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Plaza Pública

Palabra de fascista

Varias personas participan en una marcha neonazi en Madrid.

Alfons Cervera

"El fascismo es, además de un gesto de violencia, toda una cultura, una semántica, un destino".

Constantino Bértolo

¿Quiénes somos?

La palabra fascista había desaparecido del mapa. Sonaba mal a unos oídos acostumbrados a la corrección política. Murió el dictador y purgamos nuestro vocabulario para que el consenso político tuviera los menos agujeros posibles. Esa purga lingüística, se decía, era necesaria si queríamos que las derechas no se enfadaran y volvieran a sus tiempos de cuando las palabras, todas las palabras, eran las que imponía su diccionario autoritario y excluyente. La palabra fascista se quedó en una especie de limbo, muy parecido a lo que luego hemos llamado vintage. O kitsch. Una reliquia, como los exvotos colgados a las puertas de un convento de clausura o la mano incorrupta de Santa Teresa de Jesús. Clausurado todo en los nuevos tiempos. El fascismo no existe. Ni siquiera el franquismo, si atendemos según dicen al lenguaje exacto de la historia, fue un régimen fascista. Eso era demasiado para un piltrafilla que no podía llegar en el libro de la historia al nivelazo de Hitler o Mussolini. No sólo nos habíamos convertido en un país sin fascistas, sino que en el colmo de la magia potagia habíamos tenido cuarenta años de franquismo sin franquistas.

Y es que la corrección política alcanza también a las palabras. Las endulza para que nadie se ofenda. Si la palabra fascista está medio escondida para que un fascista no se ofenda es que algo no va bien en una democracia que, según dicen, no necesita complementos calóricos para sentirse en forma. Si yo digo que Santiago Abascal es un fascista, me suspenden en historia quienes entienden de eso. Si con la boca pequeña, un poco más políticamente correcta, digo que Pablo Casado es un fascista, vuelvo a obtener en historia la nota de necesita mejorar. Si digo que PP y Vox son partidos fascistas, me pasean por los pasillos de la historia con la letra escarlata de la burrera en la espalda. Si digo que Eduardo Inda y sus colegas en el túnel de la bruja son unos fascistas, me dirán que ser malas personas no tiene por qué ser lo mismo que ser fascistas porque también hay fascistas buenos. O sea, que una súplica a quienes entienden de la materia: díganme por favor cómo he de llamar a todo eso, a todos esos, y les estaré eternamente agradecido.

Estos días se sigue muriendo gente en todas partes por muchos motivos, también y mucho por el coronavirus. Estos días sigue haciendo su vida a tutiplén el puñetero pangolín. Estos días la pandemia rebaja su intensidad pero mantiene en alto sus aspiraciones a seguir siendo la reina —ojalá que no llegue a emérita— de la incertidumbre. Estos días ya casi nadie, en ninguna parte, habla de eso. Es como si la desgracia necesitara un descanso, al menos a la hora de pensarla. Por eso, seguramente, ese descanso nos llega en la forma de unas cuantas sorpresas políticas que ni los más listos del lugar esperaban. A una moción de censura en la Comunidad de Murcia sigue la reacción, en plan Dostoievski, de una humillada y ofendida Isabel Díaz Ayuso. Más madera, que es la guerra, como gritaban en una locomotora del Oeste los Hermanos Marx. A tomar por saco el gobierno de la Comunidad de Madrid. La brunete mediática no tarda en sumarse a la presidenta madrileña. En medio de la refriega, ya se desangra en el suelo Ciudadanos. El fantasma de UPyD reaparece en los sueños de Inés Arrimadas como una pesadilla. Las manos de Albert Rivera se llenan de llagas de tanto aplauso. La huida a los brazos del PP es una interminable lista de espera. Como el partido de José María Aznar —¿fascista Aznar?, ¡por favor!— se ha quedado sin sede, no saben dónde instalar el hospital de campaña para tanto damnificado de Ciudadanos en busca de contrato. En Valencia, Toni Cantó, diputado del partido, dice que deja la política y que hablará con su representante para que le busque trabajo en lo suyo. Lo suyo, según Cantó, es ser actor. La decisión del diputado valenciano suena a amenaza contra su propio gremio. Vade retro, dicen entre risas sus colegas, que se vaya al PP. No hará falta que le hagan mucha fuerza. De repente, un giro de guión: Pablo Iglesias se sale del Gobierno y se ofrece en la unificación de la izquierda para las elecciones en Madrid el 4 de mayo. Un paréntesis en este desenfreno: me gustaría esa unificación, con los nombres y lugares en la candidatura que hagan falta, pero sí a la posible unificación electoral de las izquierdas. Y si no es posible, al menos que no haya sangre entre ellas. Firmo donde haga falta. Cierre de paréntesis.

La campaña electoral ya está encarrilada. Las armas en su sitio. Los medios al servicio de las derechas —¿serán fascistas estos medios?, pregunto— engrasan sus baterías y almacenan toneladas de bombas para destrozar a las izquierdas. Hasta ahora la ministra Yolanda Díaz le caía bien a todo el mundo, no sólo al progresismo y a la izquierda, y hasta parte de la derecha y los empresarios alababan su gestión en el Ministerio de Trabajo. Ahora empezarán a acusarla —ya han empezado— de ser la voz de Iglesias en el Gobierno, como si Iglesias hubiera dejado su cargo de vicepresidente para ganarse la vida haciendo de ventrílocuo. Ahora volverán —si es que se habían ido— ETA y Venezuela, la casa de Iglesias y Montero, el Gulag siberiano y Paracuellos, el comunismo y la barbarie. El pan de cada día siempre que las derechas no gobiernan o están en un tris de perder algún sitio donde gobernaban. Ojalá la Comunidad de Madrid fuera uno de esos sitios a partir del 4 de mayo. Mucho escupitajo a las izquierdas, pero a su fascismo que no se lo toquen. Eso por encima de todo: el fascismo que nosotros no nombramos es su orgullo, la marca que los identifica, el sello de su gallardía de viejos combatientes. La voz de los hijos de quienes ganaron la guerra civil: palabras de Abascal, el fascista mayor del reino para honra propia y de su encendida tropa legionaria.

Y para no salirnos del galimatías lingüístico, toca recoger las palabras de Isabel Díaz Ayuso en el programa televisivo de Ana Rosa Quintana. Dice la presidenta: “Cuando te llaman fascista sabes que lo estás haciendo bien”. Y de paso le pregunta a la entrevistadora si la han llamado fascista alguna vez. “Todos los días”, contesta la presentadora. Es su orgullo. Entonces, Díaz Ayuso le dice como en un abrazo que “está en el lado bueno de la historia”. Por cierto, no sé si recuerdan que, hace unos años, Ana Rosa Quintana publicó un libro a bombo y platillo y luego se descubrió que no lo había escrito ella, sino que le había pagado a otro para que lo escribiera. Y se quedó tan pancha. Dios los cría y ellos se juntan, dice el refrán. Y cuánta razón tienen a veces los refranes.

Tanto tiempo preguntándonos si el PP y Vox son fascistas, tanto remilgo purista a la hora de usar esa palabra, y llega Isabel Díaz Ayuso y saca pecho por el fascismo como motor bondadoso de la historia. Nunca renunciaron esas derechas a esa forma más o menos exacta del fascismo que fue la dictadura franquista, nunca. Defendieron al dictador incansablemente, allá donde se encontraran, incluso para que no lo sacaran de su tumba faraónica. Y lo siguen defendiendo. Se burlan de la resistencia contra la dictadura franquista y sueltan chascarrillos cuando hablan de levantar el silencio vergonzoso de las fosas donde duermen, esperando justicia, los sueños de la Segunda República. Contar la legitimidad republicana y las atrocidades de la dictadura en las escuelas lo llaman adoctrinamiento. Ellos no adoctrinaban cuando en la pared frontal de las escuelas estaban los retratos de Franco y Primo de Rivera, y en medio el crucifijo o una virgen. A medio escribir esto que escribo, resuena en el Congreso el vozarrón de uno de esos ¿fascistas? llamado Carmelo Romero, diputado del PP en el Congreso: “¡Vete al médico!”. Le contestaba a Íñigo Errejón cuando el diputado de Más País había hecho hincapié en la necesidad de prestar atención a la salud mental en nuestro país, a la falta de atención psicológica y otras precariedades sanitarias. Me acuerdo de la escritora austriaca Ingeborg Bachmann: “¿Oís ya sólo los gritos?”. Así hablan para que los oigamos. A escupitajo limpio. Sólo le faltó añadir al individuo una sentencia en forma de firma: palabra de fascista. Pues eso.

Como si no fuera con ellos

Como si no fuera con ellos

P.S. La pandemia sigue haciendo estragos. No lo olvidemos, ¿vale? No lo olvidemos.

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Alfons Cervera es escritor. Su último libro, recién publicado, es Algo personal, editado por Piel de Zapa.

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