Plaza Pública

Brines y la certidumbre de la poesía

El poeta Francisco Brines, en una imagen de archivo.

José Andújar Almansa

Si hay un verso que simbólicamente condensa la poesía toda de Brines, este sería el que cierra el poema Desde Bassai y el mar de Oliva: “Yo sé que olí un jazmín en la infancia una tarde, y no existió la tarde”. En el sensual recuerdo de un olor percibimos el rastro de los días extinguidos, ese espejismo de la plenitud en que Brines cifra el esplendor del mundo, mientras súbitamente acelera el proceso de su caducidad hasta el agujero negro de la inexistencia. La diáfana andadura expresiva, pero también el extravío por esas turbadoras tramas subjetivas y temporales, han definido su marca de estilo, su personalísima manera lírica de atravesar el enigma que supone cualquier planteamiento biográfico. La muerte del poeta disuelve ahora ese enigma sólo en lo que a él concierne, al particular misterio de la vida de Francisco Brines. Así que nos queda su obra.

Porque en eso ha consistido su escritura, en una indagación que ha sabido rozar la opacidad de lo indecible en lo decible, y que que ha procurado trascender siempre al hombre que hablaba desde las páginas de un libro, proporcionándonos así un reflejo en que reconocernos, iluminándonos por dentro. Poco importa si el verso brotaba del fondo quebrado de un alma; el caudal de ese fondo ha recogido siempre, con “palabras gastadas, bien lavadas”, sus preocupaciones y las nuestras, los mismos asombros, los mismos conflictos, oscilando alternativamente entre el prodigio y la pesadumbre. Es decir, la vida, ese término problemático para cualquier poeta, con su sabor encendido y las asperezas del espíritu.

Si todo ello sugiere que hay un paisaje moral en la obra de Brines, este se ha sustentado siempre en la solidez corporal del paisaje mediterráneo, en su tonalidad pura y melódica. La sabia sentencia de Goethe: “Quien quiera comprender al poeta debe ir a la tierra del poeta”, se explica si pensamos en autores como Keats, y nos asomamos a un jardín de Hampstead, en un mes de abril, para oír cantar a un ruiseñor; o si tratamos de contemplar el infinito tras un seto del viejo palacio paterno de Leopardi en Recanati. Por lo mismo, los lectores de Brines aprendimos a reconocer una verdad vital en los lindes esenciales de una geografía: Elca, un término del evocador campo levantino de Oliva, y el inventario conciso que define todo un mundo literario: la casa familiar escondida entre los pinos, el huerto, los naranjos, el azul del cielo, las noches copiosas en astros, los pájaros en el jardín, la rosa cuchillada del mar tras los montes. La semana pasada murió Brines, y acaso con él la verdad que lo justificó, su prodigio y su pesadumbre. Dentro del indescifrable orden que conforma el universo, no sabríamos decir si algo de este paisaje habrá echado en falta al solitario testigo de tantos atardeceres, al desvelado cuya habitación iluminaba una lámpara en la alta noche. ¿Seguirán cantando aún los mismos pájaros, los mismos y sucesivos pájaros? ¿Suena en algún rincón un “teléfono negro”?

La poesía de Brines nos concede un paisaje íntimo, que deviene en mitología personal, pero también en lo que denominara Guy Davenport una “geografía de la imaginación”. Si en el espacio de Elca tuvo lugar el reconocimiento poético del mundo, este reconocimiento se amplificará mediante resonancias clásicas que acaban elaborando una cartografía de lo mediterráneo: la luz indesmayable, el blanco de las velas a lo lejos, un azul todavía más azul, y, junto a ello, las laderas de Delfos, una playa en el camino hacia Corinto, columnas y fustes derribados. Ordenar estos paisajes me obligaría a citar buena parte de la obra de Brines desde Palabras a la oscuridad (1966), libro donde, al igual que los románticos alemanes e ingleses, descubre la cultura clásica desde la ruina clásica, una ruina fértil, más elocuente que cualquier grupo de estatuas convocadas sobre el círculo de mármol de la historia. Brines viajó a Grecia y a Italia buscando encontrarse con los interrogantes que suponen el color del cielo, el mar o la piedra; para apreciar únicamente su arte habrían bastado los grandes museos europeos.

Poesía plenamente culturalista, Palabras a la oscuridad comparte fecha de publicación con Arde el mar de Pere Gimferrer y Memorial de un testigo de Gastón Baquero, pero su culturalismo es de índole muy distinta, aspira a transmutar la belleza estética en hondo sentimiento personal. Esa premisa lo insertó en su verdadera tradición. Como todo gran poeta, Brines supo convertir en voz propia su diálogo con los maestros. En su caso, con el magisterio de Cernuda, que abarca desde Las nubes a Desolación de la Quimera; también con Las ilusiones de Juan Gil-Albert y con Cavafis. En la lejanía estuvo siempre Juan Ramón, el Juan Ramón de cualquiera de sus estaciones.

Los templos derruidos, el rumor arqueológico de Agrigento, de Queronea, de Tera, de Bassai sirven de escenario, además, a una relación amorosa vivida por el autor en los años coincidentes con la escritura de Palabras a la oscuridad, pero cuyo testimonio, evocado con repetida fidelidad a lo largo de títulos posteriores, irá adquiriendo una significación perdurable dentro de su mundo poético. En alguna medida, la gracia y la ruina de tales templos representan un inmejorable correlato de dicha experiencia, pues las contradicciones expresadas entre los instantes de plenitud exaltadora y un sentimiento posterior de pérdida quedan puestas de relieve a través de las imágenes que ilustran mentalmente los poemas: la luminosidad y la merma, los cuerpos y el vacío de lo erosionado.

Sin duda, la mejor manera de apreciar la excepcionalidad de este episodio consiste en detenerse en las páginas de la antología preparada dos décadas después por el autor, bajo el título Poemas a D. K. (1986). Detlef Klugkist es el nombre de la persona que encarnó aquel encendido amor juvenil, recortado bajo los cielos de Grecia y las cúpulas de Oxford, Florencia, Venecia o Salzsburgo. Si Brines alude a él mediante unas concisas iniciales es porque, de igual modo, decidió comprimir los breves años de su relación en un verano único y detenido. Lo anecdótico irá progresivamente desdibujándose, depurándose en un poso meditativo que abre paso a un entendimiento simbólico con el mundo. A un entendimiento, no exactamente a una comprensión o una aceptación. Al final de sus días, el sujeto verbal de Brines dudará entre la irrealidad de su existir y la imagen emblemática que resume el título de uno de sus más hermosos poemas, Aquel verano de mi juventudAquel verano de mi juventud, donde se interroga y se palpa un vacío en el pecho: “¿Qué resta en mí del único verano de mi vida?”. Esa es su forma, ya lo advertíamos, de desenvolverse por los elásticos senderos del tiempo.

Cerrada ya su obra, a la espera de su libro póstumo, donde muere la muerte, vale decir que el azul de aquel verano ha irradiado a lo largo de ella con un doble motivo. Primero, por pura necesidad biográfica, pues la palabra es expresión dañada del ser. En segundo término, por una estrategia no menos vital que literaria. Si su amor a D. K. se asocia a un tiempo y una geografía idealizada, su eco persistente sirve de apreciable contraste con un erotismo posterior que se impregna de tensas dualidades. La experiencia de una sexualidad furtiva, muchas veces mercenaria, se convierte en experiencia de los límites, pero no de la trasgresión de unos límites sociales o moralistas, sino de exaltados instantes donde coexisten restos de carne y espíritu que se muerden entre sí. Aún no (1971) es el libro que de manera más agria, más traumática, más desgarrada, incide una y otra vez en la dualidad de aquella rosa negra del deseo que, fugazmente, aplaza el vacío que ha de venir. Por eso, para que el daño prolifere y el agujero del alma se ensanche, se demora en la desangelada enumeración de tantos sórdidos encuentros acontecidos: son “Los signos de la madrugada”, el “Sombrío ardor”, las preguntas intempestivas, “¿Con quién haré el amor?”, los cuerpos “Tendidos”, que presagian ya la herrumbre y las sombras huecas de sus miembros.

Y sin embargo, cuando la vejez asoma en el recodo igual que un árbol sin hojas, se hace urgente no un entendimiento sino un pacto con el mundo. Brines escribió El pacto que me queda sabedor de la fragilidad de esteEl pacto que me queda, del abusivo imperativo de renovar sus condiciones a medida que nuestra temporalidad incrementa los intereses. El pacto que me queda abre paso a algunos de los poemas que más intensamente me conmueven dentro de sus libros de madurez, que lo son también de una madurez artística admirable, El otoño de las rosas (1986) y La última costa (1995). Me impresionan no sólo porque expresen lo precario de un erotismo que le permitió adquirir acuerdos provisionales con la existencia, también por el poderoso sentido ético que cobra nuestra carne, convertida, al igual que ocurre en los cuadros de Bacon, en metáfora de nuestro desamparo. Brines barajó esa metáfora en Metáfora de un destino, un poema que no logro leer sin sentir un declarado temor por el sujeto que lo protagoniza y, a su vez, mientras pisó el mundo, por el poeta Francisco Brines cuya amistad me acompaño a lo largo de muchos años: “Hay que seguir, una vez más, la sombra / por el nocturno callejón, / y al desaparecer la sombra en lo más negro, / en la abyecta humedad de los orines, / llegar a ella con miedo, en la anulada oscuridad, / y después esperar, en un minuto vacío que es eterno, / el temblor del placer a la espalda del mundo / para afirmar la vida, // o el relámpago hostil, de plata fría, / que trueca el cuerpo en pálido sudor / para afirmar así la mísera existencia”.

Si para afirmar la existencia Brines se adentró en innumerables callejones nocturnos, para afianzar su obra apenas se prodigó en poéticas. Queda la salvedad de un texto que la definió y la iluminó para siempre. Se trata del prólogo escrito para una antología personal a la que denominó sencillamente Selección propia (1984). El título escogido para el prólogo fue “La certidumbre de la poesía”. La primera impresión que obtenemos es la de que a Brines no le ha hecho falta la muerte para convertirse en clásico, lo fue ya en vida; por ejemplo, cuando redactaba esas páginas. Su visión del hombre, que se remite siempre al individuo, desvela una conciencia de desvalimiento que resulta idéntica para el habitante de la Antigüedad que para el de nuestros días: una “misma débil trama del tiempo” ante la que “se presenta el mismo vacío o esperanza”. Ser un clásico implica en cierto modo ser un escéptico, de la misma manera que los verdaderos escritores modernos son modernos a su pesar, como demostró brillantemente Antoine Compagnon en Los antimodernos. Nada de reaccionarismo ni conservadurismo estético. Baudelaire, padre de la modernidad literaria, la inventó como algo inseparable de su aversión hacia el materialismo del mundo contemporáneo, se mostró alerta a la uniformidad igualitaria del hombre masa, al dogma del progreso con sus sangrientas revoluciones. Brines, por su parte, escribió poemas históricos a los que calificó de “Materia narrativa inexacta”. Al igual que Plutarco o Montaigne, concibió la historia no como una ciencia de estériles pretensiones eruditas, sino como episodios o fábulas morales capaces de infundir una emocionada reflexión personal sobre la condición humana, aunque esta se dirija invariablemente al fracaso.

Brines, el poeta escéptico que habló del deslumbramiento amoroso destinado al olvido, del esplendor de la vida convertido en ceniza, quiso creer en la posibilidad de restauración que nos brinda el arte. Y lo hizo sin ingenuidades, sabiendo que el viejo “sueño humano” sólo puede plasmarse “con los colores / del más ardiente engaño”. Suscitó esta cuestión en muchas de sus composiciones, aunque yo haya decidido citar estos versos de Muros de Arezzo.

La iglesia de San Francisco es áspera y sombría. Me imagino al poeta atravesar un enorme zaguán en tinieblas para llegar al coro y a uno de los grandes prodigios de la pintura de todos los tiempos, el ciclo de catorce frescos La leyenda de la Vera Cruz, que Piero della Francesca pintó entre 1452 y 1466. De entre ellos eligió “El sueño de Constantino” para ilustrar la cubierta del libro que alberga La certidumbre de la poesía. En uno de los primeros claroscuros nocturnos de la pintura italiana, Constantino sueña que un ángel se le aparece con la imagen de la cruz, le indica que bajo aquel signo vencerá en la batalla de Puente Milvio contra su oponente Majencio. Brines, poeta agnóstico, dejó fuera de la ilustración la figura sobrenatural del ángel. Lo hizo porque deseaba concentrar todas nuestras contradictorias esperanzas en el claroscuro de lo humano y en su mas elevado consuelo: la certidumbre del arte y la poesía: “los colores del más ardiente engaño”.

Un mayo de despedidas

Un mayo de despedidas

“Yo sé que olí un jazmín en la infancia una tarde y no existió la tarde”. He aquí la otra cara del engaño, igualmente ardiente. En su vida de hombre destinada a desaparecer, Brines aspiró con intensidad, con apasionamiento, y con algo de melancolía, esa fragancia. Por eso si yo escribiera aquí, con algo de banalidad retórica, que en la tarde inexistente que ahora lo desacoge sigue persistiendo el olor de aquel jazmín, sería en vano, y de alguna manera estaría traicionando su poesía. Brines vivió, imaginó o intuyó esa tarde para que transcurriera siempre en la emoción de unos versos. Para que sucediera ante sus lectores.

_____________________

José Andújar es crítico literario, profesor de Literatura y editor junto a Antonio Lafarque de Detrás de las palabras (Visor, 2020), antología de Joan Margarit con 50 poemas seleccionados y comentados por 50 autores. 

Más sobre este tema
stats