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El 23F de un juez de Valverde del Camino

El golpista Antonio Tejero Molina, el 23-F, en el Congreso de los Diputados.

Baltasar Garzón

“¡Con todo lo que me ha costado llegar hasta aquí! ¡Y ahora…!” Eso es lo primero que se me vino a la cabeza cuando conocí la noticia: “Tiros en el Congreso. Un golpe de Estado”.

Tenía 25 años recién cumplidos y 10 días de antigüedad en la carrera judicial. En plenos carnavales, en una ciudad como Valverde del Camino (Huelva) que los celebraba por todo lo alto, había tomado posesión el 13 de febrero de 1981 de mi primer destino. No había sido fácil acceder a la judicatura. Lo había conseguido gracias a mi esfuerzo y al de toda mi familia. Mis padres, que habían formado una familia modesta en Torres, Jaén, habían emprendido la aventura de trasladarse a la capital hispalense para que los cinco hijos pudiéramos estudiar. Para ello, mi padre dejó la agricultura, su verdadera vocación, y se empleó en CAMPSA, en diferentes localidades de Andalucía, en alguna de las cuales yo trabajé durante los cursos universitarios; en concreto en la gasolinera de Las Cabezas de San Juan, en la expendeduría del Km 43 del Cerro del fantasma, en la autopista de Sevilla-Cádiz. Su objetivo era irnos acercando a centros académicos. Recuerdo que cuando les dije que quería estudiar Derecho no les gustó mucho porque consideraban que se trataba de una carrera fuera de nuestro alcance. Cuando además les confirmé mi decisión de estudiar para ser juez, casi certificaron que había perdido la cabeza. “Esa es una carrera muy grande y no para nosotros”.

Les había prometido que lo haría y siempre me apoyaron, aun cuando dudaran que podía conseguirlo. El amor que me tenían se sobrepuso al miedo a la temida frustración de no lograr alcanzar un mundo tan selecto, exclusivo y alejado. Hasta entonces, lo más cerca que habían visto a un juez había sido en el pueblo, cuando mi tío Gabriel, hermano mayor de mi madre, a pesar de haber luchado por la República y haber sufrido los rigores del franquismo, había sido elegido juez de paz, como antes lo había sido mi abuelo. Tengo que agradecerles mucho a mis padres y, desde luego, el hecho de que sacrificaran sus propias expectativas de vida para facilitar las mías y las de mis hermanos.

Un largo camino

En 1978 terminé mis estudios en la Facultad de Derecho de Sevilla. Dos años después, ingresaba en la Escuela Judicial y en enero juré el cargo en la Audiencia Territorial de Sevilla. Había vivido los últimos años del franquismo entre trabajos de camarero, albañil y gasolinero para aportar a la casa, manifestaciones, protestas universitarias y textos legales y, ya en la Transición, concluyendo la carrera y pleno de entusiasmo por la libertad que traía la democracia, que ya empezaba a notarse.

Demasiado había vivido el franquismo en mi pueblo, en la década de los sesenta y setenta, donde aún persistían vestigios de intolerancia ideológica y gente arrinconada por un pasado duro. Mi tío es quien me imbuyó el espíritu crítico de libertad, que es la base para situarse en la vida. Mis padres alimentaron mi capacidad de reflexión. Fui seminarista y aprendí a estudiar con sobriedad. Aspiraba a ser juez para administrar justicia y servir a la sociedad desde que a los 17 años, ya en el Curso de Orientación Universitaria (COU) en Baeza, escuché una charla del padre de mi compañero de habitación que era Juez de Distrito de Jódar, hoy presidente del TSJ de Andalucía, Lorenzo del Río. Nos habló de lo que suponía esa carrera y, a partir de aquel momento, encontré mi vocación, que comportaba renunciar a muchas cosas pero que me llenaba, por lo que no me preocupó asumir el desafío.

En noviembre de 1980 me casé y el día 1 de diciembre dio inicio el curso de práctica que duró, mediante las vacaciones de Navidad, hasta el 20 de enero y nos dejaron caer a nuestra suerte en los diferentes destinos. Faltaban jueces y teníamos que empezar pronto a ejercer la jurisdicción. Fui a una zona desconocida para mí, para no tener ataduras y a pesar de que el juzgado llevaba varios años vacante y por tanto el trabajo acumulado era mucho. Nada importaba. Inauguraba una vida nueva y apasionante. En España teníamos una Constitución, se convocaban elecciones y con ese equipaje de optimismo inicié una andadura que poco podía imaginar iba a correr un riesgo supremo, si los hechos hubieran acontecido el 23 de febrero de una forma diferente.

El golpe

Este día amaneció nublado y frío. Valverde está en plena sierra de Huelva, es uno de los partidos judiciales más grandes de España, ciudad industrial dedicada al calzado y fabricación de muebles de calidad extraordinaria. El Ayuntamiento era de mayoría socialista. La recuerdo como una ciudad especial por la calidez de sus vecinos y en donde fuimos acogidos de forma inmediata por mi gran amigo y compadre Ramón Membrillo y su familia, y por la pequeña comunidad jurídica, especialmente por Salvador Carrero.

Por la tarde, estaba en mi despacho del juzgado tratando de hacerme con los expedientes judiciales amontonados en cerros de papel. Recuerdo que poco después de las seis de la tarde me llamó mi compañero y amigo el juez de Aracena, Fernando Tesón, y me dijo, “pon la radio que ha habido un golpe de Estado en Madrid. Un coronel de la guardia civil, pistola en mano, ha entrado en el Congreso y han sonado varios disparos. No sé nada más”.

Recogí varias causas para trabajar en casa –aunque imagino que lo hice de forma automática para ocupar las manos con algo– y con la cabeza en otra cosa, me marché. Vivía a distancia, pero enfrente del cuartel de la Guardia Civil, y quería ver si había movimiento o no. Al llegar al piso, me encontré con que Ramón y su familia estaban en mi domicilio, porque creían que con ello se encontrarían protegidos. Me asomé a la terraza, busqué mis prismáticos comprados en Sevilla y me centré en observar lo que ocurría. La comandancia de la Guardia civil era Jefatura de Línea y por tanto tenía bajo su responsabilidad toda la zona de la sierra, hasta Paymogo, último pueblo del partido, ya en la frontera con Portugal. Era clave ver lo que ocurría. A renglón seguido decidí que tenía que llamar al capitán.

No estaba muy seguro, porque eran guardias civiles los que habían entrado en el Congreso. Sonó varias veces el timbre de llamada y, finalmente, al otro lado escuché un “buenas tardes”.

– Soy el juez de instrucción –unos días antes se me había presentado en el juzgado para ponerse a disposición del nuevo juez–.

– A sus órdenes.

– ¿Cómo esta la situación, Capitán?

– Sin novedad.

– Si hubiera alguna incidencia, póngame al corriente de forma inmediata”.

Un nuevo y seco "a sus órdenes” cerró la conversación. Nunca supe si no se había enterado de lo que pasaba o no quiso pronunciarse más allá de estar a la espera. Como casi todos en los primeros momentos.

Tensa espera

A partir de entonces, comenzó una rueda familiar para tranquilizar a la familia y de comunicación entre los diferentes jueces de la provincia. Varios éramos de la misma promoción y nos coordinamos. El presidente de la Audiencia Provincial y el fiscal jefe de Huelva me llamaron para saber cómo estaba. Durante esa tarde, noche y madrugada, seguí con atención los acontecimientos, sin perder de vista los movimientos del cuartel de la Guardia Civil. Recuerdo que pensé en lo caprichoso que era el destino. ¡Tanto esfuerzo para llegar a ser juez y apenas iba a durar diez días en el cargo! Tenía claro que si triunfaba el golpe no me quedaría a administrar justicia en una dictadura. Pensé que me tocaría instruir causas bajo el código de justicia militar y con posibles penas de muerte y tomé la decisión de trasladarme a Portugal. Desde allí actuaría. Lo comenté en casa y no se habló más.

Afortunadamente, conforme fue avanzando la noche era evidente que el golpe no había triunfado. Por la mañana fui al juzgado. Estaba solo, nadie había ido, tuve que llamar a los funcionarios y decirles que estaba allí y que se incorporaran porque había que trabajar. Sobre el mediodía, el capitán de la Guardia Civil me llamó y me dijo que todo estaba en orden. Le di las gracias y reflexioné sobre cual habría sido su actitud si el golpe hubiera triunfado.

En aquellas tensas horas, pasó mi vida como en una película panorámica. Tuve claro entonces, como ahora, que la intolerancia y el deseo trasnochado de continuar en una dictadura fue lo que motivó ese ruido de sables que afortunadamente quedó en un episodio para la historia. Hubo una consecuencia importante, la de que los políticos vieron la urgencia de consolidar el cambio necesario y de trabajar para que todas las instancias se reforzaran en los valores democráticos. Había mucho que hacer, fuerzas de seguridad, ejército, administración… Pero ante todo existía una sociedad que no estaba dispuesta a dar un paso atrás y que también se encontraba presente en todas esas instituciones y quería hacer borrón y cuenta nueva. También los jueces debíamos cumplir y cambiar las cosas. Sería difícil, pero necesario.

Tejero y mi madre

Termino con una anécdota que aconteció mucho después. Años más tarde me llevé la sorpresa de que alguien en nombre de la esposa de Antonio Tejero, uno de los principales protagonistas de aquel 23F, me daba recuerdos para mi madre. “Mamá –le pregunté–, ¿qué tienes tú con esta señora?” Al principio no caía, pero luego ya recordó. “¡Ah, una buena mujer!”. Me contó que habían viajado toda una noche en tren, en coche cama, camino de Gerona. Mi madre iba a ver a mi hermano Luis, que vivía en Torroella de Mongrí. La mujer le explicó que iba a Figueras; le dijo que su marido trabajaba allí, en el ejército, pero que ella vivía con su hijo en Madrid.

“– ¿Y cómo es que está ahí y no con ustedes en Madrid?”

“– Mire… sus cosas.

“– Pues las familias tienen que estar juntas”.

Hablaron de sus respectivos hijos y salió a la luz que era mi madre.

– “Pues no lo oculte, que debe ser un buen hombre”, le dijo la señora de Tejero: “Sólo con que se parezca a la madre, ya lo es”.

– “Tenía muy buena opinión de ti”, afirmaba mi madre.

Su interlocutora no le había contado que Tejero cumplía condena en Figueras y su hijo iba a cantar misa. Tejero deseaba ir a escucharlo, pero el ministro de Interior José Luis Corcuera (según creo) no quería ni oír hablar de aquello. El juez dio el permiso necesario. Salió de prisión, le acercaron a la iglesia y, tras la ceremonia, volvió a su celda. Todo fue bien.

“¡Ay, hijo!”, exclamó mi madre algo atribulada cuando se lo conté. “¡Y yo que la estuve diciendo que convenciese a su marido para que pidiera el traslado a Madrid!”

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Así fue mi 23F y sus extensiones. No puedo evitar aún hoy cierto escalofrío cuando recuerdo aquella tarde inusitada. Algo que me sigue ocurriendo con el ascenso electoral de la ultraderecha. No quiero que ningún otro joven, ninguna otra joven, se vean ante el abismo de pensar que todo lo conseguido se va al traste. Debemos ir hacia adelante. No podemos permitir que algo así vuelva a suceder. Y ha sido en este último fin de semana cuando he visto exaltar a la División Azul que luchó con Hitler, dar vivas al fascismo y escenificar el odio antisemita en la voz de una joven de no más de veintitantos años –los que yo tenía hace 40–, cuando he recordado de nuevo que no debemos consentir la peste del fascismo.

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Baltasar Garzón es jurista, presidente de Fibgary el juez que inició la investigación de la 'trama Gürtel' y ordenó las primeras detenciones en febrero de 2009.

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