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Azaña en Mountauban

El presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez y el presidente francés, Emmanuel Macron, en una ofrenda floral en la tumba del expresidente de la República Manuel Azaña en Montauban.

Gutmaro Gómez Bravo

El pasado 15 de marzo se celebró una cumbre franco-española en Montauban, la localidad del sur de Francia donde descansan los restos del jefe de gobierno y presidente de la República, Manuel Azaña. Allí, como tantos otros de sus compatriotas, murió con miedo a ser detenido y repatriado a la España franquista, en la Francia vencida, ocupada y colaboracionista del Mariscal Pétain. De ahí que el homenaje de Estado que ambos países rindieron ante su tumba tenga un amplio calado y múltiples significados históricos. El primero debe ir dirigido a un colectivo tan grande y maltratado como el exilio y especialmente oculto como el que permaneció en Francia y el norte de Africa. Huían de la guerra y de una represión como la franquista que los convirtió en parias, en delincuentes comunes, dificultando su integración en una Francia dividida y polarizada social y políticamente, donde también fueron considerados indeseables, como los judíos y todas las minorías de apátridas de entreguerras.

El paso del tiempo y la huella de ese estigma, de ser tratados como criminales, tuvieron efectos devastadores sobre su imagen. La que se tenía de ellos pero también su propia percepción. La herida de la guerra, de la persecución y de la emigración, terminó marcando su vida y su propio carácter. Abrió un abismo insalvable, difícil de reparar por el anclaje y la normalización del franquismo en todos los niveles. Desde lo local, que les apartó de cualquier contacto con sus familias y vecindarios, a los que la sola correspondencia o un telegrama podía comprometer de forma grave, hasta el nivel jurídico, legal o consular, que mantuvo su exilio, su extrañamiento como parte de una necesaria asepsia impuesta a ambos lados de los Pirineos. Abismo que se tornó en acusación de abandono tras la muerte de Franco, de una generación que se extinguió viendo cómo la joven democracia española no los reivindicaba, no los ponía en el centro de la agenda de recuperación de derechos perdidos por los que ellos mismos tuvieron que exiliarse. La administración española, como había hecho en su día la francesa, les seguía sometiendo a un sinfín de trámites burocráticos en los que las marcas, los estigmas, reaparecían y volvían a hacerse visibles.

Víctimas de la guerra del exilio del ostracismo y de la amnesia que recorría Europa, llegaban al mismo destino que aquellos que habían salido de la cárcel en los años 50 y no tenían a nadie con quien hablar, nadie se les acercaba por miedo a ser identificados como uno de ellos. Compartieron con el exilio interior estación final y dirección única. El ciclo de horrores y extrañamientos que sufrieron simplemente los arrolló.

De ahí la importancia de un homenaje que supone, en segundo lugar, un cambio sustancial en el relato oficial de la historia de la resistencia francesa. Un mito fundacional del que, en buena medida, habían quedado largamente excluidos los españoles a pesar de su más que probada y documentada participación. Las palabras del presidente francés apuntaban en ese sentido: "no olvidaremos nunca a los numerosos republicanos españoles que se unieron a la Resistencia francesa y nos permitieron mantenernos libres". Buscaban eliminar esa marca que se instaló sobre los refugiados españoles y la emigración económica después, maltratada y considerada una excesiva carga económica que mantener para el Estado. El mismo estereotipo, los mismos mantras, que resuenan hoy y siempre sobre todos los migrantes.

La banalización del lenguaje

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Por eso fue, en tercer y último lugar, una ocasión para que el mundo viera los restos de una cultura política que, a pesar de las diferencias de la guerra, mantuvo la solidaridad humana por encima de cualquier otra cosa. Una cultura que fue capaz de dar alas al antifascismo mundial en sus momentos más duros, pero también tuvo que perseverar en el tiempo y ayudar, desde distintos rincones y de formas muy diversas, a personas desconocidas, solas, humilladas, perseguidas y olvidadas después de todo. El paso del tiempo fue difuminando los vínculos con su pasado, sus raíces se fueron quedando sin tierra y, aunque la cadena del conocimiento intergeneracional no se ha roto del todo, ha dejado de transmitirse de la manera que venía haciéndose de forma grupal. Montauban, que llegó a ser cárcel y sede de un tribunal militar que persiguió a aquellos extranjeros acusados de actividades subversivas en suelo francés, sigue siendo, como Toulouse y otros tantos lugares, el símbolo de esa cultura, más que de un programa o un ideal político, que llegó a significar mucho más de lo que hoy podemos llegar a imaginar.

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Gutmaro Gómez Bravo es profesor titular de Historia Moderna y Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid y director del Grupo de Investigación Complutense de la Guerra Civil y del Franquismo.

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