LA PORTADA DE MAÑANA
Ver
Especulación en el infierno: los intermediarios inflan los precios en medio del caos y la muerte de Gaza

Plaza Pública

La tozudez por vivir a destiempo

Imagen de archivo.

José Manuel Rambla

El planeta está acelerado. Lo que hasta ahora era una sensación subjetiva desde la irrupción de la modernidad, la velocidad vertiginosa de los primeros trenes y el ritmo frenético de las ciudades, es hoy una evidencia científica. La Tierra gira cada vez más rápido, arrancando a pequeños mordiscos porciones a nuestro tiempo: si el mundo tardaba por lo común unos 86.400 segundos en completar su pirueta diaria, la avanzada tecnología de los relojes nucleares está constatando que ahora, cada jornada, lo hace 0,5 milisegundos más deprisa. El pasado 19 de julio, el día más corto del que se tiene registro, rotó sobre su eje 1.4602 milisegundos más rápido que de costumbre. Y el fenómeno, que rompe la tendencia de un mundo cansado de dar vueltas y que desde los años 70 venía regalándonos algunos segundos adicionales, se acentuará este año: se espera que el ciclo rotatorio del planeta convierta a 2021 en el año más corto desde hace décadas, al menos desde 1937.

La consecuencia es demoledora: el tiempo que marcan nuestros relojes se aleja cada vez más del que determina la Tierra con su movimiento. En otras palabras, estamos condenados a llegar siempre tarde a todas partes. A nuestra próxima cita, al día de nuestro cumpleaños, al encuentro más esperado. Como en la paradójica carrera de Aquiles que nos relata Zenón, nuestro mañana se ha convertido en una rauda tortuga imposible de alcanzar. Y a la que vemos alejarse sumidos en una desagradable sensación, mezcla de estupidez e impotencia. Porque del mismo modo que llegar demasiado pronto a una fiesta provoca incomodidad en nuestros anfitriones, hacerlo demasiado tarde genera en nosotros el melancólico desasosiego de imaginar la alegría que nos hemos perdido. Solo un retraso se libraría de este castigo del ánimo: llegar tarde a nuestro propio entierro. Pero la experiencia nos demuestra a diario que este es el único caso que se resiste a la paradoja del sabio presocrático.

Pese a esta inquietante perspectiva, no debería haber motivos para el alarmismo histérico. De hecho, la solución al problema no reviste excesiva dificultad: como en los atracos perfectos de las películas, bastaría con la sencilla operación de sincronizar nuestros relojes con los ritmos marcados por el planeta. El problema viene cuando, pese a las evidencias, nos empeñamos en conservar nuestros caducos cronómetros como tesoros de una precisión que nunca tuvieron. La realidad ha demostrado que los suizos son maestros en los secretos de las cuentas financieras, pero sus diestros relojeros son impotentes para desentrañar con su artesano saber los secretos del tiempo. Pese a ello, seguimos atados a sus renqueantes minuteros.

La alarma pues no radica tanto en esa desincronización como en nuestra tozudez por vivir a destiempo. No es extraño por ello que la reacción de sorpresa se haya instalado en una cotidianidad acostumbrada a llegar siempre tarde. Sorpresa por la tercera ola de la pandemia, que nos pilló de improviso mientras fantaseábamos con salvar la Navidad y los grandes almacenes, al igual que la segunda nos sorprendió soñando con salvar el verano y las agencias de viaje. ¿Habrá una cuarta ola? Quién sabe si también nos atrapará entre los sueños de salvar la Semana Santa. De hecho, el destiempo y las olas marcan ya nuestras sociedades hasta el punto de asemejarnos cada vez más a esos bañistas que tras haberse metido al mar a destiempo acaban agotados por el oleaje. Y no pocos devorados por las aguas.

¿Obediencia debida o desobediencia debida?

¿Obediencia debida o desobediencia debida?

Porque si algo no falta en nuestras vidas son esas continuas olas que se ven venir pero que, sin embargo, siempre nos encuentran confiados, asombrados porque los medios de comunicación nos informan con espectaculares titulares de que ya hemos sido engullidos. Olas como las del posfascismo asaltando el Capitolio y cuya presencia nos parece inesperada a pesar del persistente temporal que azota las costas de nuestras democracias. O las que habitan los océanos inhóspitos de la economía. No es extraño que los analistas hayan convertido las viejas crisis cíclicas en explosivas burbujas —como las contenidas en la espuma de las olas— que, como ocurre con la rotación de la tierra, cada vez acortan más el ritmo de sus deflagraciones: las burbujas del puntocom, las del ladrillo, las del turismo, las de los precarizados camareros... Tsunamis que los expertos siempre nos advierten de que van a llegar. Eso sí, con el reloj cambiado, siempre tarde. Impotentes para evitar dejarnos un poco más a la intemperie, empobrecidos, ateridos, cada vez más indefensos. Desconcertados ante la perspectiva de que acabe por llegar ese día en que, definitivamente, sea ya demasiado tarde para sincronizar nuestros relojes con la realidad social y física del planeta. Y cada día que pasa, no lo olvidemos, es 0,5 milisegundos más corto que el anterior.

_____

José Manuel Rambla es periodista.José Manuel Rambla 

Más sobre este tema
stats