Plaza Pública

Cualificación de políticos y puestos de confianza. Corrupción simbólica e ineficacia

Pleno en el Congreso de los Diputados.

Joaquín Ivars

La edad avanzada y la experiencia en la vida no garantiza mayor sabiduría ni un mejor hacer; solo hay que mirar alrededor para encontrarse personas mayores que han servido y sirven a la sociedad de muchas y de las mejores maneras, y otras que solo han contribuido a empeorar las condiciones de vida de los demás. Algunos de esos a los que llamamos “nuestros mayores”, solo han mostrado en sus trayectorias vitales los peores egoísmos, las mayores explotaciones y humillaciones de los “otros”, sin pararse siquiera un momento a pensar que su cuna, sus trapacerías o sus excelentes facultades no se correspondían más que con malas artes o con destellos de fortuna de los que se han aprovechado con suma “naturalidad”. Son los mismos que jamás se han preguntado si tienen más derecho que los demás a vivir tan bien como lo han hecho y lo siguen haciendo. Personas que no cambian un ápice con el paso de los años, muchos incluso empeoran sus ruindades. Nacieron insensibles a los sufrimientos ajenos y, salvo las excepciones de toda regla, morirán exhibiendo las mismas dotes de siempre –sin haber aprendido nada del dolor ajeno–, pero dando lecciones para optimizar la usura o de cómo adelantarse en la cola del pan. Sirva este ejemplo obvio para introducir que ni la edad ni la profesión ni el género ni la formación ni otras muchas características garantizan que las personas que conformamos este conjunto de heterogéneos al que llamamos sociedad, contribuyamos a mejorar el bienestar mental y físico al que se supone que aspiramos.

Tampoco la cualificación académica nominal o el tiempo de ejecutoria laboral en sí mismos tienen por qué significar nada digno de mención. Todos y todas estamos al cabo de la calle de que hay méritos reales, regalados, venidos de cuna, fingidos, trepados, comprados, etc. Y todos ellos, puestos en un trozo de papel o en una pantalla, parecen de igual valor. Sabemos que la meritocracia, tal como nos la han vendido, no es más que una perversa fantasía que, salvo escasas y honrosas excepciones, no reconoce las condiciones de salida de las distintas personas que entran a formar parte del mundo profesional o social. Además, la meritocracia, según nos recordaba Richard Sennet en La cultura del nuevo capitalismo, sirvió a Bismarck –que ya la había aplicado con notable éxito en sus huestes guerreras– para aplastar, “ordenar” y apaciguar a la población. El canciller alemán exportó ese sistema militarizado a los sistemas de producción industrial configurando una pirámide social que evitase el estallido furioso y violento de los más desfavorecidos, como bien estudió y aplaudió Max Weber a finales del siglo XIX. Algunos teóricos llaman a esto “capitalismo social militarizado”, yo lo llamaría la distribución de la miseria: cada obrero disponía de una escueta celdilla social, igual que un soldado raso o de bajo escalafón quedaba situado en un rango que al menos le aseguraba el mínimo sustento. Un zulo social en el que instalarse y que le servía de refugio mínimo, pero en el que resultaba imposible conseguir logros o ascensos en la pirámide dirigida por los más poderosos y acaudalados. Esta casta “superior” conseguía la paz social a cambio de las migajas que daban a los de abajo, y estos las aceptaban como mal menor para no quedar absolutamente a la intemperie del caos, del desempleo masivo o de la esclavitud laboral (luego, a eso el mismo Weber lo llamó “Jaula de hierro” por la imposibilidad real de ascenso social que subyacía a este esquema que mantenía y aumentaba los privilegios de las clases más acomodadas). No sé si nos va sonando algo. Fue un parche para aquietar a las masas sin futuro que se conformaban con saber que al día siguiente “al menos también comerían”.

Vemos muchas veces cómo los “meritocráticos” títulos académicos que cuelgan de la pared o se muestran en los currículums solo sirven para colocarse y lucir bobadas, como los títulos aristocráticos que perdieron sus rentas y haciendas de antaño. En nuestro país, con cierta vulgaridad clínica, pero con jocoso acierto diagnóstico, lo llamamos “titulitis” (inflamación del deseo de conseguir títulos con los que adornar nuestras existencias y nuestros despachos o salas de espera, esa costumbre tan decorativa y tan kitsch), algo que sabemos que en multitud de ocasiones solo esconde la inoperancia real de aquellos y aquellas que lucen semejantes atributos competenciales para tratar de justificar los puestos en los que se les “colocan”. Seguro que hay casos que se nos vienen a la mente en estos momentos.

Conocida esta fiebre tramposa que circula como una infección bien distribuida por nuestras mentes, quizás no estaría de más pedir al personal político y técnico que muestren algún tipo de interés tanto por dignificar los valores más sanos del mérito como por castigar de manera ejemplar a quienes hacen uso espurio de esos valores.

Hoy día, a pesar de disponer de generaciones tan preparadas y formadas –ese tópico cierto del que hablamos a cada momento–, vemos que siguen existiendo enchufados que al único tribunal al que probablemente llegarán a enfrentarse en su vida será de carácter judicial, no de méritos (no son pocos los casos que hemos visto en los últimos años de corrupción económica y/o simbólica); personas enchufadas por los partidos y por los “amigos” empresariales de los partidos para ocupar puestos en los que no hacen sino infligir daño a la sociedad con sus incompetencias, sus negligencias y sus soberbias de nuevo rico apoltronado que hace de su capa un sayo. Les dejan hacer casi lo que quieran con tal de que continúen mostrando las debidas lealtades y jamás muerdan la mano que tan generosamente les da de comer. Gentes que se inician como cachorros en los partidos (ya hay hasta linajes dentro de ellos) o se acercan a los mismos para mamar de la teta que no para de obtener su leche de los ciudadanos de manera ilegítima. A otros, sin embargo, no nos molesta en absoluto pagar impuestos si constatamos que las recaudaciones van destinadas a solucionar problemas sociales y no a engordar las cuentas bancarias y los egos de semejantes sanguijuelas. Cargamos con un lastre enorme, simbólico (porque frustra el trabajo y las aspiraciones de nuestros mejores jóvenes) y económico (porque paga dinerales a tipos y tipas que ni saben de nada ni tienen la voluntad de saber ni de ayudarnos a mejorar nuestras condiciones de vida). Estos indeseables solo han aprendido a “tirarse el pisto”, comprarse propiedades de precios vertiginosos, ser conducidos en coches de alta gama y enfundarse trajes y corbatas o lucir bolsos y vestidos carísimos en restaurantes de lujo. Y son los mismos, claro, que creen que coger el teléfono o atender los justos requerimientos de los ciudadanos es algo que no va con ellos. No les ha tocado en suerte en la vida servir, sino ser servidos. De los que acabo de hablar son la paja, el trigo sabemos que existe. Cuando en ocasiones reconocemos a quienes hacen dignamente su trabajo y se preocupan por los demás, la ciudadanía se alegra de tener al cargo a gentes con solvencia moral y profesional. Creo que para la mayoría de personas no es difícil identificar a los mejores por sus dotes ni señalar a los peores, esos y esas que exhiben muchos tics de suficiencia grosera que los distinguen perfectamente como aprovechados y sinvergüenzas.

De la “titulitis” a la preparación auténtica en cuestiones que resultan vitales para todos y todas hay un trecho moral y formativo tremendo; lo primero sirve para dar el pego y darse la vida padre, y lo segundo para contribuir lo más eficazmente posible a la comunidad y tener, de paso, una vida razonable. Hace tiempo que todo el mundo parece saber leer y escribir, aunque vemos cierta regresión en estos asuntos en diversas capas y esferas de la sociedad (en unos casos para vergüenza del sistema educativo y en otras para confirmar las desvergüenzas de los más desahogados). Pero leer y escribir, o tener ciertas habilidades comunicativas (a veces incluso ni eso) podrían considerarse condiciones necesarias, pero no suficientes, para ocupar escaños elegidos democráticamente o para blindarse en esos llamados puestos de confianza mediante los que lo mismo te dirigen un museo o un festival de no sé qué, te llevan la gestión de cualquier servicio público sin tener ni puñetera idea o actúan como consejeros áulicos de alguna abstrusa materia que solo sus magnánimos contratadores consideran necesaria. Y todo ello perpetrado con la máxima naturalidad en las diversas escalas de los servicios y de las administraciones públicas (desde los que tienen que gobernar, legislar o juzgar hasta los que se supone que son designados a dedo para aquilatar el funcionamiento de la cosa pública).

Y llegan las preguntas que muchos no cesan de formular y tantos se niegan a responder: ¿Qué has hecho mejor en tu vida que tantos otros que vagan por los desiertos de la precariedad para estar ahí ganando por encima de 40.000 euros al año –por poner una cifra más que prudente (algunos la duplican o triplican)–?. Y lo peor: una vez demostrada su inoperancia o la posibilidad de prescindir de sus pésimos servicios y el exceso de sus remuneraciones, ¿no hay manera de removerlos de sus sillones ganados a base de convenientes y babosas lealtades? Y ¿qué parte del dinero de los contribuyentes no va a parar a los bolsillos de semejantes elementos y qué otra parte se desperdicia por sus intereses particulares o simplemente por sus negligencias? ¿Podríamos cuantificar el daño moral y económico que perpetra esta ralea de corruptos económicos y simbólicos?.

Que en España el nepotismo, el caciquismo, el amiguismo, el clientelismo, etc., hayan sido y sean moneda corriente y formen parte indistinguible de nuestros sistemas de funcionamiento público solo nos debe hacer exigir (voy a ponerlo con mayúsculas a ver si nos enteramos un poco más gritando tipográficamente: ¡EXIGIR!) que al menos los políticos y los que ocupan puestos de confianza muestren ante tribunales de garantías públicas ciertas credenciales que sirvan para ejercer la solvencia del cargo que ocupan. (Los llamados técnicos y técnicas “se supone” que pasan normalmente por filtros mucho más rigurosos; aunque tampoco siempre, volvamos a mirar alrededor). No solicito un MIR como el de los médicos (la política no es una cuestión de especialización ni de tribunales académicos o técnicos; aunque para algunos/as ese controvertido debate seguirá abierto durante mucho tiempo: tecnócratas vs. políticos); pero al menos, que tanto políticos como puestos de confianza deban pasar unos mínimos filtros morales y de capacitación. Eso nos evitaría oír las sandeces y las petulancias que tan a menudo escuchamos, y nos ahorraría la sensación de fracaso y el embarazo de tener que reconocer en el contexto internacional que la “república bananera” forma parte de nuestros genes patrios o es una suerte de parásito o virus con el que venimos conviviendo durante demasiado tiempo y contra los que no encontramos antídoto o vacuna. Por cierto, cuando hablamos de repúblicas bananeras lo hacemos con un cierto tono de superioridad, claro, para eso somos europeos, esos sabios que dan alambicadas lecciones al resto del planeta; sin embargo, recuerdo a un político colombiano que enunció con rotunda simplicidad algo así: “Por donde pase el dinero, quiero muchos ojos y pocas manos”. ¡Chapó!, justo lo opuesto a lo que pasa aquí.

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Para finalizar, y sabiendo que esto de lo que hablo es de las cosas más necesarias y más difíciles de cambiar en nuestro país ¿sería posible que además de los incipientes comités anticorrupción de los partidos que poco a poco le van viendo las orejas al lobo judicial (un estamento que tampoco queda libre de lo que desarrollo en estas líneas) se establezcan modelos eficaces para constatar, al menos a priori, la solvencia política, moral y técnica de quienes puedan llegar a ser nuestros representantes y la de aquellos y aquellas que ocupan los llamados “puestos de confianza”? Y una vez que se les dé la oportunidad, se les haya otorgado una cierta credibilidad, ¿podríamos EXIGIR que a la primera que se observen esos “tics” de aprovechados de los que hablaba, se les mande a casa para que dejen de burlarse de nuestra buena fe? Seguramente cometo el mayor pecado de ingenuidad que uno pueda cometer: un exceso de confianza en el buen funcionamiento de los partidos. Pero bueno, algo tendremos que decir o hacer, ¿no?. ¿O les dejamos que sigan entre risas sacándonos los ojos y encima consiguiendo que nos mordamos la lengua?

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Joaquín Ivars es escritor, artista visual y profesor de Arte y Arquitectura en la Universidad de Málaga

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