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'En un barrio de Nueva York': de identidades y vidas

Portada de la película 'En un barrio de Nueva York' dirigida por  Jon M. Chu.

Parecía una buena idea pero en estos tiempos, como expresó Rita Moreno en unas declaraciones de las que pronto se retractó, “no hay manera de acertar”. En un barrio de Nueva York está basada en el musical de Lin-Manuel Miranda In the Heights, que fue un éxito sorpresa en 2006 y llegó a Broadway en 2008; ganó el premio Tony en aquel mismo año y el álbum se hizo con el Grammy de su categoría. El pedigrí era impecable y Miranda ha confirmado la promesa de su primer trabajo con uno de los mayores éxitos de la historia de Broadway: Hamilton, estrenado en 2015. Como tantos shows de Broadway desde los años cuarenta, In the Heightshablaba el lenguaje musical de sus personajes, que en este caso era hip hop, salsa, boleros, pop latino. Y temáticamente apostaba por una visión optimista de Nueva York como crisol, se daba voz a sectores no blancos del espectro cultural, a partir de una serie de historias pequeñas centradas en decisiones personales con que un público joven podía conectar emocionalmente. Como en versión cinematográfica, Nina tenía que decidir si volvía o no a la universidad; por su parte, Usnavi, el protagonista, se planteaba, en el segundo acto, regresar a la República Dominicana, desde donde su familia emigró a Nueva York cuando él tenía ocho años. En realidad, ambas decisiones eran aspectos del dilema de sentirse parte de varias comunidades, tema omnipresente en las narrativas estadounidenses, así como su posición dentro de la mitología de “América” de comunidades no blancas y no anglosajonas. Como en todo musical clásico, los números funcionaban como monólogos o creaban ambiente.

Así, la versión cinematográfica lo tenía todo para captar la atención: multiculturalismo, energía, sentimentalismo, sex-appeal, nostalgia, conexión con espectadores jóvenes, hombres y mujeres, con educación universitaria o educación de calle. El estreno estaba previsto para 2020 pero la pandemia provocó un retraso hasta este año. Era una buena adaptación (algo sobredimensionada, en realidad) de un buen proyecto con el corazón en su sitio. Claramente era una película que muchos querían recomendar y, a diferencia de otros musicales (estoy pensando en cierto musical felino, opuesto casi absoluto al de Miranda), predisponía favorablemente a la crítica: estar a favor de En un barrio de Nueva York era una buena cosa. Durante unos días tras el estreno, parecía que la película estaba funcionando. Incluso se volvió a recurrir al viejo cliché de “la resurrección del cine musical”.

Pero faltaba el veredicto de las redes, el veredicto de gente que ignoramos si sabe o no, si siente o no, si piensa o no, pero que, cuando se difunde, tiene una gran influencia en los debates en torno a las películas. En las redes no se opina necesariamente porque se haya pensado en el valor de la opinión, sino porque la opinión generará la divisa que las redes producen: megusta. Y los megusta llegan más con la expresión de la negatividad que cuando uno intenta empatizar. En lo que respecta al éxito de En un barrio de Nueva York, fue bonito mientras duró: inmediatamente se generó una reacción de la misma intensidad. En la película había, nos decían, “pocos rostros negros”. Dada la tendencia al maximalismo de las redes, en algunos de sus nódulos más vehementes esto derivó en una condena por el “desprecio” que se mostraba hacia la comunidad negra en los Estados Unidos que motivó una disculpa en toda regla de los creadores (“deberíamos habernos esforzado más”, escribió Miranda). Muchas de las críticas se dirigían contra el director Jon M. Chu, que al parecer ya había incurrido en carencias de representación cuando en Crazy Rich Asians ignoró la verdadera composición de la sociedad de Singapur, donde se desarrollaba la trama. El tema es que ahora ya no se hablaba de la película como narrativa o como mitología, sino que se centraba en un aspecto de la misma. Años de trabajo, dos horas y veinte de metraje, el talento y la energía de cientos de personas quedaban reducidas a determinados porcentajes de representación en los extras.

Es difícil saber si estas críticas hicieron daño a Un barrio de Nueva York. Es de suponer que no, y quizá lo contrario sea cierto si hablamos de taquilla. Pero ¿son las reacciones justificables? En cierto sentido, sí, indudablemente y lamentablemente. Quienes conocen el barrio neoyorquino de Washington Heights que la película celebra en nombre de la “diversidad” hablan de un porcentaje mucho mayor de latinos de piel oscura del que se presenta en la película. Y además existe una tradición innegable en Hollywood de “blanquear” las películas que van dirigidas al “público general”. El problema, muy real, es cierta ideología de la representación, en los equilibrios que Hollywood considera necesarios entre taquilla y política y en el hecho de que según sus estudios hay un grado de rostros negros que no ayudan a la taquilla de la película y provocan que ciertos espectadores se sientan excluidos. La hoja de resultados no tiene por qué atender a la lógica y la naturaleza humana es lo que es. Pero al parecer, a pesar de campañas notables en favor de mayor representatividad, Hollywood no quiere o no sabe dar una visión real de la composición de las sociedades que representa. Evidentemente algo pasa, y hay que seguir diciendo que algo pasa. Lo que se me hace problemático es que se opte por la solución fácil de cebarse con un producto concreto, que, en sí, creo que funciona como ejemplo de diversidad, no de racismo, que de hecho se trata de una propuesta contraria a las tendencias racistas claras, dañinas, omnipresentes en otros aspectos de la vida estadounidense. Debemos plantearnos qué perdemos cuando centramos la crítica en un solo aspecto, por importante que sea a nivel general. De repente, dejamos de escuchar la música, ignoramos los conflictos, ignoramos las interpretaciones y reducimos nuestra relación con la película a contar rostros negros.

Hay que recordar que para muchos espectadores el “Washington Heights” que aparece representado no es el Washington Heights real: una vez aparece en una narrativa, todo espacio es ficticio. El espectador no neoyorquino pensará en el lugar donde se desarrolla la trama como un espacio multicultural, ya que carece de un referente real con el que pueda compararlo. Y sí, siempre hay que aspirar a más representación, pero el caso es que estamos hablando de proporciones en la visibilidad, no de invisibilidad. Y de grados: el color de la piel no funciona en términos de oposiciones absolutas. Entre blanco y negro hay toda una gama de tonos, y la película los representa. Uno de los protagonistas, Benny (Corey Hawkins) lo es.

En la base de los debates está el problema de un identitarismo reduccionista, que se expresa en categorías cerradas, inflexibles. En lugar de argumentar posiciones complejas, se utiliza un texto popular como chivo expiatorio condenado a representar todos los pecados políticos en el entorno cultural. Las redes tienden a convertir la necesidad de igualdad y el señalar las injusticias en identidades discretas, cada una de ellas luchando por un espacio mediático y por soluciones políticas, incapaces de ver la sociedad como una serie fluida de relaciones. Si en lugar de hablar de identidades concretas (negro, latino, latinos negros) pensamos en términos de un espectro en el que ciertos individuos racializados son marginalizados por el sistema, la agenda parece un poco diferente. ¿Qué une a todas estas comunidades? ¿Y hasta dónde podemos subdividir? ¿Representa la película adecuadamente el componente latino queer? ¿Representa la película fielmente las proporciones de, por ejemplo, mexicanos, cubanos, dominicanos que existirían en Washington Heights? ¿Es verdad que no hay reivindicaciones o emociones que funcionen para todas ellas? ¿Y acaso no están presentes en la película? En definitiva, ¿es la película, más allá de sus imprecisiones o carencias, algo que contribuya a expresar la experiencia de minorías a menudo presentadas como estereotipos?

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Las identidades no son absolutas, el color de la piel no es absoluto, y una película es sólo una película. Mientras evaluamos representatividad e insistimos en que toda película nos tenga en cuenta a cada uno de nosotros en las proporciones en que existimos en el mundo, el problema de fondo permanece. Necesitamos más rostros negros, más voces negras, conocer más experiencias de comunidades culturales no blancas. Pero estas voces no tienen por qué expresarse en cauces identitarios: la experiencia siempre supone una tensión entre lo que se nos ofrece y nuestra propia actitud. Si de lo que se trata es de expresar los dilemas de las comunidades latinas en Estados Unidos, En un barrio de Nueva York debe ser recibida como un hito en el desarrollo de las narrativas en primera persona. Nunca se hace lo suficiente. Pero resulta ingenuo pensar que cada película ha de entenderse simplemente como otro signo de un problema, y ninguna película puede pretender resolver algo que excede a sus ambiciones. A veces olvidamos que la representación no funciona sólo en relación a la realidad que evoca, sino que tiene efectos que dependen de nuestra mirada.

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Alberto Mira es escritor y profesor en la Oxford Brookes University.

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