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Atado y mal atado

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infoLibre adelanta la publicación del capítulo introductorio de Atado y mal atado. El suicidio institucional del franquismo y el surgimiento de la democracia (Alianza Editorial, 2014), un detallado estudio sobre la Transición. El autor, Ignacio Sánchez-Cuenca, profesor de Ciencia Política, director del Instituto Carlos III-Juan March de Ciencias Sociales de la Universidad Carlos III y colaborador de este diario, parte de una sugerente pregunta: ¿por qué los procuradores de las Cortes franquistas decidieron "suicidarse" políticamente? ¿Por qué decidieron hacerse el "haraquiri", como se decía incluso en la prensa de la época? ¿Por qué decidieron, en fin, aprobar la Ley para la Reforma Política, la octava y última de las Leyes Fundamentales del franquismo que suponía desguazar casi por completo el aparato del régimen?

Sánchez-Cuenca considera que esa respuesta no ha sido suficientemente contestada por la doctrina, más centrada en el análisis del tiempo del consenso, el que se extiende desde las elecciones de 1977 hasta el golpe del 23-F (o incluso la victoria de Felipe González en 1982). Pero el punto de inflexión se produjo antes, entre la muerte de Franco, en noviembre de 1976, y la convocatoria de esos comicios constituyentes. La tímida reforma liberalizadora de Carlos Arias Navarro encontró incluso más oposición que la de Adolfo Suárez. Y la pregunta es por qué. El autor recuerda, además, que entre el fallecimiento del dictador y las elecciones "no hubo concordia, ni pacto, ni consenso", sino unas "breves y estériles negociaciones entre las fuerzas políticas, pero no llegaron a ninguna parte".

Autor de numerosas investigaciones históricas y ensayos políticos, Sánchez-Cuenca ha publicado recientemente La impotencia democrática (Catarata, 2014).

A continuación se recoge la introducción del libro Atado y mal atado, que saldrá a la venta el próximo jueves, 3 de abril

1. 

El 30 de diciembre de 1969, en su discurso televisado de fin de año, Francisco Franco pronunció estas palabras: “Todo ha quedado atado y bien atado, con mi propuesta y la aprobación por las Cortes de la designación como sucesor a título de Rey del Príncipe don Juan Carlos de Borbón” . Franco ya había utilizado la metáfora del nudo y la atadura en otras ocasiones. El 27 de mayo de 1962 dijo ante un nutrido grupo de seguidores: “Detrás de mí todo quedará bien atado y garantizado por la voluntad de la gran mayoría de los españoles, de los que, con el Movimiento, constituís nervio y esencia, y por la guardia fiel e insuperable de nuestros ejércitos”. Franco y los suyos creían que la institucionalización del régimen, culminada con la Ley Orgánica del Estado de 1966, más la vigilancia ejercida por los militares, permitirían que el régimen sobreviviese con Juan Carlos de Borbón como Rey sucesor.

El franquismo, como toda dictadura duradera, trató de perpetuarse mediante su institucionalización. La fórmula que el régimen utilizaba para conjurar la incertidumbre que acompañaría al “hecho biológico” (la muerte de Franco) era “después de Franco, las instituciones”. Las instituciones se caracterizan por funcionar al margen de la personalidad e intereses de aquellos que operan según sus reglas: de ahí que puedan sobrevivir a las personas. Si bien la institucionalización completa de un sistema político es más complicada en un régimen autoritario, pues no hay instancias de control que velen por el cumplimiento de las reglas, habiendo siempre una posición última de poder que es personal, las dictaduras no han dejado de intentarlo. La evolución política del régimen del 18 de julio puede entenderse como un intento (fallido) de conseguir una institucionalización que hiciera posible la perduración de un franquismo sin Franco. Ya en el preámbulo de la Ley del 17 de julio de 1942 de creación de las Cortes, la existencia de un cuerpo legislativo frente al poder omnímodo del dictador se justificaba en estos términos:

«Continuando en la Jefatura del Estado la suprema potestad de dictar normas jurídicas de carácter general en los términos de las leyes de 30 de enero de 1938 y ocho de agosto de 1939, el órgano que se crea significará, a la vez que eficaz instrumento de colaboración en aquella función, principio de autolimitación para una institución más sistemática del Poder».

Dentro del régimen, la preocupación por el futuro más allá de Franco estuvo muy presente especialmente entre los falangistas, quizá porque eran ellos quienes tenían más sólidos principios ideológicos. El intento más ambicioso de “blindar” el régimen frente a los azares de la sucesión del jefe del Estado fue el proyecto constitucional de José Luis de Arrese de 1956, en el que se propugnaba que la soberanía política se hiciera residir en el Movimiento Nacional. Si el Movimiento se convertía en depositario de las esencias del régimen, la personalidad e ideología del dictador pasaba a un segundo plano. Para ello, era necesario separar las tres jefaturas que se encontraban en manos de Franco, la del Estado, la del Gobierno y la del Movimiento, creando así un sistema de control interno que permitiera expulsar del poder al Rey sucesor si este no cumplía con los principios fundamentales del régimen. En palabras del propio Arrese, “en caso de fricción entre el Rey y la doctrina, yo estaría siempre de parte de la doctrina [...]. A mi juicio, esto se conseguiría poniendo el poder político en el Movimiento”. Con ello el sistema quedaría clausurado, cerrado a toda posibilidad de cambio profundo.

El proyecto constitucional de Arrese fracasó. La Iglesia se oponía a los planes de los azules y Franco, además, no veía con buenos ojos que sus poderes fueran recortados. En 1957 realizó un cambio de Gobierno que supuso el definitivo arrumbamiento de las esperanzas falangistas. No es de extrañar que el principal inspirador de las reformas de Arrese, Emilio Lamo de Espinosa y Enríquez de Navarra, escribiera en sus memorias que “fue en ese momento cuando el franquismo se jugó y perdió la continuidad sin Franco” .

El régimen, no obstante, mantuvo, mediante la Ley de principios del Movimiento Nacional (de 17 de mayo de 1958) y, sobre todo, mediante la Ley Orgánica del Estado (de 10 de enero de 1967) su proceso de institucionalización. Pero dicho proceso no consiguió garantizar la continuidad, como se vio tan sólo un año después de la muerte del dictador, el 18 de noviembre de 1976, cuando las Cortes orgánicas del régimen desataron las cuerdas del sistema al aprobar la Ley para la Reforma Política (LRP). Fue, sin duda, el episodio más importante de la Transición española a la democracia. La LRP sirvió como el instrumento jurídico-político en virtud del cual se daba paso a un sistema bicameral con poderes constituyentes cuyos miembros serían elegidos mediante sufragio universal. Asimismo, la LRP garantizó el continuismo legal entre el régimen franquista y el nuevo régimen democrático. La LRP era la octava y última Ley Fundamental del sistema constitucional del 18 de julio: el tránsito de la dictadura a la democracia se realizaba, pues, según los procedimientos institucionales del ordenamiento jurídico de la dictadura y lo realizaban las élites políticas de la dictadura. En lugar de cortarlas, se desataban las costuras del sistema, conforme a las reglas de uso dicho sistema.

La LRP significó el suicidio del régimen. Las Cortes sancionaron una ley que hacía posible la desaparición del sistema político del franquismo. Frente a las Cortes de 1943 basadas en la representación orgánica de las tres entidades naturales de la vida nacional (familia, municipio y sindicato), se pasaba a unas Cortes de representación liberal (ideológica y partidista). Los procuradores en Cortes que votaron a favor de la LRP acabaron con las reglas mediante las cuales ellos mismos ejercían el poder legislativo. Dejaba de haber procuradores designados, sin legitimación democrática, y pasaban a ser sustituidos por diputados y senadores elegidos en listas de partidos políticos por sufragio universal .

A todos los efectos, el cambio fue drástico y profundo. Por eso, puede decirse que la LRP supuso una suerte de suicidio institucional. Por supuesto, los procuradores podían pensar en reciclarse dentro del nuevo sistema democrático en diputados o senadores, en directivos de empresas públicas o en los puestos más altos del escalafón administrativo. No en vano, la élite franquista se propuso dirigir y mantener el control sobre el proceso de cambio político. Pero esas trayectorias políticas en la etapa democrática, basadas en ambiciones satisfechas en grado muy variable y difícil de cuantificar, son compatibles con que, desde el punto de vista institucional, concluyamos que la LRP supuso el fin de un régimen y el comienzo de otro. Fue, digámoslo así, una voladura controlada.

Que el régimen se suicidó no es solamente una interpretación retrospectiva de los hechos. Políticos y periodistas hablaron entonces de suicidio. Por esos modismos que se imponen caprichosamente en cada época, muchos se refirieron a la votación de la LRP como un “haraquiri”; así puede leerse en los editoriales de periódicos españoles y extranjeros al día siguiente de la aprobación de la ley. En realidad, ya se había empezado a utilizar el término unos meses antes, a propósito del proyecto de reforma constitucional del Gobierno de Carlos Arias Navarro en el que desaparecía el Consejo Nacional del Movimiento. El democristiano José María Gil-Robles escribió en mayo de 1976, justo antes de que se iniciaran las votaciones sobre las reformas de Arias: “Me parece el colmo de la ingenuidad pedir a la mayoría de las Cortes, del Consejo del Reino y del Consejo Nacional del Movimiento que practiquen una especie de haraquiri político y hasta económico”. Cuando el proyecto llegó en junio de 1976 al propio Consejo, fueron varios los consejeros que, con palabras grandilocuentes, se quejaron de que se les estaba incitando al suicidio político. Un inmovilista recalcitrante como Joaquín Gías Bové habló de “haraquiri”. No fue el único, como muestro en el Capítulo 2.

El continuismo legal en la transición (“de la ley a la ley”) significaba que el nuevo régimen tenía que nacer del viejo y eso sólo era posible si las élites franquistas aceptaban un cambio de reglas en razón del cual perdían sus posiciones institucionales de autoridad. El suicidio político fue, desde este punto de vista, una forma de abdicación colectiva.

2.

¿Por qué los procuradores franquistas aceptaron “suicidarse” políticamente? ¿Acaso no tenía razón Gil-Robles cuando defendía que no tenía sentido esperar que los políticos del régimen votaran a favor del suicidio institucional? A mi juicio, esta es la cuestión fundamental de la Transición española. Creo que hasta el momento no se ha ofrecido una respuesta rigurosa en la abundante literatura sobre el tema. No hay estudio que no señale la importancia decisiva de la LRP en el proceso de democratización, pero a la hora de ofrecer una explicación del comportamiento sorprendente de los procuradores, se resuelve el problema con alusiones a la tradicional sumisión de los legisladores franquistas a los designios del Ejecutivo, a la altura de miras de los procuradores, que habrían antepuesto los intereses generales del país a sus intereses personales, o a las presiones que ejerció el Ejecutivo sobre los procuradores para conseguir votos a favor de la LRP en las Cortes.

En este libro pretendo ofrecer una explicación del cambio político en la primera fase de la Transición, la que cubre el periodo que va entre la muerte de Franco el 20 de noviembre de 1975 y la celebración de las primeras elecciones generales el 15 de junio de 1977, entendiendo que el momento crucial del cambio fue la votación del 18 de noviembre de 1976. Hay una segunda fase de la Transición que se inicia tras las elecciones, en la que se elabora la Constitución, se aprueba la Ley de Amnistía y se llega a un acuerdo amplio de carácter económico y social (Pactos de la Moncloa). Esta segunda fase, que muchos alargan hasta el golpe fallido del 23-F, o incluso hasta la victoria del PSOE en las elecciones del 28 de octubre de 1982, queda caracterizada por el consenso y los pactos a los que llegaron las fuerzas políticas con representación parlamentaria y es la que ha impreso un sello específico al modelo español de democratización. Sin embargo, si entendemos, en un sentido estricto, que la democratización consiste en que un régimen dictatorial acabe (pacífica o violentamente) y se inaugure una democracia con unas elecciones, la clave está en el año 1976 y en la primera mitad de 1977. No quiero decir con ello que la Transición finalizó el 15 de junio de 1977. Todo podría haber descarrilado tras las primeras elecciones, sin que la democracia llegara a asentarse, como ha ocurrido en muchos otros países. No obstante, el paso de un poder político dictatorial a otro democrático se materializó, con sus limitaciones, en las primeras elecciones generales.

Adolfo Suárez, el 5 de julio de 1976, jurando su cargo de presidente del Gobierno ante el rey Juan Carlos en el palacio de la Zarzuela | EFE

En los libros más superficiales y propagandísticos sobre la Transición, tiende a proyectarse lo que sucedió en la segunda fase sobre la primera. De este modo, la Transición española se caracterizaría sobre todo por pactos incluyentes entre las élites del régimen y de la oposición. No es esto, sin embargo, lo que sucedió en la primera fase. Entre la muerte de Franco y las elecciones no hubo concordia, ni pacto, ni consenso. Hubo unas breves y estériles negociaciones entre las fuerzas políticas, pero no llegaron a ninguna parte. El cambio político se produjo desde arriba, desde las instancias de poder del Estado, unilateralmente, sin el concurso de los partidos opositores. En el primer intento de cambio, el de Arias Navarro, el presidente se negó en rotundo a entrevistarse con ningún miembro de la oposición. En el segundo intento, el que acabó teniendo éxito, el de Adolfo Suárez, se celebraron múltiples encuentros por separado con líderes de los partidos clandestinos (muchos de estos encuentros fueron secretos o “discretos”), pero no llegó a haber unas auténticas negociaciones ni se alcanzaron pactos relevantes entre el régimen y la oposición. La oposición, desde la calle y la fábrica, trató de presionar todo lo que pudo para que hubiese una ruptura con el régimen franquista, aunque no lo consiguió. El esfuerzo, con todo, no fue baldío, pues la presión popular obligó a acelerar y profundizar los planes de reforma: sin la presión desde abajo, no habrían llegado tan lejos las reformas desde arriba. El Gobierno de Arias se vio sobrepasado por las presiones populares y reaccionó con excesos represivos que agotaron su crédito político e hicieron inviable su supervivencia. Remplazado Arias por Suárez, este dio un impulso más decidido a la reforma y tomó la iniciativa ante la oposición. El movimiento opositor terminó adaptándose a los planes de cambio de Suárez, es decir, aceptó que las elecciones las convocara un Gobierno franquista y se celebraran en las condiciones que estableció dicho Gobierno.

Pues bien, para poder responder a la pregunta de por qué el franquismo aceptó el suicidio, es preciso analizar no sólo la reforma de Suárez, sino también la experiencia reformista anterior de Arias Navarro, y comparar ambas. Ese ejercicio rara vez se ha hecho en los estudios sobre la Transición, ya que apenas se ha prestado atención a la reforma de Arias, juzgando retrospectivamente que estaba condenada a fracasar desde el momento en que fue concebida. Sin embargo, si se procede, como sugiero, a hacer la comparación, surge un interrogante que muy pocos han examinado sistemáticamente. La reforma de Arias era una liberalización del sistema: se introducían parcelas de libertad, con partidos políticos pero excluyendo al Partido Comunista, y se creaba un sistema bicameral en el que la Cámara baja sería elegida por sufragio universal, mientras que la Cámara alta seguiría careciendo de legitimación popular y tendría poder de veto. La reforma de Suárez, en cambio, era una democratización: se basaba también en un sistema bicameral, sólo que esta vez elegido todo él mediante sufragio universal y con poderes constituyentes. Lo extraño es que tanto el Consejo Nacional como las Cortes mostraron mayor hostilidad y resistencia ante la liberalización de Arias que ante la democratización de Suárez. En principio, la reforma de Arias era menos radical y, por tanto, más aceptable para las élites franquistas, que la de Suárez. La crítica de consejeros y procuradores al proyecto de Arias no surgió porque este les pareciera demasiado moderado, sino porque a su juicio iba demasiado lejos en el desmontaje del régimen. ¿Pero entonces cómo es posible que muchos de ellos aceptaran el proyecto de Suárez, que suponía un desguace casi total?

La explicación que se ofrezca sobre el suicidio institucional del 18 de noviembre debe poder hacerse cargo de este comportamiento tan sorprendente de las élites franquistas, más críticas con la reforma moderada que con la radical. En esa diferente reacción de los procuradores se encuentra la clave para entender el proceso de cambio político a lo largo de 1976.

3.

Cuando se analiza un proceso de cambio político con el microscopio, vemos a distintos actores interactuando unos con otros. Tratamos de reconstruir sus estrategias políticas, sus objetivos, sus creencias sobre la situación en la que se encuentran, sus expectativas sobre lo que puede suceder, así como los apoyos con los que cuentan. A partir de esa malla de interacciones, vamos reconstruyendo cómo el cambio tuvo lugar. Cuando analizamos, ahora en plural, procesos de cambio político con el telescopio, los actores no son más que unos puntos, indistinguibles unos de otros; por lo tanto, nos vemos obligados a pasar por alto los detalles y nos centramos en las condiciones generales en las que se produce el cambio (niveles de desarrollo económico de los países, niveles de desigualdad, niveles educativos, flujos comerciales con otros países, experiencias anteriores de inestabilidad política, etc.).

Este libro está escrito sobre todo con el microscopio. Para poder ofrecer una respuesta convincente a la cuestión que he planteado, es preciso aclarar primero si el proceso de cambio que estudio estaba predeterminado por condiciones estructurales a nivel macro o fue más bien contingente, resultado de las elecciones a nivel micro que tomaron múltiples actores por motivos que no eran enteramente predecibles. La dificultad de cómo conjugar la influencia simultánea de condiciones estructurales y decisiones de personas en posiciones de poder es más teórica que práctica. Cabe afirmar simultáneamente que en la Transición española fue fundamental tanto el nivel de desarrollo que había alcanzado el país, como la estrategia que siguió Suárez para obtener el apoyo de las Cortes franquistas a la reforma. De lo que se trata es de delimitar el ámbito de influencia causal en cada caso. Los distintos factores operaron en planos diferentes de la realidad.

Las condiciones estructurales de España hacían muy probable que tras la muerte de Franco España se convirtiera en una democracia. Hay múltiples estudios que muestran una asociación muy sólida entre desarrollo económico y democracia. Es este uno de los hallazgos mejor documentados empíricamente en las ciencias sociales. Cuanto más elevado es el nivel de renta per cápita de un país, más probable resulta que sea una democracia . En lo que no hay acuerdo es en cómo interpretar esta asociación: algunos mantienen que el propio desarrollo económico crea las condiciones para que surjan democracias; otros, en cambio, defienden que las democracias surgen por motivos más bien azarosos en cualquier nivel de desarrollo, pero tienden a consolidarse y a sobrevivir sólo en países de renta alta. Pues bien, la probabilidad de que España fuera una democracia en 1977 dado su nivel de renta per cápita era del 85% (frente al 57% en Portugal en 1975). El desarrollo económico, además, no sólo es relevante para el tipo de régimen político, sino también para la ocurrencia de conflictos civiles violentos. La probabilidad de que un país con la renta per cápita de España en 1977 sufriera una guerra civil no era nula, pero sí extremadamente baja .

A estas condiciones iniciales tan favorables, hay que añadir que Portugal y Grecia ya eran democracias cuando muere Franco. Portugal había celebrado las elecciones a la asamblea constituyente en el primer aniversario de la Revolución de los Claveles, el 25 de abril de 1975, y Grecia lo había hecho unos meses antes, el 17 de noviembre de 1974. Por tanto, tras la desaparición del dictador, España aparecía como el único país de Europa occidental que no era democrático. Esta anomalía no podía durar mucho tiempo.

Finalmente, debe tenerse en cuenta que la primera crisis del petróleo en 1973 golpeó duramente al régimen y acabó con uno de los pilares de su supervivencia, la prosperidad que el crecimiento económico generaba desde los años sesenta, tras el abandono de la política de la autarquía. Durante 1974, pero más todavía en 1975, se produjo un aumento importante de la conflictividad laboral que podía interpretarse como indicador de una insatisfacción muy generalizada con el régimen.

Estos tres factores (alto desarrollo económico, transiciones en Grecia y Portugal y crisis del petróleo) empujaban hacia una salida democrática. Todo indica que después de la muerte de Franco, España tenía que convertirse en una democracia.

Ahora bien, la ruta mediante la cual España se democratizara no estaba escrita en ninguna parte. Cuando empezamos a descender a los detalles, colocando el ojo sobre el microscopio, la contingencia va cobrando mayor peso y aparecen posibilidades nunca realizadas que hacen pensar en vías alternativas de desarrollo de la Transición. Con otras palabras, las condiciones estructurales predeterminaban un resultado final en el medio plazo, una democracia liberal como las del resto de Europa. No obstante, para llegar a ese estadio los caminos que podían transitarse eran múltiples. Creo que las élites políticas tuvieron una gran responsabilidad en la forma en que se introdujo la democracia en España, pero no en que esta llegara finalmente, por más que esto pueda parecer paradójico a primera vista. La democracia se impuso porque las circunstancias del país eran ciertamente propicias para ello, pero había varias vías para la democratización. La elección de una u otra fue en buena medida contingente, en el sentido de que dependía de las estrategias políticas de las élites y de la capacidad de acción colectiva de las fuerzas opositoras.

He procurado dar gran importancia a las posibilidades no realizadas, lo que técnicamente se llaman “contrafácticos”. España podría haber llegado más rápidamente a la democracia si la ofensiva lanzada por la oposición en los tres primeros meses de 1976 hubiera tenido éxito. Habría sido en tal caso una transición por ruptura, parecida a la portuguesa. En algunas ciudades hubo situaciones prácticamente insurreccionales que ejemplificaban lo que la oposición llamaba “ruptura democrática”: en el Capítulo 1 examino los casos excepcionales de Vitoria, Sabadell y Getafe. Si estas movilizaciones se hubieran extendido por el resto del país, es probable que la Transición hubiese evolucionado por una vía muy diferente.

Había otras alternativas en las que es imaginable que la ruptura se hubiese materializado. Si, por ejemplo, el Rey no hubiera cesado a Arias en julio de 1976 y este hubiese continuado en el poder, liberalizando el régimen pero no democratizándolo, excluyendo a los comunistas pero invitando a los socialistas y a fuerzas opositoras moderadas a participar en las elecciones a la Cámara baja, no cabe descartar que la situación hubiese explotado y que lo que la oposición no consiguió en los primeros meses del año, lo hubiera conseguido más tarde ante la constatación de inmovilismo del régimen. Pero esto mismo podría haber sucedido también si Suárez hubiera fracasado con la LRP y no hubiese obtenido la mayoría de dos tercios que necesitaba en las Cortes. ¿Qué habría sucedido entonces? Ante un fracaso de la reforma, la oposición podría haber conseguido suficiente apoyo popular como para exigir un Gobierno provisional con representación de todas las fuerzas políticas y convocatoria de elecciones a una asamblea constituyente con plenos poderes.

Las preguntas sobre contrafácticos pueden ir encadenándose a propósito de asuntos cada vez más concretos. El Rey, en julio de 1976, después de muchos titubeos, se decidió a cesar a Arias, con la idea de remplazarlo por Adolfo Suárez. ¿Pero qué habría pasado si el presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, Torcuato Fernández-Miranda, encargado de elaborar una terna de la que el Rey elegiría un nombre para la presidencia del Gobierno, no hubiese sido capaz de incluir en la misma a Adolfo Suárez, que hasta entonces era un personaje secundario en el franquismo en comparación con los Manuel Fraga, José María de Areilza, Federico Silva Muñoz, Gregorio López Bravo, Laureano López Rodó y tantos otros? Y si la votación en Cortes de la LRP no hubiese sido nominal, sino secreta, ¿habría el Gobierno obtenido igualmente resultados tan positivos? Muchos procuradores votaron a favor de la LRP porque entendieron que esa era la opinión mayoritaria en la Cámara y no querían quedarse al margen. Ahora bien, si el voto hubiese sido en conciencia, no es absurdo imaginar que muchos de quienes votaron públicamente a favor lo hubiesen hecho privadamente en contra.

Todas estas situaciones contrafácticas no son un mero pasatiempo intelectual. Es más bien al contrario: sólo teniendo en cuenta cuáles eran las alternativas que no terminaron realizándose podemos llegar a entender el comportamiento de los sujetos que estamos estudiando. Un cierto curso de acción se explica tanto por las razones que tenía la persona para adoptarlo como por las razones que tenía para descartar otros cursos alternativos . Más en general, el examen de los contrafácticos de la Transición nos pone sobre la pista del grado de contingencia que hubo en los cambios políticos y nos permite descartar ciertas interpretaciones que establecen que la Transición se desenvolvió de acuerdo con un plan previamente establecido, ya fuera del Rey, de Torcuato Fernández-Miranda o de cualquier otra figura protagonista de la época. Que los pronósticos de algunos fueran más acertados que los de otros no quiere decir que el proceso transitorio estuviese predeterminado.

4.

La democracia, pues, constituía el punto de llegada casi con certeza, aunque no lo percibieran así los actores de la época. No obstante, según acabo de indicar, los itinerarios para llegar hasta ella eran múltiples. Lo que me propongo en este libro es explicar las razones por las cuales el itinerario finalmente seguido fue uno y no otro. Esto exige determinar en primer lugar por qué la ruptura anhelada por la oposición no fue posible. En el Capítulo 1 me ocupo de esta cuestión. Gracias a un nuevo cálculo de la serie mensual del volumen de huelga y a una base de datos con 2.073 manifestaciones en el periodo 1975-81, elaborada por Paloma Aguilar y el autor, he podido reconstruir la evolución de las presiones que venían de abajo con mayor detalle y precisión de lo que se había hecho hasta el momento en los estudios sobre la Transición. Los datos revelan que después de marzo de 1976 se produce una fuerte caída en las movilizaciones. Es entonces cuando la oposición abandonó el objetivo de la ruptura y se contentó con una “ruptura pactada”, que por lo demás tampoco llegó a realizarse, ya que nada verdaderamente relevante se pactó antes de las elecciones de 1977. Según expongo, las razones últimas del fracaso de la estrategia rupturista fueron tres: el predominio de las motivaciones economicistas sobre las políticas en los conflictos laborales de la época, la moderación de la opinión pública y la capacidad represiva del Estado.

A pesar de que los activistas en la vanguardia de las luchas tuvieran un alto grado de conciencia política, el grueso de los trabajadores que participaban en las huelgas se movía por consideraciones económicas, que sólo se convertían en políticas como consecuencia de los excesos represivos de las fuerzas de seguridad y de los despidos arbitrarios en muchas empresas. En general, no había una base de apoyo suficiente en el conjunto de la clase trabajadora española a la estrategia rupturista. Los trabajadores querían mejores condiciones laborales, así como libertades sindicales y políticas, pero las protestas eran localizadas, relativamente breves y no llegaban a sumarse unas a otras constituyendo un desafío político al orden establecido. En el País Vasco, en la comarca del Baix Llobregat y en el cinturón industrial de Madrid los conflictos fueron más profundos, pero no llegaron a arrastrar al resto de la clase trabajadora en otras partes de España. Algo similar sucedió con las manifestaciones, que en la primera fase de la Transición estuvieron muy ligadas a la campaña por la amnistía. Dicha campaña fue especialmente intensa en el País Vasco. La situación de esta región era especial, con niveles de movilización muy superiores a la media del resto del país. Si en toda España la protesta hubiese sido tan intensa como en el País Vasco, es bastante probable que la oposición hubiese podido imponer la opción rupturista.

En el conjunto de España, la moderación fue la actitud dominante. Si vamos más allá de huelgas y manifestaciones y examinamos los datos escasos y heterogéneos sobre opinión pública en la época, cabe concluir que el apoyo a la democracia estaba muy extendido, pero el apoyo específico a la ruptura no pasaba del 20% de la población. La posición mayoritaria en la sociedad era la cautela, la prudencia y el deseo de un cambio gradual más que un cambio brusco. Las tasas de no respuesta e indiferencia política eran muy elevadas en las encuestas de la época. El Gobierno tenía un acceso privilegiado a los datos de opinión pública y sabía que la ruptura no tenía suficiente predicamento en la sociedad para ser una amenaza seria.

Finalmente, en España el Estado fue capaz de mantener el orden. Su capacidad represiva era alta. Las autoridades eran conscientes de que debían conservar el control de la situación en todo momento. En cierto modo, puede decirse que el equivalente al continuismo legal del régimen en el plano político era la prevención de cualquier vacío de poder. Para ello, había que impedir a toda costa que la oposición pudiera hacerse fuerte en la calle. La detención de sindicalistas durante las huelgas y la represión extremadamente violenta de los manifestantes en el País Vasco y en otros lugares de España consiguió, a un coste de popularidad muy elevado para el Gobierno, el objetivo de mantener la oposición a raya. Aunque resulta muy difícil de demostrar empíricamente, es razonable pensar que los sucesos de Vitoria el 3 de marzo de 1976, en los que las fuerzas de seguridad mataron a cinco ciudadanos, ejercieron una influencia determinante en la caída de las movilizaciones que se observa en los meses siguientes.

Hacia la primavera de 1976 la opinión dominante en el Gobierno de Arias Navarro era que la oposición no estaba preparada para producir una situación de ruptura en el país. Esto no significa que las movilizaciones fueran inútiles, puesto que sin ellas el régimen no habría tenido demasiados incentivos para embarcarse en reforma alguna. Sin las presiones desde abajo, las élites no se habrían convencido de la necesidad de iniciar la reforma; podrían haber adoptado alguna medida cosmética de liberalización, pero no habrían ido mucho más allá. Por otro lado, la represión de las protestas organizadas por la oposición supuso un desgaste importante en el primer Gobierno de la monarquía y, en última instancia, hizo fracasar el intento de liberalizar el régimen. Las movilizaciones, por tanto, tuvieron una importancia capital en la Transición, a pesar de que no consiguieran su principal objetivo.

En el Capítulo 2 analizo la reforma liberalizadora de Arias. Su principal impulsor fue el vicepresidente segundo y ministro de la Gobernación, Manuel Fraga, quien, muy influido por su experiencia anglosajona como embajador en Londres en los años 1973-1975, regresó a España tras la muerte de Franco convencido de algunas de las bondades del sistema político británico. La principal lección que extrajo fue que los cambios de reglas e instituciones debían ser graduales, sin poner en cuestión los pilares básicos del régimen. Así, su propuesta consistía en desarrollar el precedente de la representación familiar en las Cortes franquistas creando un sistema bicameral en el que la Cámara baja fuera únicamente “familiar”, elegida por sufragio universal mediante un sistema electoral mayoritario de circunscripciones uninominales, y la Cámara alta sirviera de refugio para los intereses orgánicos del régimen y tuviese poder de veto sobre los proyectos legislativos de la Cámara baja. En las elecciones “familiares” habría cierto pluralismo político, incluyendo a los socialistas pero excluyendo a los comunistas.

Se trataba de una reforma muy moderada, que liberalizaba el régimen pero no lo democratizaba, puesto que no se introducía el principio de soberanía popular. El Gobierno, de hecho, no tenía un mandato democrático, siendo elegido por el Rey y no por el Parlamento. El régimen, de esta manera, admitía cierta apertura política y abría nuevos cauces de participación, pero quedaba lejos de las democracias occidentales. El presidente Arias llegó a hablar de una “democracia española”, o a la española, que combinara lo mejor de la democracia representativa y de la “democracia orgánica”. Cómo podía surgir una Constitución política coherente a partir de esa mezcla de elementos tan heterogéneos nunca lo aclararon los reformistas del primer Gobierno de la monarquía.

Adolfo Suárez intenta socorrer al vicepresidente Manuel Gutiérrez Mellado, en el intento de golpe de Estado del 23-F | EFE

La puesta en práctica de este confuso plan consistió en varios proyectos de ley que se sometieron a las Cortes y, cuando tuvieron trascendencia constitucional, por afectar a Leyes Fundamentales, también y de forma previa al Consejo Nacional, cuyos dictámenes eran preceptivos pero no vinculantes. Hubo una Ley de Reunión, que regulaba la celebración de manifestaciones, una Ley de Asociaciones Políticas (el eufemismo que se utilizó para hablar de partidos), una reforma de aquellos artículos del Código Penal que regulaban los delitos políticos, una Ley de Sucesión y una Ley de Cortes. Estas dos últimas tenían alcance constitucional y fueron enviadas en primera instancia al Consejo Nacional.

Lo que ocurrió a continuación no deja de resultar sorprendente. No obstante lo moderado de las reformas, los procuradores mostraron una oposición considerable a la Ley de Asociaciones y sobre todo a la reforma del Código Penal, temerosos de que pudiera abrirse algún resquicio legal a través del cual acabara colándose en el sistema el Partido Comunista. Y en el Consejo Nacional, la Ley de Cortes, que contenía la parte más sustancial de la reforma política, fue recibida de muy malos modos, pues aunque no establecía explícitamente la desaparición del Consejo, su existencia no se mencionaba en la reforma, lo que venía a ser lo mismo.

Arias no tuvo tiempo de sortear las dificultades que surgieron en las Cortes y en el Consejo Nacional. El Rey decidió cesarlo el 1 de julio. Se ha escrito en innumerables ocasiones que la reforma de Arias fracasó y que la principal causa de su fracaso fue su lentitud. Ambas afirmaciones, según expongo en el Capítulo 2, son incorrectas. La reforma no llegó a fracasar, simplemente se encontró con resistencias que eran fácilmente superables. Y la reforma no fue más lenta que la de Suárez: Arias dimitió menos de siete meses después de formar Gobierno y para entonces la reforma había avanzado notablemente. Suárez necesitó un año desde su llegada a la presidencia hasta la celebración de elecciones y eso que parte del trabajo jurídico ya había sido desbrozado por el Gobierno anterior. Los problemas que precipitaron el cese fueron otros: el Rey mantenía una relación muy tirante con Arias, quien no consultaba con el monarca muchas de sus decisiones; Arias había nombrado un Ejecutivo incongruente, con una mezcla explosiva de reformistas e inmovilistas; y el Gobierno había perdido buena parte de su crédito debido a los episodios represivos a los que antes he hecho referencia.

Suárez emprendió una vía reformista muy distinta a la de Fraga. Frente al cambio gradual, Suárez, muy influido por Torcuato Fernández-Miranda, quien había sido nombrado por el Rey presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, decidió jugárselo todo a una carta. Se trataba de someter a las Cortes una nueva Ley Fundamental, breve y clara, que sirviera de gozne jurídico para iniciar una reforma profunda del sistema: se creaban unas nuevas Cortes bicamerales elegidas por sufragio universal y con poderes constituyentes. La LRP establecía un sistema proporcional corregido y relajaba los requisitos de la reforma constitucional, para facilitar así la tarea futura de las nuevas Cortes. En el Capítulo 3 analizo la génesis y las vicisitudes de la LRP.

La LRP pasó primero por el Consejo Nacional. Aunque iba mucho más lejos que el proyecto de reforma constitucional de Fraga, aquella no despertó tanta controversia como este. Con todo, debe mencionarse que el Consejo elaboró un dictamen en el que, sin rechazar la ley, se propugnaban numerosos cambios que rebajaban notablemente el potencial democratizador de la LRP. Mientras que la reacción negativa del Consejo al proyecto de Arias se entendió en su momento como una desautorización del Gobierno que ponía en duda la posibilidad de la reforma, el dictamen del Consejo sobre la LRP no mereció excesiva atención y el Gabinete de Suárez hizo oídos sordos a las objeciones. Al fin y al cabo, el dictamen no era vinculante y la decisión correspondía en última instancia a las Cortes, no al Consejo. A diferencia de Arias, Suárez pudo desentenderse del Consejo, en buena medida porque había sido capaz de transmitir su determinación de aprobar la LRP a toda costa. Para ello, tenía el apoyo explícito del Rey y del Ejército, con cuyos mandos superiores se reunió el 8 de septiembre.

El debate en las Cortes duró tres días. El punto máximo de tensión se alcanzó cuando el líder de los procuradores que estaban próximos a Alianza Popular, Cruz Martínez Esteruelas, amenazó con la abstención si no se atendían sus demandas sobre el sistema electoral. La abstención habría puesto en peligro la mayoría de dos tercios que se requería para la reforma de las Leyes Fundamentales. Los procuradores de AP querían un sistema mayoritario, pues estaban convencidos de que este les permitiría alcanzar cómodamente una mayoría absoluta en las elecciones. El Gobierno, sin embargo, se había comprometido con el sistema proporcional por diversos motivos que analizo en los Capítulos 3 y 4. En negociaciones de última hora se llegó a un compromiso por el cual se mantenía la proporcionalidad, pero se introducían mecanismos correctores a causa de los cuales todavía hoy España tiene un sistema proporcional con un fuerte sesgo mayoritario a favor de los grandes partidos nacionales. Una vez resuelto este escollo, la votación arrojó resultados muy positivos para el Gobierno: en una Cámara con 531 procuradores, estaban presentes aquel día 497. De estos, 425 votaron a favor (el 85,5% de los presentes), registrándose tan sólo 59 votos en contra y 13 abstenciones. La LRP, por tanto, pasó muy holgadamente el filtro del 66,7% de la reforma constitucional.

En el Capítulo 4, el más extenso del libro, examino desde múltiples puntos de vista las razones por las cuales la LRP pudo obtener mayores apoyos que los proyectos de Arias-Fraga. Nótese que esto equivale a estudiar por qué cambiaron de voto ciertos procuradores entre las dos reformas. El hecho de que la oposición en las Cortes fuera mayor con la propuesta moderada de Arias que con la propuesta radical de Suárez permite descartar algunas explicaciones posibles. No pudo ser un asunto de ideología, pues los procuradores estaban mayoritariamente más próximos a la primera reforma que a la segunda. Tampoco pudo ser una cuestión de ambición política: si los procuradores querían preservar sus carreras públicas, corrían menor riesgo con una reforma liberalizadora parcial que con una reforma democratizadora completa. Dado que el patrón de voto (mayor apoyo a Suárez que a Arias) es el contrario del que cabría esperar, hay que pensar en otro tipo de consideraciones.

Partiendo del estudio de Iván Ermakoff sobre el suicidio del legislativo en Weimar y Vichy, defiendo la tesis de que en realidad las votaciones estuvieron determinadas por el objetivo de los procuradores de no quedar descolgados de la posición mayoritaria en las Cortes. Excepto en el caso de aquellos que tenían unos principios ideológicos muy sólidos que les llevaban o bien a apoyar las dos reformas (porque para ellos lo mejor era una reforma democrática) o bien a rechazarlas (porque para ellos lo mejor era conservar el franquismo sin cambios), los demás estaban dudosos y preferían actuar según el sentir dominante. Su razonamiento, esquemáticamente, era este: si apoyaban la reforma pero esta no salía, quedaban como traidores al régimen; pero si se oponían a la reforma y esta se aprobaba, quedarían marginados en el nuevo sistema. Por tanto, lo mejor que podían hacer era seguir la tendencia mayoritaria.

A partir de una base de datos que he creado con las votaciones de los procuradores y con múltiples características de estos (edad, antigüedad, tipo de representación en las Cortes, trayectoria profesional, pasado falangista y otras similares) he podido determinar quiénes cambiaron de voto y por qué lo hicieron. El análisis de los datos ofrece resultados sobre lo que sucedió en la Transición que hasta el momento no se conocían adecuadamente.

A mi juicio, hubo tres factores que facilitaron la coordinación de los procuradores a favor de la reforma en el caso de la LRP. En primer lugar, había una diferencia de técnica jurídica importante entre las reformas de Arias y Suárez. Mientras que la primera tenía varias ramificaciones, que se traducían en los varios proyectos legislativos, la segunda era muy simple, se basaba en una única ley, que funcionó como si fuera un ultimátum. Así, con los proyectos de Arias era más difícil adivinar qué iban a hacer los demás, por lo que no es tan extraño que a medida que se sucedieron las votaciones, fuera aumentando la oposición al cambio. En cambio, con la LRP tan sólo había que coordinarse en torno a una única decisión.

En segundo lugar, los apoyos extraparlamentarios recabados para la reforma fueron diferentes en cada caso. Arias daba por supuesto el apoyo de las Cortes. Sus reformas se movían dentro del marco constitucional del régimen y por tanto no eran precisas ayudas externas de ningún tipo, el sí de los procuradores se daba por garantizado. Suárez, sin embargo, había aprendido la lección de lo ocurrido con Arias y trató de hacer entender a todo el mundo que estaba en juego un cambio de régimen: la votación de la LRP constituía el momento crucial en el que se decidía si el cambio se hacía efectivo o no. A fin de crear un clima en el que fuera más fácil para los procuradores imaginarse un triunfo de la reforma que les indujera a votar a favor de la misma, Suárez contó con el apoyo especial del Rey (que se había comprometido con su presidente al elegirlo en la terna por encima de franquistas de mayor peso político) y recabó a su vez el apoyo de los militares en la reunión del 8 de septiembre a la que antes me referí. Esos apoyos contribuyeron sin duda a despejar el camino.

Por último, fue crucial el surgimiento de Alianza Popular (AP) en octubre de 1976. Con ocasión de la segunda reforma, los franquistas se organizaron políticamente en una amplia coalición (capitaneada por lo que en la época se llamó “los siete magníficos”) que facilitó la coordinación, estableciendo desde la cúpula de la organización un criterio sobre la LRP que muchos procuradores (cerca de 150) siguieron como guía. Si AP apoyaba la LRP, esta saldría aprobada; en caso contrario, era muy posible que fracasase. Alianza Popular optó por apoyar la reforma a cambio de concesiones en el sistema electoral que rebajaban la proporcionalidad. En la etapa de Arias la coordinación había sido más difícil toda vez que el franquismo no estaba políticamente organizado. El surgimiento de AP en la etapa de Suárez resultó funcional para que los procuradores se coordinasen.

La lección que cabe extraer del análisis que presento en el Capítulo 4 es que el proceso de desarrollo del cambio político estuvo en buena parte regido por cuestiones estratégicas, que tienen que ver con la capacidad de los procuradores para anticipar cuál iba a ser la postura triunfante y poder así sumarse a ella. En cuanto que las condiciones que favorecen o perjudican la coordinación de las acciones son volubles y difíciles de determinar, no queda más remedio que atribuir un gran peso a la contingencia en la forma en que la democracia surgió en España.

Tras la aprobación de la LRP, primero en las Cortes el 18 de noviembre y luego en un referéndum popular el 15 de diciembre, Suárez se centró en la preparación de las elecciones. El Gobierno impulsó diversas reformas (aprobación de la Ley Electoral, legalización de los partidos, ampliación de la amnistía, supresión del Movimiento y del Tribunal de Orden Público, libertad sindical) necesarias para que los comicios pudiesen realizarse en libertad y fuesen homologables a los de las democracias consolidadas. La oposición, que había rechazado la LRP por no haber sido negociada, cosechó un revés político importante propugnando la abstención en el referéndum: el a la reforma fue abrumador.

A pesar de su debilidad, el movimiento opositor intentó negociar con el Gobierno. Suárez, sin embargo, trató de minimizar el papel de la oposición alegando que no cabía negociar nada hasta que no se constatara en las urnas cuál era el grado real de apoyo que tenían los partidos clandestinos. Se produjeron algunas reuniones entre Suárez y representantes de la oposición, pero nada sustantivo salió de ellas. En el Capítulo 5 intento corregir la visión de que en los seis primeros meses de 1977 la oposición comenzó a desempeñar un papel activo, consensuando con el Gobierno las reformas necesarias para las elecciones. En realidad, la oposición fue adaptándose a las iniciativas del Ejecutivo, pero no tuvo capacidad para negociarlas, salvo en aspectos menores. Creo que parte de la confusión que existe al respecto deriva de los incentivos que tuvieron tanto el Gobierno como el movimiento opositor para hacer pasar como resultado de acuerdos lo que no eran sino los planes de una de las partes, la más poderosa, el Ejecutivo. Al Gobierno le convenía hacer creer que se habían alcanzado acuerdos, pues así reforzaba su imagen liberal y aperturista; y la oposición necesitaba desesperadamente algún logro visible con el que presentarse ante la ciudadanía como responsable de la democratización. Dadas las razones que tenían los actores para deformar lo que verdaderamente sucedió, es necesario cuestionar muchas de las cosas que los protagonistas han dicho sobre aquella etapa. El examen detallado de las relaciones entre Gobierno y oposición a lo largo de 1976 y primera mitad de 1977 muestra que el pacto, la negociación y el consenso apenas si existieron antes de las elecciones. Sólo en la segunda fase de la Transición, cuando los partidos de izquierda obtuvieron un apoyo de proporción similar a los de la derecha, comenzó la práctica de los acuerdos consensuados.

5.

Para escribir este libro, he decidido no respetar las barreras disciplinares que separan a la historia de la ciencia política. Me parece que esas barreras son más bien artificiales y, sobre todo, empobrecedoras. Mi enfoque es enteramente pragmático: he cogido de la historia y las ciencias sociales todas aquellas herramientas analíticas y metodológicas que pudieran ser útiles para ofrecer una respuesta rigurosa a las preguntas sobre el tránsito de la dictadura a la democracia que he planteado al comienzo de esta Introducción. Lo que servía para los propósitos de la investigación lo he aprovechado, con independencia del lado de la frontera disciplinar en el que cayera. Así, he consultado prensa de la época, he leído las memorias de los protagonistas y he buscado materiales históricos en diversos archivos, pero a la vez he construido bases de datos, la más importante sobre el comportamiento legislativo de los procuradores franquistas a lo largo de 1976, y he realizado análisis estadísticos con esos datos .

El resultado final es un híbrido y, como tal, desagradará por igual a los puristas de ambas disciplinas. Para los unos, no habré profundizado lo suficiente en las fuentes, ni habré sido suficientemente exhaustivo en la consulta de archivos; para los otros, me habré perdido en detalles y en historias políticas que no dejan ver los factores subyacentes que estaban operando. Creo, sin embargo, que la investigación debe ser juzgada no desde los parámetros de una disciplina, sino en función de si la reconstrucción del periodo tiene una base empírica sólida y de si las hipótesis que ofrezco son verosímiles y quedan o no confirmadas por los hechos.

Sobre la Transición se ha escrito muchísimo y hay excelentes trabajos al respecto. Es verdad, no obstante, que la primera fase de la Transición se ha estudiado algo menos y, sobre todo, que no se han ofrecido respuestas satisfactorias acerca de la diferente evolución de las dos reformas, la de Arias y la de Suárez. A mi juicio, esto se debe a que, así como hay un marco analítico bien desarrollado para lo que sucedió en la segunda fase (grandes acuerdos sobre las reglas de juego y sobre las reformas económicas y sociales, decisiones alcanzadas mediante consenso), no sucede lo mismo con la primera fase. Contamos con buenas narraciones historiográficas sobre lo que sucedió entre la muerte de Franco y las elecciones, pero creo que todavía no se ha profundizado lo suficiente en las razones por las cuales el franquismo cometió el suicidio institucional de la LRP.

Dada la abundancia de publicaciones sobre el tema, no he intentado hacer una historia general de esos casi 20 meses. Sería redundante. Más bien, he procurado ser selectivo e incluir en la narración sólo aquellos elementos que son relevantes para el argumento general que intento desarrollar. El lector que ya conoce bien la Transición encontrará, por tanto, muchas ausencias que otros libros, con pretensiones más generalistas quizá, no sufren. Por ejemplo, no me he detenido apenas en hablar sobre los partidos políticos y sus transformaciones durante aquel tiempo. Tampoco me he adentrado en los linajes políticos de muchos de los ministros y altos cargos del franquismo, ni en las relaciones entre ellos. Apenas he incluido las anécdotas políticas que dan colorido a la narración y que se repiten de libro en libro. Asimismo, he pasado por alto episodios que fueron sin ninguna duda muy relevantes, pero que no añadían mucho, ni a favor ni en contra, al argumento que trato de presentar. El lector comprobará que apenas si presto atención a sucesos como la matanza de los abogados laboralistas de la calle de Atocha por parte de la ultraderecha o los secuestros de José María de Oriol y el general Villaescusa por los GRAPO. Por último, me gustaría añadir que no he entrado en cuatro asuntos importantes: la crisis económica y las políticas que se llevaron a cabo para combatirla; el conflicto territorial, sobre todo las negociaciones con Cataluña; el papel cambiante de la Iglesia; y la dimensión exterior de la Transición. Aun siendo relevantes todas estas cuestiones, he considerado que no afectaban directamente a la cuestión del cambio político y el suicidio institucional. A cambio de todas estas renuncias, he profundizado en la medida de lo posible en el asunto nuclear del cambio político, he producido nuevos datos y he planteado hipótesis que suelen estar ausentes en las investigaciones sobre este periodo.

En los últimos tiempos, el asunto de la Transición se ha convertido en objeto de debate político e ideológico. Con la llegada de la crisis económica y el consiguiente desgaste de las instituciones políticas, son muchos quienes atribuyen parte de nuestras dificultades actuales a la manera en que se estableció la democracia en España. Asimismo, la polémica sobre la “memoria histórica” salpica inevitablemente a las interpretaciones sobre la Transición. Estos debates resultan saludables y han contribuido a ampliar el abanico de enfoques y perspectivas. Hay ya bastantes trabajos que con cierto ánimo revisionista denuncian el supuesto carácter modélico de la Transición. Y se ha escrito recientemente sobre el lado “oscuro” del proceso, es decir, sobre los altos niveles de violencia política y represión estatal que estuvieron presentes a lo largo de todo el periodo, demostrando así que la Transición no fue “pacífica”, adjetivo que aparece en casi todos los libros y que sólo tiene sentido si el punto de comparación se sitúa en la guerra civil. Hoy sabemos que la Transición española ha sido una de las más violentas de la tercera oleada de democratización a la que se refirió Samuel Huntington en su famoso libro La tercera ola.

En un sentido más general, se ha insistido en que la literatura existente tiene un sesgo a favor de los análisis sobre lo que ocurrió entre las élites políticas, dejando de lado los elementos de conflicto (huelgas, manifestaciones, enfrentamientos) y los movimientos sociales. Quienes escriben sobre la Transición 'desde abajo' estarían por tanto corrigiendo las interpretaciones de los autores liberales y conservadores que escriben exclusivamente sobre lo que ocurrió 'desde arriba'. A lo largo del libro he intentado evitar esta contraposición de enfoques, pues, según lo entiendo, no puede resolverse mediante pronunciamientos ideológicos, sino mediante investigación histórica, y me parece tan incompleto un trabajo que pase por alto la dinámica del cambio en el seno de la élite franquista como otro que sólo se centre en dicha dinámica. Si bien el grueso de este libro se centra en el suicidio institucional del régimen franquista, se abre y se cierra en los Capítulos 1 y 5 con la oposición: en el Capítulo 1 he intentado hacer uso de los mejores datos disponibles para entender por qué la ruptura no fue posible y en el 5 he analizado las reacciones de la oposición a la aprobación de la LRP y los intentos por cobrar protagonismo ante un proceso de democratización dirigido por las élites franquistas, las cuales, por mucho que se vieran empujadas desde abajo, no perdieron en ningún momento el control de la situación y establecieron el modo peculiar de Transición que representa el caso español, un suicido institucional que hizo posible el continuismo legal y el mantenimiento en el poder de dichas élites.

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