Un juez y un fiscal con el mundo sobre sus hombros

Jaleados en la calle como auténticos héroes, el juez José Castro y el fiscal Pedro Horrach llevan hoy una carga mucho más pesada que la del voluminoso sumario de 50.000 páginas sobre los manejos de Iñaki Urdangarin y su socio de años, Diego Torres. En un país donde la corrupción, el despilfarro, el amiguismo y la opacidad han vaciado el morral de la confianza política, la determinación con que Castro y Horrach han horadado el compacto muro de tabú que rodeaba la Casa Real les ha convertido en una especie de nuevos intocables de Eliot Ness. Incorruptibles. Bravos. Indiferentes a las presiones del poder y las zalamerías de sus aledaños.

Desde que en noviembre de 2011 estalló el caso, ambos han llevado a medias sobre sus hombros no el mundo real pero sí otro simbólico y amasado con varias partes de esperanza en una justicia igualitaria y otras varias de indignación: la de quienes, a fuerza de escándalos y marrullerías impunes, entienden que cualquier sinvergüenza debe ir el banquillo haya infringido o no el Código Penal en sentido estricto. Y es ahí, justamente ahí, en la discrepancia sobre dónde acaba el comportamiento inmoral y dónde empieza el delictivo, el punto en que se ha abierto una brecha en lo que hasta ayer parecía un tándem indestructible.

Habilidoso, tenaz y, por supuesto, valiente, el juez José Castro cree que no imputar a la infanta equivaldría a extender una mancha de sospecha de privilegios imposible de limpiar. En un país donde múltiples dirigentes políticos continúan practicando la genuflexión como saludo a los monarcas, Castro ha demostrado que los apellidos Urdangarin y Borbón le inquietan tanto o tan poco como el más común que pueda encontrarse en España. Su insistencia en las declaraciones judiciales para exprimir cada dato, sus quiebros ante cada gesto indicativo de que el imputado sabe más de lo que cuenta, su capacidad para detectar contradicciones y su estilo zumbón y ajeno al engolamiento le han granjeado amigos y enemigos.

Sus partidarios recalcan su integridad, su inteligencia y su capacidad de trabajo. Sus detractores creen que Castro ha decidido ser el nuevo juez estrella a toda costa. Interpretaciones al margen, el hecho cierto es que al magistrado le quedan pocos años para la jubilación y que jamás ha mostrado el menor signo de buscar poder y oropeles. Y está firmemente convencido de que, como dice en su auto, la instrucción quedaría coja y cerrada en falso si antes no interroga a la hija del rey.

Algunos observadores de Palma cuentan que Castro es perfectamente consciente de que, tal vez, alguien haya vuelto a hurgar en su pasado, su presente y sus eventuales multas de tráfico a la busca de algún dato pernicioso que pueda desacreditarle. Ya le ocurrió –y también a Pedro Horrach- cuando comenzó a investigar el caso que condujo a la imputación del expresidente balear Jaume Matas y, finalmente, a la apertura de la pieza sobre Instituto Nóos.

Sus indagaciones, de la mano del fiscal Pedro Horrach, abrieron una caja de Pandora que ciertos sectores de las Islas y la Península habrían preferido mantener cerrada. De aquella investigación, por acudir al eufemismo, juez y fiscal salieron no sólo indemnes sino reforzados. La maniobra quedó al descubierto. Y, por tanto, desactivada.

Pero la habilidad, la tenacidad y la valentía no son patrimonio exclusivo de Castro en el caso Nóos. Hierático en ocasiones, con dureza de pedernal en los interrogatorios, Pedro Horrach ofrece un perfil personal muy distinto al de Castro. Alguien que le trata desde su regreso a Mallorca tras una etapa en la Península le definió una vez como la gota malaya. Incansable y con una memoria prodigiosa, jamás suelta la presa. Pero es perfectamente capaz de driblar en tres centímetros si hacerlo le permite obtener una cifra, un nombre más, cualquier rastro que le conduzca hacia adelante.

Su discrepancia con Castro sobre la imputación de Cristina de Borbón es la primera del caso. O, mejor dicho, la primera visible y de máxima relevancia: cuando el juez imputó al secretario de las infantas, Carlos García Revenga, lo hizo sin pedir opinión al fiscal. Aquello constituyó un auténtico presagio ahora confirmado y que coloca a Horrach en una situación complicada.

Convencido de que los indicios sobre la infanta son básicamente los mismos que hace un año, cuando Castro rechazó imputar a Cristina de Borbón, Horrach cree que nada en la causa permite sostener contra la hija del rey una acusación firme de delito con visos de prosperar en un juicio de cuya celebración ya nadie duda. La cuestión, por tanto, no reside ya en si Urdangarin se sentará o no en el banquillo, algo que dudaban muchos hace apenas meses. La única incógnita estriba en saber si el exjugador de balonmano compartirá ese banquillo con la mujer con la que se casó en 1997.

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La discrepancia entre el juez y el fiscal sería meramente jurídica y sin consecuencias de relumbrón de no mediar la marca de la Casa Real. Y su poder. Y su capacidad, todavía, para concitar silencios, como el que mantuvo la oposición socialista en Baleares y Valencia entre 2004 y 2007 mientras el PP firmaba alegremente convenios con Instituto Nóos que reportaron a la supuesta ONG seis millones de euros. 

Quienes conocen a Horrach aseguran que su decisión de recurrir el auto no le ha venido impuesta, en contra de la versión que ya ha comenzado a correr como la pólvora. Pero, aun si se trata de un paso estrictamente consensuado consigo mismo, todas las partes que siguen de cerca el caso coinciden en que será el fiscal quien tenga ahora que enfrentarse a la mancha de la sospecha.

Por supuesto, tenía otra opción: secundar al juez, aunque si de algo tiene fama Horrach entre sus compañeros de la Fiscalía es de que una vez tiene clara la dirección ya pueden caer chuzos de punta que nada le hará cambiar. Una persona que conoce de largo al fiscal mallorquín acudía ayer a un ejemplo, muy posiblemente inspirado en la realidad: “Si Cristina de Borbón tuvo un comportamiento inmoral o no ejemplar pero sin que haya elementos para atribuirle un delito, Horrach es de los que piensan que ese es problema de los políticos, no de jueces y fiscales”.

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