera a ser que alguien pensara que la irrupción de nuevas intolerancias queda en cierto modo compensada por la desaparición de las antiguas, cosa que no es desde luego el caso. El debate que antaño —en especial en los años ochenta y noventa— se planteó sigue, ciertamente, vigente. Como se recordará, para muchos la cosa se sustanciaba en que necesitamos promover actitudes más respetuosas hacia la diferencia en un mundo crecientemente complejo y multicul­tural, en orden a facilitar la imprescindible convivencia. Sin duda de este concepto de tolerancia ha terminado por hacerse un uso pringoso, melifluo, dulzón, que parece remitir a la filantropía o a instancias parecidas.

Ahora bien, esta identificación de la tolerancia como virtud con un genérico "todo el mundo es bueno" o cualquier otra celebración de la diferencia de parecido tenor —a menudo puramente superficial cuando no directamente folclórica— no tiene más efectos prácticos que la presencia en el espacio público de representantes de colectivos hasta ese momento poco visibles. Deberíamos saber, por experiencia, la escasa repercusión que tiene sobre las actitudes racistas o xenófobas, pongamos por caso, anuncios como los que durante un tiempo gustaba de hacer la marca Benetton. Nada tiene de extraño esta ausencia de efectos prácticos: nos encontramos ante un elogio puramente estético de la "diversidad cultural" y de las bondades éticas del multiculturalismo —entendido como simple folklorización de singularidades debidamente caricaturizadas—.

En realidad, la exaltación de la diferencia por la diferencia (complemento habitual de la sobreactuada crítica a la homogeneización de nuestra sociedad) a menudo cumple la función de desviar la atención de la única dimensión del asunto sobre la que vale la pena hablar, a saber, la de que las diferencias realmente relevantes son aquellas que generan injusticias porque constituyen la coartada para exclusiones, dominaciones o explotaciones de todo tipo.

Lo anterior no pretende negar la existencia de debates estrictamente culturales, en los que una actitud tolerante resulta a todas luces muy recomendable. Así, con frecuencia nos llegan noticias de debates que tienen lugar en contextos como los de los cultural studies, en los que lo que se plantea parecen ser cuestiones relacionadas tan solo con la cultura. Pienso en las discusiones acerca de la necesidad de reconsiderar (por presuntamente eurocéntrico) el modelo de Ilustración y de Modernidad heredados, en los planteamientos de quienes consideran casi una legítima defensa por parte de ciertas tradiciones oponerse al avance del modelo cultural occidental (que con la excusa de su supuesta universalidad lo que realmente pretendería sería la uniformización) o, por citar uno de los asuntos últimamente más comentados, en el rechazo por parte de algunos sectores a la denominada apropiación cultural.

Este tipo de debates existen, ciertamente, e incluso han llegado a alcanzar una cierta repercusión en algunos ámbitos, pero tal vez lo que ahora habría que plantearse es si, más allá del ruido generado, la calidad de dicha repercusión era la que parecía deseable. O, dicho de otra manera, si tales debates han contribuido a generalizar las actitudes tolerantes o, por el contrario, determinados excesos argumentativos han sido la coartada utilizada por algunos para potenciar justo lo contrario, esto es, las actitudes intolerantes, de las que sería ejemplo paradigmático en nuestros días Donald Trump (aunque no sea el único). Es por aquí por donde pasa la frontera entre los planteamientos que de este mismo asunto se hacían en las décadas indicadas y los que correspondería hacer hoy.

Este repunte de la intolerancia constituye un expresivo indicador de que la cosa ya no puede seguir planteándose como si en el debate solo hubiera dos posiciones: la del multiculturalista, más o menos contaminado de relativismo, y la del universalista, al que siempre se le solía acusar de utilizar el recurso a la racionalidad ilustrada como una forma enmascarada de dogmatismo. En los últimos tiempos se diría que esta última posición se está batiendo en retirada, y que a lo que estamos asistiendo es —se me disculpará la brutal simplificación— a un conflicto entre relativismos que, precisamente porque no discrepan en lo esencial, parece condenado a resolverse en el plano de los hechos o, si se prefiere, del mero poder.

Quienes pusieron no solo en circulación sino también en acción categorías como las de posverdad o hechos alternativos no sostienen, por definición, un retorno a ningún género de dogmatismo sino que lo que practican en realidad es una exasperación del relativismo. Estos nuevos intolerantes desisten de argumentar acerca del superior valor de sus posiciones, como lo prueba su desdén hacia la verdad o hacia la mismísima realidad. Es probable que si tuvieran que resumir su posición lo hicieran –trumpescamente- en términos parecidos a estos: “No necesito argumentos para preferir mis posiciones a las tuyas porque su valor único y fundamental es precisamente el hecho de que son mías”. Aunque no lo digan, podrían rematar su declaración añadiendo un chulesco "¿pasa algo?".

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[El presente texto, inédito, aparecerá en la nueva edición de Manuel Cruz (comp.), Tolerancia o barbarie, editado por Gedisa]

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Manuel Cruz es catedrático de filosofía en la Universidad de Barcelona y senador por el PSC-PSOE en las Cortes Generales. Acaba de publicar Transeúnte de la política (Taurus).

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