Plaza Pública

España, una derecha trumpista

Seguidores de Trump, en el asalto al Capitolio este miércoles.

Juan Manuel Aragüés

Allá por el mes de mayo del pasado año comenzaron a resultar evidentes una serie de movimientos de abierto aliento golpista por parte de la extrema derecha española. El discurso de estos sectores, impregnado del resentimiento de quienes temen que el poder, el poder real que secularmente han acaparado, se escapara de sus manos, tenía como eje la consideración como ilegítimo de un gobierno salido de las urnas y que se ajustaba de manera escrupulosa a todos y cada uno de los procedimientos constitucionales. Ese discurso vino acompañado de la instrumentalización de ciertos sectores del ejército, la policía y la Guardia Civil, a los que abiertamente se llamaba a subvertir el orden democrático. Fueron jornadas, en el contexto, además, de la pandemia que asolaba y asola al país, de una enorme tensión.

Nada nuevo bajo el sol, podríamos pensar, pues la extrema derecha española siempre se ha caracterizado por esa voluntad desestabilizadora, que le llevó incluso a perpetrar un baño de sangre en los años treinta y subsiguientes contra el propio pueblo español del que tantas veces se presenta como única voz legítima. Pero sí que es preciso advertir que esa estrategia de la derecha fascista ha sido duplicada por otras derechas, PP y Ciudadanos, de quienes cabía esperar un mayor apego a las instituciones democráticas.

En efecto, la derecha en su conjunto ha protagonizado gestos de profunda erosión del sistema democrático, como por ejemplo, el bloqueo de la renovación del Consejo General del Poder Judicial, en un evidente intento de controlar el aparato judicial. Las grandes causas de corrupción en las que el PP está constantemente incurso, así como el control de la vida política tienen mucho que ver con estas actitudes. Al mismo tiempo, esa derecha en su conjunto no ha desdeñado la utilización de la calle, en ocasiones contradiciendo todas las recomendaciones sanitarias de un momento excepcional, para movilizar a sus turbas enfurecidas, acosar durante meses a dirigentes del Gobierno en sus domicilios o intentar asaltar el congreso de los Diputados mediante sus organizaciones policiales afines.

A todo ello es preciso añadir el ruido de sables que se ha producido en las últimas semanas por parte de sectores del ejército nostálgicos de la dictadura y con abiertas intenciones terroristas. Pues solo de terrorismo cabe calificar la intención de asesinar a 26 millones de compatriotas. Por desgracia son demasiadas las instituciones de este país que, como consecuencia de una Transición que transitó muy poco, albergan una gran cantidad de elementos de la extrema derecha, con una visión patrimonialista del Estado y del país y dispuestos, a cualquier precio, como ya mostraron el 1936, a impedir avances democráticos reales de nuestra sociedad. Más allá de los insulsos tópicos de una Margarita Robles, en el Ejército, la Judicatura, las Fuerzas de Seguridad, la Iglesia, sigue existiendo un importante porcentaje de elementos franquistas que pretenden defender sus privilegios con uñas y dientes. Unos privilegios a los que tienen la desfachatez de llamar España.

No resulta complicado trazar un paralelismo entre lo acontecido en España y los sucesos que se vienen produciendo en los Estados Unidos. Trump se ha esforzado por controlar el Supremo estadounidense, ha movilizado a sus seguidores en numerosas ocasiones para atentar contra las instituciones democráticas, ha usado informaciones falsas para desacreditar a sus adversarios, ha empleado las redes sociales para dividir a la sociedad y sembrar un odio que puede resultar letal, se ha refugiado en un nacionalismo de vía estrecha que expulsa de la nación a todo aquel que no comulga con su ideario reaccionario, ha cuestionado la importancia del coronavirus y ha encontrado, como se ha comprobado en el reciente asalto al Capitolio, el beneplácito de los sectores más ultras de las fuerzas de seguridad. Y si en España la derecha trumpista, y trampista, calificaba como ilegítimo y bolivariano al Gobierno democrático, en EEUU era el Gobierno quien utilizaba semejantes consideraciones frente a la victoriosa, y nada radical, oposición.

Madrid y sus voluntarios

Madrid y sus voluntarios

Una conclusión debiéramos extraer los demócratas de todo este proceso: el enorme desapego hacia la democracia de la actual derecha populista. Haríamos bien en no tomar como anécdotas las actitudes totalitarias de Vox y resto de la derecha española, de no minimizar las amenazas de sectores del Ejército que han hecho históricamente de la traición su modo de actuar. Los discursos conciliadores son tomados por estos sectores como síntomas de debilidad del sistema. Ya lo vivimos con la Operación Galaxia y el subsiguiente golpe de Estado de Tejero y sus seguidores. La contundencia en la defensa de la democracia es la única respuesta posible ante esta derecha golpista.

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Juan Manuel Aragüés Estragués es profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza.Juan Manuel Aragüés Estragués 

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