Plaza Pública

Los significados de Trump

Donald Trump en un acto de la pasada campaña electoral.

Israel Sanmartín

¿Y si Trump no fuera nada más que un síntoma de un problema más profundo? ¿Y si nos hemos quedado en los acontecimientos y hemos obviado las ideas? ¿Y si no somos capaces de entender todos los significados de “Trump”? Las tres preguntas pueden ser consideradas pertinentes o simples barruntos realizados desde un paraje perdido de la periferia europea sobre la Administración Republicana de los últimos cuatro años. Si conectamos las tres cuestiones con los últimos eventos relativos al asalto del Capitolio por parte de una horda de seguidores del presidente Trump, los problemas planteados parece que tienen menos dudas. Y para pensarlos necesitamos buscar una contextualización y un análisis. Hagamos ese esfuerzo.

El momento histórico actual es el fin de un desarrollo histórico y político que comenzó a finales de los años setenta. En aquella época, se abordó un sofisticadísimo programa intelectual y político que cambiaría la historia. Consistió en conectar el “neoconservadurismo”, el “neoliberalismo” y lo que se denominó como “nueva derecha”. Las tres ideas mezclaron con especial eficacia lo intelectual, lo económico y lo político en las Administraciones Republicanas durante los años ochenta. Leo Strauss y sus discípulos le dieron forma al neoconservadurismo en la Universidad de Chicago como la religión de la nueva sociedad. Su sustancia era la creencia en la democracia americana como modelo universal, que complementaba la idea de la “excepcionalidad estadounidense” con la del “sueño americano”. El neoliberalismo fue el desarrollo más acabado de aplicar una estricta dieta al Estado y encoger lo público, un experimento que arraigaba en la vieja teoría americana de ser individualistas respecto al Estado pero comunitaristas en relación a la sociedad. Por último, la “nueva derecha” fue un eslogan que reacomodó el presidente Reagan de épocas anteriores, para introducir en la sociedad estadounidense la creencia en una “revolución conservadora”. Este último concepto ayudó a la fabricación de una sociedad de clase media amplia, que fue acotada posteriormente como de “bohemios y burgueses” (David Brooks) y atrapada en una creciente “mcdonalización” (George Ritzer). El resultado fue un gran vaciado intelectual y una entrega a los placeres materiales del consumo compulsivo. Además del aumento de ciudadanos que empezaron a caerse del sistema y vivir en sus márgenes.

Los años noventa y el fin de la Guerra Fría supusieron el triunfo definitivo de este programa. La globalización como proceso tecnológico, político, social y económico fue su gran estimulante. Las administraciones Clinton fabricaron una burbuja tecnológica que hizo saltar por los aires los comportamientos de los ciclos económicos. Más adelante, los gobiernos de George Bush siguieron la misma dinámica, aunque los atentados terroristas del 11-S ayudaron a crear un nuevo “pensamiento catedral”. Ahí comenzó una nueva época. La mentira y la emoción fueron las nuevas armas para relacionarse con el electorado y con la opinión pública, creando un ruido insoportable difícil de descifrar. La guerra de Irak mandó al infierno la vieja unión entre neoconservadurismo, neoliberalismo y lo que quedaba de la “nueva derecha”. El neoconservadurismo se partió en mil pedazos, y algunos de ellos se fueron con los demócratas (el más sonado fue Francis Fukuyama). El neoliberalismo fue estrangulado por un “neokeynesianismo” de derechas. Y la “nueva derecha” agonizó artificialmente sus últimos días reactivada como una suerte de viejo imperialismo decimonónico.

El partido republicano desnortado que entregó Bush Jr. es el que se enfrenta a Obama, quien continuó abrazando las bondades de la globalización, la deslocalización y el descuido de una parte de la población estadounidense que ya se había empezado a desplomar en décadas anteriores. Para entonces, ya circulaban en audiencias amplias reflexiones como la de Huntington en su libro Quiénes somos. Años después, otras obras han profundizado en ese derribo de una parte de la sociedad estadounidense, como Manifiesto Redneck de Jim Goad o White Trash de Nancy Isenberg. Los efectos del año 2007 elevaron la brecha social en EEUU, aunque inicialmente se cerrara en falso. El fin del “capitalismo de amiguetes” y la crisis de las oligarquías políticas afloraron dos cuestiones todavía bajo estudio. Por un lado el populismo, bautizado para la ocasión como “populismo de derechas”. Y por otro lado, la emocracia, donde las emociones son la base para entender la política. Las “explicaciones” se sustituyeron por “narrativas” y “relatos”, y se borró la distinción entre verdad y mentira. El resultado fue el nacimiento de la “posverdad”.

Recapitulemos. Clases medias vaciadas intelectualmente, “lobotomizadas” en sus costumbres y arrumbadas al consumismo primario. Un proceso mundial de globalización que descubre un enriquecimiento de las grandes multinacionales mientras la ciudadanía se queda sin trabajo, sin alternativa y generando disconformidades. Y, por último, una sociedad cosida de “postverdades” y “relatos” basados en utilizar a los que no tienen y convencerlos o no darles otra alternativa a la de estar en sintonía con las nuevas políticas. Las “oligarquías corruptas” frente al gran mesías que pondría todo en orden y devolvería a los desagraviados a un mundo que ya no existe. Es un lenguaje simple para reconectar con una sociedad empobrecida, vaciada educacionalmente y empachada de una oscura palabrería teleológica desde las redes sociales.

Y así llegamos al final. Trump es el síntoma más visible de toda esa hemorragia social desatendida desde hace décadas, pero no su causa. Trump no es más que el responsable de lo que ha pasado en los últimos cuatro años. Es complicado entender lo que significa Trump, porque simboliza muchas cosas a la vez. Tantas como algunas que hemos señalado, pero tan pocas como el señalamiento del gran responsable. Y ese es el sistema, es decir, el capitalismo, que en su versión de la democracia liberal estadounidense nos ha mostrado una vez más que sus contradicciones internas pueden llevarlo a su destrucción. Algo que no ocurrirá, al menos en el papel. Nos convencerán de que es otra crisis de crecimiento y que estamos ante otra “destrucción creativa” o como expresan ahora, ante un “great reseat”. Mientras, podemos advertir que lo que vamos a escribir a partir de ahora serán los análisis para unos, pero también las “postverdades” y los “relatos” para otros. En ese escenario complejo, ¿vamos a quedarnos únicamente en Trump o vamos a bajar al pozo de los acontecimientos y de las ideas para encontrar explicaciones que nos ayuden a entender lo que ha pasado y lo que está sucediendo? ¿Continuaremos construyendo lo “real” sustituyendo las “explicaciones” por “emociones”? ¿Recuperaremos la cohesión social como arma para que no aflore la polarización? ¿Conectaremos este momento histórico con la crisis de la modernidad anglo-escocesa? Pero incluso más allá de todo esto, ahora, “Trump” es más un concepto que un individuo. Y como tal “flota” (Laclau) en busca de significados que lo carguen políticamente desde lo real pero también desde lo imaginario Y ahí es donde se está librando la nueva “guerra cultural” para seguir controlando el “relato”, que puede matar para siempre a las tradicionales “explicaciones”. ¿Estamos dispuestos a ello?

____________________

Israel Sanmartín es profesor en el departamento de Historia de la Universidad de Santiago de Compostela, y autor del libro 'El debate historiográfico sobre El fin de la Historia de Francis Fukuyama', (Peter Lang, Oxford, 2019).

Más sobre este tema
stats