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Plaza Pública

La Segunda República, una herencia incómoda para la izquierda

Azaña interviene en un mitin de la plaza de toros de Madrid en septiembre de 1930.

Isabelo Herreros

Aunque las imágenes que han quedado del 14 de abril de 1931 son en blanco y negro, bien del gobierno provisional, izados de bandera, o bien de las manifestaciones populares de júbilo, lo cierto es que todos los testimonios nos hablan de un día radiante y luminoso, de primavera, y de un gran estallido popular con banderas rojas, amarillas y moradas. Entre los titulares de noticias de aquellos días destacan las declaraciones a la prensa del entonces presidente del gobierno, almirante Juan Bautista Aznar, el día 13, una vez conocidos los resultados de las elecciones municipales del domingo día 12, al ser preguntado por los periodistas si había crisis de gobierno:

–¡Qué más crisis quieren ustedes que la de un país que se acuesta monárquico y amanece republicano!

La frase ha quedado para la historia, como apretado resumen de lo que pasó en aquellas horas de vértigo, pero lo cierto es que el país hacía tiempo que había dado la espalda a la monarquía, tras un cúmulo de errores de Alfonso XIII, que habían tenido que ver con la aventura de Marruecos, con la derrota de Annual, más el conocimiento que se tenía de la corrupción de los militares africanistas, de los negocios del rey como comisionista, de sus intereses en la Compañía Española de Minas del Rif, sus caras aventuras extraconyugales, y una imagen de frivolidad que poco se compadecía con las calamidades por las que pasaban una buena parte de los trabajadores y campesinos.

El último gran error de la monarquía había sido el fusilamiento, en diciembre de 1930, de los capitanes Fermín Galán y Ángel García Hernández, sublevados en la guarnición de Jaca con un llamamiento claramente republicano, y, por primera vez, con una bandera tricolor.

Unos años antes, para tapar el escándalo de la derrota y la muerte de diez mil soldados en los aciagos días de la batalla de Annual, y la implicación del rey en la aventura militar, se había dado un golpe de Estado, en septiembre de 1923, con la instauración de una dictadura militar, encabezada por el general Primo de Rivera, que llevó aparejada la suspensión de toda actividad parlamentaria, en unas Cortes que apenas habían iniciado la legislatura, tras las elecciones celebradas en el mes de abril de aquel año, por cierto, las más amañadas y tramposas de la Restauración. Aquellas Cortes iban a conocer el Expediente Picasso, con toda la información recogida sobre el desastre de Annual, y, en aquel nuevo Parlamento, a pesar de todos los pucherazos, había presencia republicana y socialista.

Tras siete años de dictadura, el rey y su cada vez más reducido grupo de fieles vivían en una realidad que no se compadecía con lo que acontecía en la calle, y es por lo que vivieron con sorpresa unos resultados electorales muy desfavorables para los candidatos monárquicos, tras haberse planteado, por ambos sectores en liza, como un plebiscito. La Conjunción republicano-socialista había barrido, en votos y concejales, a unas candidaturas de los viejos partidos Liberal y Conservador, descabezados, desaparecidos e inactivos desde hacía años. Tras el desconcierto inicial del gobierno y la crisis planteada, no quedó otra alternativa que declinar el poder en manos del comité revolucionario, a cuyo frente estaban personalidades más o menos conocidas, de viejos y nuevos partidos, de la derecha y la izquierda, como Niceto Alcalá Zamora, Miguel Maura, Marcelino Domingo, Diego Martínez Barrio, Álvaro de Albornoz, Indalecio Prieto, Fernando de los Ríos o Manuel Azaña. Eran los representantes de las fuerzas políticas del conocido como Pacto de San Sebastián, al que se habían sumado grupos políticos de Cataluña y Galicia, perseguidos, y algunos encarcelados, por su implicación en la abortada rebelión de meses atrás.

El célebre periodista Luis de Tapia, en sus populares Coplas del día, en el periódico La Libertad, narraba la salida de España de Alfonso XIII:

¡Se fue! Por la carreteramarcha un rey a la frontera!...¡Un día de primaverabrinda al aire aromas mil!...¡Se fue, entre finos oloresde los almendros en flores!...¡Qué gran castigo, lectores!...¡Dejar a España en abril!¡Se fue!... ¡No es duro el castigo;Del pueblo se hizo enemigoy le abandonó la grey!...¡No habrá Historia que le absuelva!¡Que se vaya!... ¡Que no vuelva!...¡Viva España sin rey!

Aquella revolución, toda una lección cívica que asombró al mundo, ha quedado en la memoria colectiva asociada no solo a un cambio en la jefatura del Estado, sino a los cambios profundos acometidos durante el primer bienio republicano, con Manuel Azaña como ministro de la Guerra y presidente del Gobierno. Es difícil encontrar tal tarea de gobierno en tan poco tiempo, con una situación social y económica difícil y con las oligarquías monárquicas y, en particular, la Iglesia católica, lanzadas a una oposición violenta y que, esto lo han podido constatar mas tarde los historiadores, conspiraron desde el primer día, no para derrumbar un gobierno sino para acabar con la República. La situación en Europa no era la mejor, con los fascismos en auge y ayudando desde el principio a sus partidarios en España.

Volvemos a esa ilusión colectiva del 14 de abril, que está también asociada a la construcción de más de siete mil nuevas escuelas, en un país con la mitad de su población analfabeta, a los decretos y legislación social promovidos por Largo Caballero, a las Misiones pedagógicas, la reforma militar, el Estatuto de Cataluña, la reforma agraria, el voto de las mujeres y la secularización del país, con una Constitución laica. Fueron los años de los mejores frutos de la conocida como edad de plata de la Literatura española, y que tenía su correspondencia en las Artes, la Universidad y en todo el ámbito científico, además de la extraordinaria labor realizada por la Institución Libre de Enseñanza, la Junta de Ampliación de Estudios o la Residencia de Estudiantes. Nada era casual, se ensanchaba de una vez por todas el riachuelo liberal que atravesaba nuestra historia desde hacía siglos, desde las propias Comunidades de Castilla, y que se había ido consolidando, en particular a partir de mediados del siglo XIX, a través de la labor del republicanismo y sus centros, círculos, el movimiento obrero a través de sus casas del pueblo, y un relevante número de otras sociedades emancipadoras y culturales a lo largo y ancho del país.

Para la historia han quedado algunos debates de aquel Congreso de los Diputados, que se convirtió en el centro de la política nacional, en particular durante la etapa de elaboración de la Constitución, como el del voto femenino, o el del artículo 26 de la Constitución, que suponía la separación Iglesia-Estado, que venía a plasmar lo anunciado en el artículo 3º: El Estado español no tiene religión oficial. La parte más polémica, la de la supresión de órdenes religiosas, impulsó a intervenir al ministro de la Guerra, Manuel Azaña, con su célebre discurso, aquel de “España ha dejado de ser católica”, y que, tras un recorrido histórico, muy respetuoso para el catolicismo, vino a proponer que solo aquellas ordenes religiosas que dependieran de un estado extranjero, como era el caso de los jesuitas, serían ilegalizadas y nacionalizados sus bienes. En uno de sus apartados, el artículo 26 prohibía a las órdenes ejercer la industria, el comercio y la enseñanza. La propia Constitución dejó muy clara la prohibición de cualquier financiación: “El Estado, las regiones, las provincias y los Municipios no mantendrán, favorecerán, ni auxiliarán económicamente a las Iglesias, Asociaciones e Instituciones religiosas”. En aquellas mismas Cortes se dio paso a leyes que desarrollaron los principios laicos, como la de Congregaciones o secularización de los cementerios.

Antes del debate constitucional, en los primeros días de andadura del régimen del 14 de abril, ya se habían tomado medidas que hoy serían consideradas “radicales”, incluso por los partidos de la izquierda, pero entonces las acordó un gobierno presidido por un católico de derechas, Niceto Alcalá Zamora, y que contaba con otro católico conservador en uno de los puestos más relevantes, Miguel Maura en el Ministerio de la Gobernación. En los primeros días se disolvieron las Órdenes Militares, y se suprimió la obligación de asistencia a oficios religiosos en prisiones, cuarteles y otros establecimientos del Estado; de igual modo se prohibió la participación oficial, vale decir cargos públicos, en actos religiosos, y se puso fin a las exenciones tributarias a la Iglesia. También se acordó, mediante decreto de 6 de mayo, el carácter voluntario de la enseñanza religiosa. De igual modo, en coherencia con los postulados laicos de la mayoría gubernamental, se suprimió la presencia de la Iglesia en los Consejos de Instrucción Pública, por lo que no pudo imponer sus postulados en los planes de estudios.

En aquellos meses también se prohibió la asistencia de los militares a actos religiosos, a no ser que lo hicieran a título personal; también se suprimieron las festividades de Patronos y Patronas de las distintas Armas y Cuerpos del Ejército, y en su lugar se estableció el día 7 de octubre como día del Ejército. Como medida anticipatoria de problemas con la Iglesia, para que no tuviera la tentación de poner a su nombre templo o monumento alguno, el gobierno provisional, mediante decreto firmado por Alcalá Zamora, y publicado en la Gaceta de 4 de junio de 1931, declaraba 731 inmuebles monumentos histórico-artísticos y pertenecientes al Tesoro Artístico Nacional, donde se incluían catedrales, sinagogas, mezquitas, monasterios y castillos y palacios. Este decreto no fue derogado por el régimen franquista y hasta el día de hoy mantiene plena vigencia, a pesar de las inmatriculaciones.

Otros artículos de la Constitución de 1931 también resultarían hoy revolucionarios, como el relativo a la subordinación de la riqueza del país a los intereses de la economía nacional, la posibilidad de nacionalización o socialización. También estaba prevista, como no podía ser de otra manera, la posibilidad de enjuiciar al presidente de la República por delitos cometidos en el ejercicio de su cargo y funciones, pero ese es otro debate.

Todo lo anterior y más es lo que ha quedado en la memoria colectiva asociado al régimen del 14 de abril, aquella revolución pacífica, evocada durante la guerra por Antonio Machado, a través de su heterónimo Juan de Mairena:

¡Aquellas horas, Dios mío, tejidas todas ellas del más puro lino de la esperanza, cuando unos pocos viejos republicanos izamos la bandera tricolor en el Ayuntamiento de Segovia!...

Calvo dice que con la exhumación del Franco se cumplen "los sueños" de la II República en una monarquía parlamentaria

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Recordemos, acerquemos otra vez aquellas horas a nuestro corazón. Con las primeras hojas de los chopos y las últimas flores de los almendros, la primavera traía a nuestra República de la mano.

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Isabelo Herreros es periodista y escritor, autor de distintos ensayos sobre la Segunda República, biografías de varios de sus principales dirigentes y presidente de la Asociación Manuel Azaña.

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