Plaza Pública

El debate sobre Bildu: el 78 en su laberinto

La portavoz de EH Bildu, Mertxe Aizpurúa, y el diputado de la misma formación Óskar Matute el Pleno del Congreso.

Javier Franzé

El debate de los Presupuestos está generando menos discusión económica que política, si se permite esta distinción. En efecto, la disputa se está centrando más en quién los apoya que en la propuesta misma. El apoyo de EH Bildu al gobierno de coalición PSOE-UP atrae todas las críticas de la oposición de derecha (PP, Cs y Vox), de los presidentes socialistas de Castilla-La Mancha, Extremadura y Aragón, y de la vieja guardia del PSOE. Todos ellos proponen en definitiva un “cordón sanitario” para Bildu, acusado de pro-etarra.

Bildu es un frente plural —integrado entre otros por Eusko Alkartasuna— que no cabe asimilar a los antiguos brazos políticos de ETA, como Herri Batasuna, ilegalizada en 2003 en aplicación de la Ley de Partidos. No obstante, la pregunta política es si cabe acordar con formaciones que en su día estuvieron vinculadas al terrorismo. Bildu, como tal, no reivindica la trayectoria de ETA, ni su accionar. No cabe duda de que entre sus votantes habrá quien lo haga, pero esto no es atribuible a la formación política sino a las preferencias de cada persona. Del mismo modo, puede haber quien reivindique a Franco en la derecha, tal como lo hizo Vox —ahora sí como partido— en la moción de censura, al decir que el gobierno de Sánchez es “el peor de los últimos ochenta años”. O quien considere que el accionar del GAL merece aprobación. La política sin pretensiones totalitarias se fija en la conducta externa de los sujetos, no en sus convicciones íntimas.

Desde nuestro punto de vista, lo interesante de toda esta discusión cortoplacista es lo que revela del largo plazo: cómo y por qué el orden de la Transición no es capaz de valorar sus triunfos democráticos. En efecto, resulta paradójico que una democracia fundada en el olvido del pasado y en la incorporación de vastos contingentes políticos —dirigentes y organizativos— de la dictadura, no acepte como un triunfo propio y, por lo tanto, se inhiba de capitalizar políticamente sin fisuras el cese de ETA. También lo es que una democracia que sólo exigió en su fundación el compromiso de “no repetición” del pasado a aquellos que atribuía en su conjunto la guerra civil, enfatice la necesidad del pedido de perdón de los antiguos terroristas.

Desde luego que no es sencillo aceptar la participación en democracia de quienes fueron favorables al terrorismo. Pero aquí emerge otra paradoja: un orden que se ha basado más en lo jurídico (“de la ley a la ley”; “constitucionalismo”) que en lo legítimo (inexistencia de un auténtico poder constituyente en 1978), rehúsa sin embargo a tratar a los nuevos actores llegados a la democracia tal como lo estipula la ley —severa en ese punto, porque fue reformada para ello por los partidos dominantes en 2002— y a jugar el partido de la legitimidad en otro terreno. Más precisamente en el de la lucha política, que va de restarle crédito político al adversario sin cuestionar su legalidad. Si la democracia, como pregona el discurso autodenominado “constitucionalista”, son sólo “reglas del juego” neutrales ¿por qué aplicarlas ad hoc, según beneficio de inventario?

Esta manera de enfocar la legitimidad de los actores políticos por parte de quienes se oponen al apoyo de Bildu a los Presupuestos determina que en España sea "anti-sistema" el que entra en contradicción con el discurso de la Transición (ERC, Bildu), no con la democracia (Vox). Y, por lo tanto, que aparezca como "dialoguista" (Cs) quien veta a priori a partidos democráticos legales (ERC, UP, Bildu) y cogobierna con la extrema derecha (Vox). Y, finalmente, que un gobierno como el actual sea tachado de anti-constitucional porque no sigue a rajatabla la interpretación que de la Constitución hizo el discurso de la Transición.

Otro síntoma de este modo paradójico de entender el triunfo democrático que significa la derrota de la vía terrorista es la cuestión de la “equidistancia”. En España se condena la “equidistancia” porque se entiende que el terrorismo de ETA es incomparable con el del Estado (GAL). Eso motivó, por ejemplo, el escándalo sobre el cartel de la serie Patria. Sin embargo ¿no cabría afirmar —en términos de Estado de Derecho, democracia e incluso de puro liberalismo político— más bien lo contrario? Es decir, ¿no debería condenarse la “equidistancia” por considerar que el terrorismo de Estado es incomparable con el de ETA? Esta idea la expresó bien Ernesto Sábato en el Prólogo del Nunca Más (1985), el informe sobre la represión ilegal en la Argentina de la última dictadura (1976-1983) encargado por el entonces presidente Raúl Alfonsín: “a los delitos de los terroristas, las Fuerzas Armadas respondieron con un terrorismo infinitamente peor que el combatido, porque (...) contaron con el poderío y la impunidad del Estado absoluto, secuestrando, torturando y asesinando a miles de seres humanos”.

¿Dónde reside la dificultad de la democracia española actual para enarbolar su triunfo sobre ETA? Nuestra hipótesis es que quienes se obstinan en seguir mostrando que el terrorismo etarra sigue vivo, en realidad añoran el efecto político que esa actuación por ellos indeseada generaba en la España de entonces, pues abroquelaba a la ciudadanía —por obvias razones democráticas— en torno a la Constitución y a la Transición. Aquella unidad no se ha vuelto a producir, en parte por la incapacidad política del orden del ’78 de capitalizar unitariamente esa gran victoria y ampliar su radio de acción. Pero ¿cómo puede ser que un orden rehaga los beneficios de un triunfo propio, los de ese que además consideraba el más valioso? Quizá porque con el enemigo nos desvanecemos también nosotros y quedamos obligados a reinventarnos. En esto, la mirada del discurso de la Transición compite —en otra paradoja más— con la de ciertas izquierdas revolucionarias que ven en la democracia nacida en 1978 una pura continuidad del franquismo. Con la diferencia de que esas formaciones no son dominantes, como lo es la Transición. Más extrañeza todavía… o no tanto.

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En efecto, el cese de ETA —anunciado en octubre de 2011— fue resultado y causa de la liberación de nuevas energías políticas, como el 15M y sus frutos. Permitió plantear nuevos horizontes, sobre todo al progresismo y al soberanismo, ya sin el lastre del reiterado retorno a la casilla cero que producía el terrorismo, vanguardista y por ende reaccionario. El temor a la expiración de ese pasado revela un miedo al futuro, a las nuevas incertezas y a los renovados desafíos de un orden abierto como el democrático. Si algo le ocurre al orden de la Transición es, no casualmente, que su crisis le demanda reinventarse en la misma medida en que carece de imaginación e iniciativa políticas para ello. Por eso lo único que lo hace sentir seguro es su pasado, la vida que ya tuvo y no la que podría crear.

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Javier Franzé es profesor de Teoría Política en la Universidad Complutense de Madrid.​​

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