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40 años de dictadura en nombre de la concordia

Un hombre durante la concentración contra la impunidad del Franquismo, frente al Congreso de los Diputados.

Las palabras pueden ser las mismas pero, según el uso que les demos, pueden tener significados diferentes. Una obviedad como ejemplo: la palabra libertad no significa lo mismo en la boca de Pablo Casado o Abascal que en la mía. En este país hubo una guerra porque antes se levantó en armas el fascismo para acabar con la legitimidad de la Segunda República. El golpe de Estado no triunfó y ese fascismo mostró su cara más cruel sembrando de cadáveres el suelo que su ejército pisaba victorioso. Tres años después ese mismo fascismo, con la ayuda de la Alemania nazi y la Italia fascista, acabaría ganando la guerra. Lo que vendría luego, ya se sabe: cuarenta años de una de las dictaduras más crueles de la historia contemporánea de la infamia. Un golpe de Estado no es lo mismo en la boca de Pablo Casado o Abascal que en la mía. Las palabras…

Después de su victoria, los mandos franquistas anunciaban que quienes habían luchado defendiendo la República podían volver a casa tranquilamente. Sólo los delitos de sangre serían castigados. Los delitos de sangre… Qué sarcasmo, cuánto cinismo en la boca de unos matarifes que disfrutaban, como los críos en un día sin escuela, con el exterminio de quienes no pensaban como ellos. Las palabras huecas. La tranquilidad trucada en la violenta, encubierta amenaza de los que ganaron la guerra. Mucha gente regresaba confiada en ese anuncio de justicia que se ponía ya en marcha más que como muestra de justicia, como una estrategia vengativamente justiciera. La tranquilidad que prometía el franquismo se convirtió en una pesadilla insoportable. Las cárceles. Los asesinatos que cambiaron su nombre por el de fusilamientos, amparado ese desbarajuste jurídico y moral en las sentencias dictadas por tribunales ilegales. Las cunetas y cualquier pedazo de tierra convertidas en cementerios clandestinos. La paz franquista tan extendida, en su turbulenta y siniestra parafernalia dramática, en aquel año 1964 para contarle al mundo una nueva mentira. Otra vez el juego de las palabras.

Aquellos 25 años de represión eran impúdicamente vendidos en el nombre de la paz. Los cementerios gruñían en el silencio nocturno de su amontonada vida subterránea. Las palabras seguían nombrando lo innombrable. Si no es para decir la verdad, para qué demonios sirven las palabras. El franquismo construyó con ellas un tiempo en que todo era lo contrario de lo que decían sus voceros. Trucaban las palabras para hacer ruido, como se hacía con las motos cuando éramos jóvenes, y poco le importaba a la dictadura que la auténtica realidad y la que se inventaba fueran dos relatos distintos hechos uno, solo para el goce hooligan de su fanatismo patriótico.

La patria. Otra palabra que usan a su antojo. La que es sólo suya. La que deja fuera a los malos españoles, según su vocabulario excluyente. Me da igual. Estoy cansado de tanto juego macabro. Para ellos, se la regalo entera. Mi patria es ninguna. Si acaso, la gente a la que quiero, el paisaje que me junta con otra gente para ensanchar como podemos esta democracia que, aunque se diga lo contrario, sentimos siempre amenazada. Esta democracia parece el pupas: todo la daña. Y hay mucho desaprensivo suelto que la ha escogido para convertirla en diana de sus desmanes, tan cansinos esos desmanes como intolerables. En nombre de la patria, de la suya, reparten certificados de buena conducta, como hacían sus padres y abuelos para dejar bien claro que entre la vida y la muerte apenas hay una firma que las justifica en la desmañada violencia caligráfica de los vencedores. La libertad, otra palabra, vilmente disuelta ahora en un botellín de cerveza cuando el virus hacía estragos en los hospitales y ni siquiera podíamos acudir a la despedida de las personas queridas que se iban quedando en el camino. Palabras, palabras nada más, como cantaban Los Salvajes en una espléndida versión de Words, el precioso tema de los Bee Gees antes de su música discotequera en Saturday Night Fever, cuando los primeros años ochenta del pasado siglo.

Ahora le toca el turno a la palabra concordia. No chapa nunca esa gente su laboratorio de ocurrencias. Ya lo ha advertido Pablo Casado: cuando ganen las elecciones derogarán la Ley de Memoria Democrática que ha sido aprobada en el seno del gobierno de coalición y empezará a andar por los necesarios protocolos parlamentarios hasta su aprobación definitiva. Va más allá de la excesivamente tímida que se aprobó en 2007, cuando el gobierno de Rodríguez Zapatero. Pero sigue teniendo lagunas importantes y ojalá surjan enmiendas para mejorarla: la reparación no sólo moral sino también económica de las víctimas, la devolución del patrimonio robado por los vencedores, la extensión del reconocimiento como víctimas de quienes fueron asesinados más acá de 1978, cuando se aprobó la Constitución… Y sobre todo: a ver cuándo se va a derogar la parte de la Ley de Amnistía (1977) que iguala a las víctimas de la dictadura y a sus verdugos. Siempre esa ley será un tapón que impida recuperar institucionalmente la dignidad de las víctimas de la represión franquista. Una de las novedades de la nueva Ley de Memoria es que llevará un añadido imprescindible: Democrática. Una buena manera de aclarar la confusión de lo que entendíamos hasta ahora como Memoria Histórica. Ya sé que a lo mejor es pedir mucho, pero habremos de pensar en que el título definitivo de la Ley tendría que ser el de Ley de Memoria Democrática y Antifascista. Sencillamente porque las derechas españolas nunca fueron ni son antifascistas, como sí lo son las europeas.

Ley de Concordia: la del PP que sustituirá, si gobierna, a la que ahora empieza su andadura. ¿Qué entiende ese partido por concordia? Pues lo mismo que el franquismo entendía cuando celebraba sus 25 años de paz, o cuando hablaba de que quienes volvieran de la guerra podían hacerlo con tranquilidad si no traían a cuestas delitos de sangre, o cuando pervierten la palabra libertad como si fuera lo mismo salir de farra una noche que defender esa libertad con el riesgo de sufrir una represión brutal, incluso a costa de dejarse la vida en el intento. Otra vez las palabras que para las derechas tienen un significado y para quienes luchan cada día por no perder espacios de democracia tienen otro bien distinto. La concordia de la exclusión. La concordia que heredaron de sus antepasados teñida con el castigo a quienes no comulgaban con sus ideas de exterminio. La extraña concordia que el fascismo nunca ha dejado de aplicar desde que urdió el golpe de Estado contra la Segunda República: sólo para que la celebren ellos, para que nieguen la entrada a la fiesta a quienes no piensan como ellos.

La Ley de Memoria Democrática ha de ser una ley que nos reconcilie con la verdad. Lo decía Avishai Margalit en Ética del recuerdo: la palabra verdad antes que la palabra reconciliación. Esa verdad se perdió hace mucho tiempo. El revisionismo y negacionismo históricos de las derechas políticas e intelectuales insisten en que no hubo golpe de Estado en 1936, en que la guerra fue un ejercicio de salvación patriótica contra la amenaza comunista, en que cambiar esa versión falsa de los hechos es como reabrir heridas del pasado. Esas heridas nunca se cerraron. Siguen abiertas. Y ha de ser la historia, contada desde el rigor intelectual más exigente (como viene siendo desde hace mucho tiempo por parte de nombres importantes en nuestra historiografía contemporánea), la que ayude a cerrar esas heridas definitivamente. Será difícil conseguir eso si tenemos en cuenta la virulencia con que las derechas, sus intelectuales orgánicos y sus medios de comunicación defienden la versión ultramontana de un pasado traumático como el nuestro. Pero la Ley de Memoria Democrática ha de exigir que esa historia se enseñe en las escuelas, en los institutos de Enseñanza Secundaria y de Formación Profesional, en las universidades…

La derecha y la extrema derecha (casi siempre una misma cosa) no van a aceptar ninguna ley de memoria que no sea la suya, la que devuelva a las fachadas de las iglesias las cruces y los nombres de sus héroes, la que siga humillando a las víctimas republicanas (¡ay, siempre presente la Ley de Amnistía!), la que enseñe en las escuelas que la Segunda República fue un desastre y para eso llegaron los militares patriotas y se pusieron a salvar España de todos los males. Consensuar con las derechas algún acercamiento memorialista es inútil. Son dos memorias irreconciliables: la del franquismo y la de la democracia. Por eso el Gobierno ha de ser valiente y ha de llevar adelante su propuesta. Sin bajar la exigencia de sus aspiraciones, que son justas y, al menos para mí, imprescindibles.

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Del dolor pasado no se acuerda nadie”, escribía Max Aub en su exilio marsellés de 1940. Con el paso de los años, ese dolor fue cayendo prácticamente en el olvido. Ojalá la nueva Ley de Memoria Democrática sirva para aliviarlo, para que el daño que el franquismo incrustó en la piel de la democracia republicana –y en su memoria apaleada– pueda ser reparado con garantías después de tanto tiempo. Ojalá sea así. Ojalá.

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Alfons Cervera es escritor. Su último libro es Algo personal (Piel de Zapa, 2021)

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